domingo, 31 de enero de 2010

Las paranoias del papeo




Me contaba hace días mi cuñado, el mayor en edad pero pequeño en estatura, que en no se donde había un restaurante al que le habían concedido algunas estrellas de esas con nombre de rueda. O de tripa de verano en la playita, según se mire. Michelín que las llaman, vamos. Y que el fulano al mando del local pasaba un rato grande de dicho premio o concesión. Lo suyo era dar bien de comer a sus clientes y punto pelota, que ya es mucho. Porque comer es un verdadero placer, aparte de una necesidad, las cosas como son. Y si encima hablamos de comer bien, con la boca y con el estómago en vez de simplemente con los ojos, como ocurre en algunos sitios extremadamente pijos, mejor callar y ponerse al tema. Que aproveche y tal. Y humildad ante todo si hablamos de este caballero, que ni siquiera alardea en su local de las "michelinas" de los huevos. O eso me contaba mi cuñado delante de tres hermosos chuletones de casi dos kilos por pieza en el restaurante La Fábrica de Juán, junto a la playa de La Arena, en Zierbena.
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Por contra, de toda la puta vida ha venido quedando claro que como una madre no cocina nadie. Lo dice hasta Carlos Goñi, cuerpo y alma de Revolver, en una de sus canciones. Da igual que sea la mía que la tuya. Una madre es una madre, de eso no cabe duda. Pero también viene quedando claro que de un tiempo a esta parte, algunos se han empeñado a elevar la cocina y con ello a algunos cocineros, al mismísimo olimpo de los dioses. Porque siempre habían sido cocineros, a lo sumo "chefs", pero ahora a algunos nos los venden como creadores, como artistas, genios, investigadores o innovadores, entre otras gilipolleces propias del humano, animal adiestrado, bobo y cateto por excelencia. Como si el comer fuese un arte y los restaurantes museos, laboratorios o algo del estilo.
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Y resulta que estos días es noticia un tal Ferrán Adrià. Que ni sé como cocina, crea, investiga o innova, ni creo que lo sabré. Sinceramente, me la bufa. Pero el tío va y se curra una rueda de prensa para anunciar que durante dos años va a cerrar su restaurante. Que pena, verdad? Sí, que pena... Estudiar una carrera de periodismo para acabar tomando apuntes en una rueda de prensa donde se anuncia tan importante noticia. Casi que es mejor ser colaborador del "Sálvame" e intentar llevar a un pais al borde del rídiculo con un absurdo tsunami.
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Y es que el cocinillas - perdón si le ofendo, señor Adri - necesita reflexionar, investigar, detenerse a pensar y encauzar su profesión. Y lo entiendo, porque yo también lo necesito. Necesito descansar, tocarme los huevos una temporada y dedicarme a mis cosas, pero la señora Doña Hipoteca, fiel compañera de casi el resto de mi vida, no me lo permite. La muy puta. Pero no creo que semejante tontería sea noticia. Y si lo fuese, habría de ser publicada en un nuevo apartado denominado "absurdos y otros menesteres". Y eso que el "chef" de moda puede permitirse abrir solo medio año y ofrecer una sola comida al día. El otro medio año ya lo utiliza para investigar. Y el presente 2010 lo tiene completo ya.
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El caso es que aunque me encanta comer, nunca lo he hecho en El Bulli ni creo que lo haga, a pesar de que los medios expertos en la materia - hoy cualquiera puede ser un experto en tonterías varias - le consideren el mejor restaurante del mundo y el mejor cocinero a la vez. Toma ya. Y el de David Bisbal el mejor disco del año. Que me parto el culo yo de tales nominaciones sin sentido. Prefiero los chuletones a la brasa de La Fabrica de Juan - os recomiendo una visita a los que seáis de mi tierra -, las albóndigas de mi madre o el pulpo a feira sin espumas, sin aires y sin gelificación alguna que se curra un servidor, antes que las invenciones de un cocinero - que tampoco pongo en duda su profesionalidad - que a menudo debe de creerse que comparte mesa con el mismísimo Dios - no se confíen, que hay otros quinientos como él -. Por ello no he podido evitar contarles esto hoy aquí. Aunque no se quien es más bobo, si el fulano por sus extravagancias o el resto por prestarle atención. Lo único que saco en claro, es que cada día hay más frikis en este planeta de absurdas estrellas virtuales. Y que cada día me da más por el culo encender la tele o abrir un periódico.
 

jueves, 28 de enero de 2010

Los verdaderos piratas del cine



Una tarde cualquiera. La cola de un cine de tropecientas y pico salas. Avatar por ejemplo, que dicen está de moda.
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- Cuatro entradas, por favor -
- ¿las quiere normales o en versión 3D? -
- ¿Cual es la diferencia? -
- Descomunal. Tres euros. -
- No, me refiero a la película, que si hay mucha dif... ¿Como dice? ¿Tres euros? ¿Entre los cuatro? ¿Tanto? -
- No, perdone, tres euros cada uno. -
- Ostia!! Como os bañáis... Dame, dame... Un día es un día y si merece la pena... Dame cuatro -
- Son cuarenta euros -
- Con esto comen cuarenta niños en muchos sitios... -
- El siguiente... -
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De haber decidido ver la película en su versión normal, hubiesen sido veintiocho euros. A siete por cabeza.
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Una parada en la tienda de "chuches" de al lado, que no se de quien será, pero huele a cine que jode. Botellín de Coca Cola, dos con ochenta. Y somos cuatro. Cartón mediano de palomitas con grasas y aceites parcialmente hidrogenados - veneno puro - y desbordando publicidad por los cuatro costados, cinco euros. Ciento y pico gramos de azúcar en forma de gominola, dos con treinta. Bolsita de Aspitos, treinta céntimos. Estos son baratos, pero justo el doble que en cualquier otra tienda de calle. Total de la tarde de cine entre los cuatro, casi cien euros. O dieciséis mil pelillas. Poco más. Una butaca incómoda. Primeras filas, lateral derecho, porque no quedaba más. Dolor de cuello y posible visita en las próximas 48 horas a mi masajista. Ruidos de bolsas, risas, teléfonos móviles... Y el de al lado que tose y huele mal.
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De repente una densa niebla a mi alrededor... Extraña sensación. Todo ha sido un sueño. Sigo sin ver Avatar. Y he tomado una decisión. Esperaré a que salga en deuvedé. Me la compraré. La veré las veces que me dé la puta gana sentadito en mi sofá sin que nadie me estornude en el cogote, con mi Coca Cola de doscientos litros entre las piernas y mi montón de chuches de la tiendita de la esquina llena de Magia de Sonia y Juanjo. Y por mi parte y con tanto ladrón e hijo de puta suelto, que les den mucho por el culo a los verdaderos "piratas" del cine.

sábado, 16 de enero de 2010

Monillo... Monilla... Munilla... o algo así.



Cualquier ser humano en su sano juicio, creyente o no creyente, humilde o pudiente, policía o delincuente, está capacitado para darse cuenta y ser consciente de que lo ocurrido en Haití ha sido una gran tragedia. Miles de muertos, entre ellos infinidad de niños con su bonita inocencia arrebatada para toda la dura eternidad, nos han demostrado que ni el estrés de vida de mi ciudad entre semana, ni la tranquilidad mostrada en el anuncio del ron Caribú entre los pobres, pero sonrientes caribeños, causa tregua con la muerte a destajo. Aquella que no se conforma con un par de ellos, si no que quiere docenas y docenas de cientos a la vez. Sed de vidas para ella. O de muertes. Todos juntos aunque revueltos. Como si algún todopoderoso hubiese abierto la veda de caza en algún más allá y los ángeles malos carentes de escrúpulos disparasen a matar con armamento pesado del de verdad.
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Pero no pretendo hablar de catástrofes ni desastres naturales. No hay palabras ni argumentos que no pasen por la solidaridad en un lugar castigado además en exceso por la pobreza y otros abusos. Y por mucho que yo diga, cante o jure en plan "me cago en tó", aquello está como está y punto final.
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Lo que me ha llenado de rabia y ha inflado infinitamente mis pelotas, llevándome a escribir esto, han sido unas declaraciones hechas por un hombre como tú y como yo. Nacido por la gracia de algún polvo y destinado a cascarla como todo hijo de Dios. Aunque él en este apartado se crea superior. Inmensamente superior.
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¿Se imaginan a una buena persona, cordial, amable y educada, afirmando que "existen males mayores que los que están sufriendo en estos momentos en Haití"? Uno lee hasta aquí y por un momento podría preguntarse a qué tipo de males se referirá este samaritano de la verdad. Porque existir, digo yo que existirán esos males. No lo sé. No puedo ponerlo en duda, entre otras cosas porque no soy yo quien para juzgar el mal ajeno llegados a ese punto. Pero uno continúa prestando atención al discurso y descubre que esos grandes males a los que se refiere este mamarracho, pasan por afirmaciones tales como que lo que deberíamos de hacer los mortales, sería "llorar por nuestra pobre situación espiritual y nuestra concepción materialista de la vida".
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(...)
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¿Y qué cojones sabrá este cantamañanas sobre mi espiritualidad y mi puñetera vida? ¿Y quien coño le ha preguntado a este por lo que yo tengo llorar? ¿Eso es de verdad más importante que la muerte de un solo niño? Póngase un buzo, deje de decir payasadas sin sentido y váyase a Haití a ayudar. Sea útil por una puta vez en su vida. No soy quien para darle órdenes, pero si usted tiene cojones para entrometerse en mi conciencia, yo los tengo para meterme en la suya. Y con más fundamento.
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Por un momento se me vino a la cabeza el padre Ernesto. ¿Lo recuerdan? Aquel miserable de la sotana que un día se llevo a Esperanza. Pero no. El autor, un tal Munilla o algo así. Obispo de Donosti o eso dicen. Que me la suda tanto o más que el tsunami de la patética Karmele Marchante, vamos. Un tipo que con su nombramiento ha creado una cierta polémica en ambientes políticos que nunca me ha interesado, pero que a partir de ahora me interesarán. Yo tampoco le quiero. Váyase a la mierda.
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¿De verdad que todavía queda gente que se pregunte el porqué los jóvenes cada vez pisan menos una iglesia? ¿Este tipo de borregos son los que van a mostrarme a mí el camino del Señor? Eso sí que es incomprensible. Que Dios nos pille confesados.

jueves, 14 de enero de 2010

A gritos de Esperanza




Su nombre no hacía mucho honor a los tiempos que corrían, pero aquella niña se hacía llamar Esperanza. Ella era guapa, de media melena, morena, ojos verdes, tímida y algo descuidada, aunque estas dos últimas cualidades, quizás estuviesen más bien condicionadas por los días y el lugar que el destino le había reservado, que por la propia naturaleza de su ser. Años cuarenta, un pequeño pueblo de la montaña, con setenta y pico habitantes, que en invierno, se sigue tiñendo de blanco, creo que de la provincia de León, aunque bien podrían ser también tierras Astures.
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Aun no había cumplido los dieciocho aquella muchacha, cuando un hombre alto, vestido de sotana, con extraño y ridículo caminar, enorme crucifijo al cuello y cara de decir pocas veces la verdad, se presentó en su hogar. Como si le hubiesen estado esperando y sin nadie atreverse a decir nada, fue recibido por Esperanza, por sus padres, Vicente y Felisa, por su abuelo materno y por sus cuatro hermanos. Todos varones. Uno de ellos, se decía, adoptado. O al menos, apartado, desde el inicio de su vida, de sus verdaderos progenitores, por motivos que nunca nadie desveló. Ernesto, como así decía llamarse aquel sacerdote, fue bien recibido por la familia de Esperanza, que aquella mañana le dio de almorzar. Uno no sabe si por hospitalidad o por el qué dirán, que en aquellos días, podía hacer aun mucho más daño que una bala o una mala enfermedad.
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A medio almuerzo, en el que no faltaron ni el vino casero, ni mucho menos, el pan, casero también, el padre Ernesto explicó en la mesa el motivo de aquella inesperada visita. Estaba recolectando muchachas, muchachitas jóvenes, con vocación o sin ella, eso poco importaba,  -sobre todo por aquello de que, la letra, con sangre entra-, para irse con él. En poco tiempo, las apartarían de verbenas y demonios, de muchachos y provocaciones, y las convertirían en mujeres decentes de provecho. En hermanas de clausura dentro de algún convento del país. Que la iglesia andaba necesitada de mano de obra barata. La propuesta de Ernesto, instauró durante algunos minutos un silencio sepulcral en la estancia, tiempo durante el que, el sacerdote, fue el único de los presentes que no dejó de comer ni de beber, pero pronto, el cabeza de familia rompió su silencio para aceptar aquella proposición. Vicente solo veía cosas positivas en su decisión. Por un lado, se ganarían el respeto de aquel pueblo, poco castigado, en realidad, por la guerra o la posguerra, pero mucho por el hambre y la desconfianza entre vecinos. Por otro lado, sería una boca menos para alimentar en casa. Y al final, las muchachas, con el tiempo, solo podían traer problemas. Y así parecían haberlo vivido, desde siempre, en aquella vieja casa de paredes de adobe y piedra y techos de madera. La madre de Esperanza se opuso rotundamente a que la niña, su niña del alma, acompañase a aquel hombre que representaba a la iglesia, al que no miró a la cara más que lo imprescindible, pero su opinión poco o nada importaba.
- Felisa, más comida, que el padre Ernesto tiene hambre, cojones!-.
Y el padre Ernesto, sin inmutarse ante la exigencia de Vicente, como si estuviese ya, de sobra, acostumbrado a semejante trato denigrante hacia la mujer, y sin dejar de masticar ni un solo  momento, asintió con la cabeza, dando a entender que efectivamente, tenía hambre. O más bien, ganas de engullir. Y compartiendo a la vez tal exigencia. Esperanza, nunca exteriorizó, verbalmente, nada de aquello que pasó por su cabeza en aquel momento, pero su miedo fue más grande y expresivo que mil palabras coherentes juntas formando frases. Solo uno de sus hermanos, el adoptado quizá, se atrevió a decir algo: - cuanto hijo de puta compartiendo mesa -, intervención que solo le sirvió para seguir comiendo con la cabeza agachada y con cinco grandes dedos marcados en su cara. La huella de uno de ellos, se perdería dentro de uno de sus ojos, rojo como la sangre cuando se escapa de su cauce habitual. Esperanza siempre quiso creer que el autor de aquel tremendo bofetón, que tardó muchos años en olvidar, había sido Vicente, su padre, pero ella y todos en aquella mesa, sabían que no había sido así. El padre Ernesto no era tan bueno como decía ser. Todo lo contrario. Era algo que saltaba a la vista. Algo que todos sabían, aunque nadie nunca lo reconocería. EL padre Ernesto, era en realidad, una especie de diablo oculto bajo la protección de una sotana y bajo el amparo de una iglesia que caminaba de la mano junto con el régimen del franquismo. Y gracias a ello, no tenía necesidad de temer a nada ni a nadie. El propio Ernesto se sabía intocable.

Tres horas más tarde, Esperanza y el padre Ernesto comenzarían a andar. Lo harían sin dirigirse una sola palabra uno al otro. Ni tan quiera una leve mirada. Caminarían un buen trecho, antes de subirse, en un pueblo lindante, a un destartalado autobús, que les llevaría lejos de allí. Ernesto caminaba sonriente y engrandecido por su buen hacer y por llevarse consigo su premio. Esperanza lo hacía triste, con lágrimas en la cara y cargando con una vieja maleta con cuatro trapos que, de ahora en adelante, de poco la iban a servir. Y con sus zapatos llenos de barro. Aquellos zapatos, habían sido el último regalo de su hermano, aquel que se decía, era adoptado.
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Con tiempo, cualquiera puede ser capaz de hacerse a nuevas vidas y a nuevos proyectos y aunque no haya vocación, como ya hemos dicho antes, la letra con sangre entra. Esperanza terminó aceptando su nueva misión en este camino y acabó siendo monja espléndida. Una persona maravillosa, aunque también lo era antes. Se desvivía por ayudar a la gente y a sus hermanas, compañeras de fatigas, quizás muchas de ellas, cedidas también por el hambre y sus familias, como ella, aunque jamás habló con ninguna sobre esa situación. Allí estaban todas por amor. Por vocación. Por devoción. Y por servir a Dios, aunque este nunca les pidió nada. Ni siquiera, que estuviesen allí. Como tampoco fue Dios quien, casa por  casa, acudiera a buscarlas. Y mientras, en aquel pequeño pueblo asturiano o leonés, que ya no recuerdo, la familia se ganó un respeto que, de otra forma, no habrían logrado jamás. Incluso Tomás. El adoptado. Un buen muchacho. Quien nunca perdonaría a su padre, ya fuese padre o padrastro, aquella cesión, ni a su madre el haberlo permitido para, más tarde, justificarlo tan solo por amor a Dios. O por algún otro favor, quien sabe. Pero en aquella casa, nunca volvió a hablarse de aquel tema. Nadie sabía nada. La niña estaba al servicio del Señor.
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Pasaron diez años y en aquel pequeño pueblo de huertas y ganado, poco o nada cambió, salvo que el abuelo había muerto una mañana de frío. Esperanza no pudo acercarse a su funeral. La condición de su clausura, se lo impedía. Una tarde, después de la siesta, apareció en el pueblo Esperanza, guapa, muy guapa, bien vestida y muy blanquita de piel, como si nunca la hubiese dado un solo rayo de sol, caminando por la estropeada carretera y todo fueron besos, abrazos y alegrías. No se habían vuelto a ver desde aquel día en que llamó a la puerta el padre Ernesto, ahora ya fallecido, por la gracia  -o por la suerte- de Dios. Tan solo cuatro o cinco cartas manuscritas, en las que nunca se decían nada de interés. Su único objetivo, querer quedar bien. De un lado y del otro, posiblemente. Y algún bonito paquete con pequeños regalos, remitidos por su hermano Tomás, a los que ella nunca se atrevió a contestar. Aunque entonces, aquel día, dejaba de ser día y se convertía en un gran día. Tomás... Su hermano adoptado del alma… Su familia entonces, corrió a avisar a los vecinos, pues la hermana Esperanza estaba de visita y aquello llenaba de gloria al pueblo y, en especial, a la familia. Hasta que, el silencio, volvió a instaurarse, igual que, cuando hacía diez años, sentados en la mesa de la casa familiar, Ernesto propuso llevarse a la niña consigo. De la misma forma que entonces, el silencio venía ahora acompañado de una decisión.
-Ya no soy monja. He abandonado. Colgado los hábitos. No tengo vocación. Quiero vivir de otra manera. Sabréis respetarme, estoy segura. -.
El problema era que, aquella gente, o no entendía de respeto o lo entendían solo a su manera. El respeto para ellos, pasaba por hacer lo correcto solo ante los ojos de quienes se autodefinían los enviados de un Dios que, en realidad, nunca les envió. Aunque con ello, sentenciasen la vida de una persona. O la vida de un millón.
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Esperanza ahora era una marrana. Una mal nacida. Un trozo de mierda, una apestada y un lastre para aquel pueblo y para aquella desdichada familia. Nadie quiso comprenderla y aunque fueron muchos los que sintieron verdadera lástima y hasta empatía, no se atrevieron a hablar. Todavía corría a sus anchas el miedo por el pueblo. Padres y hermanos, le dieron la espalda a Esperanza y la invitaron a marcharse inmediatamente y para siempre de allí. No era bien recibida. Esperanza empezó a caminar, tambaleante,en la misma dirección que lo había hecho hacía diez años, otra vez triste, mucho más que aquella otra vez y con sus ojos, de nuevo, encharcados de lágrimas, como aquella tarde cuando acompañaba al padre Ernesto. Al mal nacido Ernesto. Con aquellos mismos zapatos que, con mimo, había conservado y cuidado durante tantos años. Y de nuevo, su hermano Tomás, se atrevió a decir con voz fuerte y firme:
- cuanto hijo de puta suelto en este puto pueblo -.
Su padre adoptivo se le acercó rápidamente y levantó la mano con intención de marcarle la cara otra vez, como hiciera hace diez años, pero esta vez, Tomás tuvo tiempo de agarrarle del cuello, echando su cuerpo hacia atrás para evitar ser golpeado por Vicente, a la vez que le dijo:
- atrévete a ponerme la mano encima y te mataré yo mismo. Siempre fuiste tan miserable como mi propio padre! -.
El viejo se apartó, bajó la mano y la mirada a la vez, se dio media vuelta y, con cara de resignación y mirada vencida, se marchó junto con Felisa, su mujer. Felisa no había abierto la boca desde que Esperanza les comunicó su abandono del convento y había mostrado continuamente una mirada que mezclaba odio y asco hacia su hija, pero ahora que se marchaba con su marido, iba llorando. Ambos, Vicente y Felisa, sabían que no estaban siendo correctos, pero nunca se atreverían a admitirlo. En el fondo, también sentían miedo. Miedo del hambre. Miedo del cura del pueblo. Miedo de la iglesia. Miedo de los que, años atrás, ganaron la guerra. Miedo de sus propios vecinos. Miedo a la verdad. Prefirieron perder a dos de sus hijos y seguir acudiendo los domingos y fiestas de guardar a escuchar misa, antes que actuar en base a la cordura y a la razón. A sabiendas de lo que, mucho ignorante, hubiese podido hablar. Aunque nunca fueran capaces de quitarse de la cabeza a aquellos dos encantadores muchachos y murieran, no muchos años después, con ello a cuestas sobre sus conciencias.
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Tomás corrió entonces, hasta dar alcance a Esperanza. Entrelazaron sus manos y ambos siguieron caminando hasta perderse de vista por aquella carretera que, más bien, parecía ser un camino. Ella le contó que aquellos diez años, no habían sido su vida, aunque reconocía haber conocido a gente muy buena. Casi todos lo fueron en aquel convento. Todos, menos el padre Ernesto, al que vio en muy contadas ocasiones y en casi todas, ella terminó vomitando bilis desde lo más adentro de su ser. No sé donde fueron, pero sé que Tomás y Esperanza lo hicieron juntos. Y juntos siguieron hasta ya viejecitos. Tuvieron dos hijos, cada uno de un sexo, a los que quisieron, educaron y respetaron como a nada en la vida. Lejos de curas. Lejos de iglesias. En el fondo, sabían que nunca fueron hermanos y solo ellos podrían decirnos si aquella historia, se habría sembrado mucho antes de marcharse ella al convento, aunque por mil razones, siempre callaron. Fue su secreto. Porque ellos también conocían el secreto. Solo sus padres, Felisa, Vicente y Ernesto. Sus padres y ellos. No eran más que unos niños cuando, jugando a esconderse, escucharon aquella discusión entre personas mayores. Tomás era hijo de Felisa y del miserable padre Ernesto. Esperanza era hija de Vicente y de una mujer de la que, solo sabían, murió en el parto y de la que nunca nadie volvió a hablar jamás.

Con el paso de los años, creyeron haber perdonado. A todos menos a Ernesto, que no se lo merecía. Y siguieron creyendo en Dios. Pero a su manera. No a la que nadie les vendió. Y Esperanza gritó, una y mil veces, que nunca, nadie, les volvería a separar. Y nunca nadie les separó.
 
 

martes, 12 de enero de 2010

Desde que nos vemos...



Desde que no nos vemos, he dejado de aprender muchas de aquellas cosas que tú me enseñabas. Desde que no nos vemos, la Navidad y las uvas de fin de año no han vuelto a ser nunca lo mismo. Desde que no nos vemos, miro las calles de aquel bello pueblo y del barrio donde viviste de forma lejana y distinta. Desde que no nos vemos, el jardín dejó de tener flores y ya solo queda cemento. Desde que no nos vemos, aprendí a no contar contigo en las decisiones difíciles para las que antes siempre contaba. Desde que no nos vemos, hablo a menudo con las estrellas por si acaso te has afincado en alguna de ellas. Desde que nos vemos, han creado nuevas canciones que seguro que te hubiesen gustado. Desde que no nos vemos, el olor de las castañas asadas me recuerdan a los inviernos en los que tú las asabas. Desde que no nos vemos, te dedico este blog, que compartes con mi mayor alegría en forma de niño. Desde que no nos vemos, la madre que un día me trajo a esta vida está sola y triste y desconoce cual es su meta en la vida. Desde que no nos vemos, tu nieto aprende a vivir y le enseño las cosas que tu me mostraste. Desde que no nos vemos, aprendí el significado de lo que quiere decir echarte de menos. Desde que no nos vemos, sueño a menudo que aun estás con nosotros. Desde que nos vemos, han pasado dos años y un día. Desde que no nos vemos, te he escrito mil cosas que luego he destruido por tener la certeza de que no estaban a tu altura y no merecían la pena. Desde que no nos vemos, algo no ha vuelto a ser lo mismo. Desde que no nos vemos, sin estar has estado siempre conmigo. Desde que no nos vemos, mezclé tus discos con los míos para que se hagan amigos, compartan notas musicales y no se percaten de tu ausencia. Desde que no nos vemos, quise contarte mil cosas bonitas vividas y no pude hacerlo. Desde que no nos vemos, quise borrar aquel puto día y que todo hubiese sido distinto, pero no soy tan grande como poder para hacerlo. Desde que no nos vemos, la muerte me ha dado una ostia en alguna parte del alma. Desde que no nos vemos, seguimos la senda porque es ley de vida y porque nadie se muere del todo mientras esté en la memoria de al menos una persona.
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Desde que no nos vemos, llevaba escribiéndote yo algo de esto... aunque tampoco esta vez se si estará a tu altura.

viernes, 8 de enero de 2010

Cerrado porque sí.



31 de Diciembre. Nochevieja. Cuatro y pico de la tarde. A pesar de ser el último día del año, se considera jornada laborable a todos los efectos. El pequeño que alegra nuestras vidas desde hace poco más de trece meses no deja de llorar. El termómetro digital nos indica que tiene fiebre. - Algo habrá que hacer - coincidimos mi mujer y yo. El ambulatorio de nuestro barrio tiene la persiana echada. Pero no es un caso aislado. Cierra a diario a las tres. Las tardes en mi pueblo no están hechas para ponerse enfermo. Tiene huevos la cosa. Sí, sí, a las tres. Aunque un cutre cartel pegado en su puerta nos informa que a pocos kilómetros de distancia tenemos otro pelín más grande para las urgencias e imprevistos. Creo recordar haber mencionado ya que todo esto ocurrió el 31 de diciembre. Nochevieja. Último día del año. Laborable a todos los efectos. O eso creo yo. Aun así, por ser el día que es, resulta que este otro ambulatorio pelín más grande también está cerrado. Una llamada al teléfono habilitado para las urgencias, atendido, todo sea dicho, por una persona muy correcta y cordial, la cual admite no entender lo que tampoco entiendo yo, nos indica y aconseja que acudamos a un hospital. Es la única solución. Que un niño llore y tenga algo de fiebre puede no ser tan grave como para colaborar a colapsar las urgencias del hospital, pero no hay más remedio. Y la culpa no es mía. Diagnóstico: una otitis. Sin más. Antibiótico y a disfrutar de la noche. Todavía queda la aventura de encontrar una farmacia cercana abierta. De guardia que las llaman. Feliz año nuevo. Urte berri on.

Paradójicamente, esa misma tarde y un par de horas después, todos los centros comerciales y la inmensa mayoría de tiendas de barrio seguían abiertas. Moda, hogar, calzado, decoración, regalos, joyerías, alimentación... Y mi ambulatorio cerrado a cal y canto. Es jueves y ya no abrirá hasta el lunes.

Hoy repaso la prensa y leo de nuevo un artículo que habla sobre la apertura del comercio en domingos y festivos. Y observo como algún cantamañanas ligado a la Administración Pública sigue dando la brasa con que es imprescindible abrir y carga contra la presión sindical de mi comunidad, la única que hasta ahora ha plantado huevos en todo este asunto. Y entonces se me enciende la vena gorda, me cago en todo lo fregao y me pregunto: ¿pero no es más importante un ambulatorio que el puto Media Markt? A ningún iluminado de estos con cargo público a lomos se le ha ocurrido jamás solicitar que mi ambulatorio abra de 8 a 22 como mínimo y de lunes a domingo. Y que lo hagan las farmacias también. Todas, no solo las cuatro de guardia. Que hay mucha gente sola y mayor que no puede desplazarse por sí sola. Pero no. Desgraciadamente, a los membrillos les importa mucho más que nos podamos gastar nuestra tela, que mi ambulatorio y la otitis de mi hijo. Triste, pero real.

martes, 5 de enero de 2010

Aquellos maravillosos Reyes Magos



Es curioso, porque desde hace ya unos años no me gusta nada la parafernalia que se monta en torno a los Reyes Magos, pero en otros tiempos participé de forma muy activa en ellos.

Todo empezaba varias semanas antes de las navidades, cuando dentro de la organización a la que pertenezco y de la que ya he hablado aquí más veces, recogíamos juguetes por muchos lugares. Unos eran usados, entregados directamente en nuestras instalaciones por aquellos que ya no los necesitaban o que simplemente les estorbaban en casa. Otros eran nuevos, donados por tiendas y empresas del sector, muchos de ellos con pequeñas taras, fallos o averías que les convertían en no aptos para la venta, pero que con tiempo, cariño, maña y dedicación, mucha dedicación, reparábamos, mañana, tarde y noche, durante el resto de semanas hasta llegado el esperado día de Reyes. A veces ocurría que de dos juguetes idénticos con tara, hacíamos uno en perfecto estado. Otras veces necesitábamos incluso tres o más. Y a veces resultaba que entre criba y arreglo aprovechábamos para jugar un rato con aquellos juguetes que de niños no pudimos hacerlo. Como el camión Pegaso aquel de la marca "Rico", que tanta simpatía despertó siempre en mí y que nunca tuve. En dicha criba, descartábamos siempre todos aquellos juegos o juguetes bélicos o inductores de violencia, que no tenían cabida en las bases y principios de la institución, tales como armas, tanques, muñecos simulando soldados y similares.   

Llegada la tarde anterior a los Reyes, la del 5 de Enero, formábamos parte activa en la cabalgata de Barakaldo, unos realizando funciones sanitarias acompañados de ambulancias, otros en labores de seguridad y otros en lo que se terciase. Lo importante era formar parte del espectáculo. A veces incluso coordinando todo aquello para que el resultado fuese lo mejor posible. Tras terminar el desfile de los tres barbudos de Oriente y el recibimiento de todos los niños que hacían cola para estar unos segundos con ellos, generalmente ubicado en la plaza del Ayuntamiento, llamada Herriko Plaza, o en el conservatorio de la música todos aquellos años que la plaza estuvo cerrada por obras, empezaba el trabajo más duro. Desmontar aquellos enormes escenarios, trasladarlos a nuestras instalaciones, realizando varios viajes con una furgoneta y volver a montarlos allí para que una vez llegada la mañana, poder hacer el reparto entre todos aquellos niños carentes de recursos, de todos aquellos juguetes reparados y almacenados en el salón de actos de la institución benéfica. Una vez montados aquellos tronos reales y tras haberle dado la mayor magia posible al lugar, que a diario servía para dar cobijo a cuatro o cinco ambulancias, la faena continuaba colocando todos los juguetes alrededor y de forma ordenada. Por edades, sexo y preferencia de los niños. Un trabajo que generalmente nos llevaba toda la noche a un buen número de voluntarios.

A primeras horas de la mañana del día seis de Enero, se formaban ya largas colas de niños de varias edades acompañados, en su mayoría, por sus padres. Y a pesar del sueño acumulado por nuestra parte por aquella dura noche, aquello era digno de ver. Sobre todos las caras de aquellos críos. Y la de muchos padres que de verdad pasaban por verdaderos apuros económicos.

Han pasado ya más de diez años de todo esto y me encuentro en un momento de mi vida en el que paso un huevo de los Reyes Magos y de absurdas cabalgatas. Pero hoy he tenido tiempo de pensar y creo haber encontrado la razón. Quizás sea que hecho de menos todo aquello. Quizás sea que viví aquellas noches de Reyes de una forma tan intensa, que ahora que de todo aquello no me queda nada, no le encuentre sentido a esa magia. Puede que algún día y como cada poco me recuerda mi mujer, mis hijos me hagan ver las cosas de otra manera y cambie de opinión. Por mi parte, me comprometo a intentarlo. Me comprometo a volver a ser un niño. O al menos a ver ciertas cosas como las verían ellos.
 



A toda aquella gente que compartió conmigo horas y horas de juguetes e ilusiones. Y sobre todo a Juanjo Rodriguez "Supermola" y a Lorena Rubio, que todavía hoy siguen convietiéndose en los pajes de Gaspar, al que da vida mi amigo Joseba Larrinaga, y juntos llenan de ilusión las cabecitas de cientos de niños y no tan niños.