sábado, 16 de julio de 2011

Y el funeral está a punto de empezar



Son casi las siete de la tarde y el funeral está a punto de comenzar. La protagonista de esta angustiosa reunión para este último adiós, tiene solo 23 años. La iglesia está a rebosar, aunque es posible que, en este momento, haya mucha más gente fuera, charlando de banalidades, que dentro, rezando y prestando verdadera atención a lo que allí se va a decir en unos minutos. Irati no era muy de santos ni de misas. De hecho no era nada. Ni creía, ni dejaba de creer. Simplemente, aquel rollo no iba mucho con ella y le daba igual. Tenía mejores cosas que hacer, o eso había dicho en alguna ocasión, que dedicarle un solo minuto a algo que no sabía si de verdad existía o eran simples cuentos de hadas o de vividores, con sotanas, pero sin escrúpulos. Y que nunca, en su corta vida, le había quitado el sueño nada de esto, vamos. Aunque como muchas muchachas de su edad, había soñado varias veces con casarse algún día de blanco impoluto y por la iglesia. “Podéis besaros”. Pero aquí está hoy, a punto de que den las siete de la tarde, de cuerpo presente, sin que ella haya pedido estar y a la vez sin protestar lo más mínimo. Al fin y al cabo, tampoco hay nada de malo en ello. Nadie es tan malo como aparenta, ni tan bueno como dice ser.

Hacía poco más de un año que le habían detectado la enfermedad. El diagnóstico fue claro. Demasiado claro. Pero la mayoría de las veces tiene cura, no te preocupes, le dijo con cara de pocos amigos y con más ganas de que llegase el fin de semana y pirarse a la playa, que de atender a pacientes aquel miércoles, el hematólogo que le correspondía. Un poco por aquí y un poco por allá. Pruebas y más pruebas. Unos días, quizás unas semanas de ingreso en este mismo hospital, un corto pero duro tratamiento y a vivir, que son tres días. Aunque luego pensó que lo de los tres días bien podría habérselo ahorrado. Por si las moscas. Pero ya lo había dicho. Y si las cosas no evolucionan, siempre nos queda el trasplante, añadió el hematólogo, restándole importancia al comentario anterior de los tres días. ¿El trasplante? Si, el trasplante. El trasplante de médula. De médula ósea. Pero tranquilos, que de eso ya hablaremos llegado el momento. 

Irati era una gran persona. Conocía a mucha gente. Demasiada. Había sido voluntaria durante muchos años de una famosa entidad benéfica que ayudaba a niños con problemas, había colaborado en infinidad de proyectos solidarios con otra infinidad de asociaciones y había sabido, durante sus 23 años, ser una persona de lo más sociable con todos aquellos que la rodeaban. Aunque solo estuviesen con ella cinco minutos. Presumía de haber tenido hasta siete novios formales e incluso casi media centena de rollitos esporádicos que no dejaron apenas huella, ni en su alma, ni en su corazón. Pero no sé porqué digo esto, porque no viene a cuento. Quizás para que conozcan un poquito mejor a Irati. 

La primera vez que le hablaron en serio y como única salida sobre la posibilidad del trasplante, no pudo evitar que de nuevo un escalofrío recorriese su cuerpo. Fue una sensación un tanto parecida a la que sintió el día en que le diagnosticaron la enfermedad, aunque un poco más leve, por aquello del callo que se adquiere con los sustos y con las malas noticias en las frías salas de ambulatorios y hospitales. Leucemia, le habían dicho aquella otra vez. Cuando de verdad sintió como si se le cayese el mundo a trozos encima. Pero cuando le explicaron en lo que consistía el trasplante de médula, fue como quitarse un pequeño peso de encima que solo le había durado unos minutos. Tenía sus peros, pero tampoco le parecieron tan graves. Tampoco lo eran. El problema vendría con el donante. Su familia cercana era escasa. No tenía hermanos y con ello se le cerraba una pequeña puerta, aunque insisto en lo de pequeña, como acabo de decir. La posibilidad de que su hipotético hermano, de haberlo tenido, hubiese sido compatible con ella, era solo de un 30%. Pero ni siquiera existía ese hermano, ni por lo tanto, esa posibilidad. Llegó a tener uno en forma de embrión, pero se apagó antes de decirle buenos días, buenas tardes o buenas noches a la aventura de la vida. Otra opción eran sus padres, aunque ellos se quedaban solo a la mitad de posibilidades. Uno podría y el otro no. Su madre se hizo las pruebas y resultó no ser compatible. Solo tenía un 5% de posibilidades de serlo, como sucedería con uno de sus tíos, que tampoco tuvo suerte al entrar dentro del otro 95%. El de la incompatibilidad familiar. Aun así, ambos, madre y tío, decidieron entrar en los Registros Internacionales de donantes de médula, por si el día de mañana otra persona necesitara de ellos. Su padre ni siquiera tuvo la opción de hacerse las analíticas. Padecía otra enfermedad que, aunque no grave, sí le hacía incompatible con la posibilidad de donar incluso sangre. Elementalmente, cabe destacar que, llegados a este punto, el resto de tratamientos habían obtenido resultados nulos. Pero no había nada perdido, le dijeron. Todavía.

Desde aquel día, Irati, entre asustada por su mala suerte con aquella enfermedad que se había acoplado a su forma de vida, y animada a la vez por el hecho de que en algún lugar existiese un donante que la pudiese devolver al mundo de los que se preocupan por verdaderas gilipolleces y no le dedican sus pensamientos en pleno a una enfermedad, decidió involucrar a toda su gente en su problema. Ya no solo por ella, sino por todos los que estaban pasando por lo mismo y a los que a algunos había conocido gracias a una famosa asociación que lleva el nombre de su creador: Josep Carreras ( http://www.fcarreras.org/es ). Uno a uno, una a una, aprovechaba cualquier conversación, cualquier café, cualquier paseo o cualquier concierto, comida o cena, para explicarle a sus amigos, compañeros de trabajo, excompañeros de clase, vecinos o simples conocidos de poco más que el hola y adiós, en lo que consistía ser donante de órganos y de médula ósea en particular. 

Es muy sencillo y no tiene consecuencia alguna, decía siempre con una leve sonrisa en la boca, aunque a mí me daba la impresión de que, contarlo una y otra vez, no le hacía gracia en exceso. Sobre todo, cuando en algunas ocasiones, notaba ausente a su compañero de charla. Como si lo que le estaba diciendo Irati fuese un peñazo. Hay dos formas diferentes de donar, seguía contando orgullosa Irati. Una es la donación de médula ósea en sí, la cual requiere solo de un pequeño ingreso de 24 horas del donante en el centro hospitalario en el que se lleva a cabo la donación, y que no consiste más que en unas punciones aspirativas realizadas en la cresta ilíaca, siempre bajo anestesia general o epidural, que es la misma que se utiliza, por ejemplo, cuando una parturienta va a dar a luz. La otra forma, es la donación de progenitores hematopoyéticos de sangre periférica, que dicho de una forma más sencilla, viene a ser simplemente la donación de células madre. Para esta otra forma, seguía contando Irati, al donante se le administra una medicación inyectable de forma ambulatoria durante los cuatro o cinco días previos a la donación. Luego no requiere ingreso alguno. Simplemente se le realiza una extracción, en una o en dos sesiones, mediante una sencilla técnica denominada aféresis. Dicen que en algunas personas esto causa una sensación similar a la de la gripe, pero dura solo unos días y tampoco ocurre siempre. A Irati se le iluminaban los ojos cada vez que lo explicaba, no porque le hiciese gracia andar todo el día con el mismo tema a cuestas, sino porque cada vez que exponía el tema, veía en su amiga, en su conocido, en su vecino, compañera de trabajo, del cole o de lo que fuese, a la persona que iba a cambiar sus días. A la persona que iba a salvar su vida. A la que conseguiría que su máxima preocupación fuese qué pantalones o qué vestido ponerse al día siguiente, o qué móvil comprarse, y no otra vez su puta enfermedad. Ventitrés años no es la edad precisamente a la que debe morir nadie, por mucho que a veces la naturaleza y algún que otro desalmado se empeñen. 

Irati seguía con su conversación. Además, el que te hagas las pruebas, no quiere decir que vayas a donar. Es más, muy poca gente acaba donando luego, porque no es compatible con nadie que necesite de ella. Simplemente te hacen la analítica y los resultados se incorporan a una base de datos internacional, que aquí gestionan desde el Registro Español de Donantes de Médula Osea, o REDMO. Si, si, la base de datos es internacional. Y si algún día te necesitan, te llaman. Y si no te necesitan, que es lo más probable, pues tú a lo tuyo. Y si te llaman, sabes que vas a salvar la vida de otra persona. ¿Sabes lo que eso significa?. “Salvar la vida de otra persona”. Es increíble. ¿Alguna vez has salvado la vida de alguien? ¿Alguna vez te has planteado que, en un momento dado, otra persona podría llegar a salvar la tuya? A Irati se le volvía a iluminar la cara. Esa persona podría ser ella misma. Irati. 23 añitos. Siete novios a sus espaldas. Media centena de rolletes pasajeros. Toda una vida por delante. Mil proyectos estancados desde hacía poco  más o poco menos que un año, que en determinados momentos, hasta el tiempo carece de importancia. Todos sus planes limitados al mero hecho de intentar sobrevivir hasta vete a saber cuando, sin poder saber, siquiera, si el próximo verano volvería a ver a sus amigos a los que solo ve en vacaciones. Sobrevivir. Solo eso. Sobrevivir. 

Muchos de sus amigos parecían interesarse por el tema. Algunos se preguntaban cuales eran los motivos por los que este tipo de cosas no se publicitaban en los medios. Porqué no lo decían a diario en la tele. En la radio. En los periódicos. Porqué las autoridades sanitarias, que tanto empeño le ponen a que no fumemos, a que no corramos con el coche y a que nos pongamos el casco y el cinturón, no le dedican el mismo esmero a concienciar a la sociedad para que se hagan donantes. Porqué el sacerdote, en todas las misas, en lugar de decir amaos los unos a los otros, y yo soy la salvación, no dice haceros donantes. Donantes de órganos. Donantes de sangre. Donantes de médula ósea. Donantes de lo que sea. De corazón. De riñón. De pulmón. De felicidad. Donantes de vida. De mucha vida. De solo vida. De simple, llana y pura vida. 

Irati se lo explicó con extremado cariño a todos sus amigos. A Elena, a Javi, a Leire, a Marta, a Sergio, a Iker, a Paula, a Rakel, a Lorena, a David, a Naroa, a Sara, a Eneko, a Mikel, a Janire... Y todos o casi todos asintieron como convencidos de algo que, hasta ese momento, ignoraban. Algunos llegaron a informarse en su ambulatorio, que es el lugar donde te van a decir cuales son los primeros pasos que debes dar. Y creo que a unos pocos les llegaron a inscribir en el Registro Internacional de Médula Osea, pero muy a su pesar no eran compatibles con su amiga. Un par de ellos ni siquiera se lo llegaron a contar a Irati. No merecía la pena. Las mejores acciones son aquellas que pasan desapercibidas para todos, menos para el que las hace. Porque cuando las cosas están bien hechas, sobran hasta los agradecimientos. Otros sencillamente no pudieron ni intentarlo. Cualquier enfermedad, presente o pasada, podía echarlos para atrás. Una simple hepatitis hace 10 años, anemia, diabetes, un exceso en sangre de glóbulos, da igual rojos que blancos, exceso o carencia de hierro, u otras docenas de enfermedades que a veces desconocemos hasta que, alguien de nuestro entorno, nos dice que padece.

Son casi las siete de la tarde y el funeral está a punto de empezar. La iglesia está a rebosar. Unos fuera y otros dentro. Puede que haya aquí ahora más de 500 personas. Yo diría que hasta puede que más de mil. Tres mil y pico, dice uno que presume de haberlos contado ¿Qué más da?. Irati al final no pudo superar aquella maldita enfermedad. Nunca apareció un donante compatible con ella. Los dos últimos meses de su vida fueron especialmente duros. Los quince últimos días aun más. Sabía lo que se le venía encima. Las últimas horas no tuvo ya la posibilidad de ser consciente de que todo había terminado. Ya estaba sedada. Sedada para siempre en el mismo hospital donde la habían estado tratando meses antes.

Son ya las siete y pico de la tarde y el funeral ya ha comenzado. Mucha gente llora sin consuelo la todavía breve, pero eterna ausencia de Irati. Su amigo Iker es uno de ellos. Y Leire. Y Elena. Y David. Y Sara. Sará también está llorando. Como también lo hace Naroa. Desconsoladas las dos. Naroa vivía en el mismo barrio que Irati. Solo unas calles separaban sus casas. Sara en otra ciudad un tanto lejos. Era una de sus amigas de vacaciones. Siempre coincidían en un pueblo, creo que de Valladolid. Y aunque ambas, Sara y Naroa, eran amigas desde hacía toda una vida de Irati, entre ellas no se conocían. Hace un rato las han presentado. Ambas lloran desconsoladas y ambas se han abrazado varías veces ya. Y ninguna de las dos, ni Sara, ni Naroa, ninguna de las dos, saben ahora, como tampoco sabían antes y como tampoco sabrán nunca, jamás, en la vida, que de haberse hecho una simple analítica en su momento, ahora Irati estaría seguramente viva. Y todo gracias a cualquiera de ellas. Gracias a Sara o gracias a Naroa, quienes nunca tan siquiera llegaron a plantearse la posibilidad de hacerse donantes de médula. Aunque solo fuese por su amiga. Irati. La misma por la que ahora lloran sin consuelo. La misma por la que ahora, en este momento y en este maldito funeral que no debería de estar sucediendo, dicen que darían hasta su vida. No solo un trocito de su médula. No. Darían hasta su vida. Porque ambas eran compatibles con Irati, aunque eso solo lo sabe la vida. Pero Irati ya no estará con ellas nunca más.



Dona médula. Dona sangre. Dona tus órganos cuando ya nos los necesites. Dona vida.