martes, 24 de mayo de 2016

Ahora que Julieta ya no quiere ni en pintura a Romeo (Una historia real de mi amigo imaginario. (Parte I y parte II. Historia (in)completa)




          PRÓLOGO



          Corría el año 1998 cuando, en el mes de octubre, decidí empezar a escribir mis memorias. No me costó apenas, elegir un título acorde a lo que allí iba a relatar. "Mis Desamores Y Yo". Para rematar faena, decidí ponerle un subtitulo también: "Aunque Creo Que Nunca Creí En El Amor". Comenzaba así contando mi vida, desde bien pequeño, casi un bebé, para, poco a poco, ir ascendiendo por todas y cada una de las diferentes etapas de mi vida: infancia, fase escolar, preadolescencia, adolescencia, postadolescencia, edad del pavo, edad del gallo, (porque, lo reconozco: gallo, he sido un rato), mi servicio militar, amigos pasajeros, amigos que aún perduran, mi primera borrachera, mi primer cigarrillo, a escondidas, por supuesto, mi primer fracaso amoroso, mi segundo, mi tercero, mi primera novia, llamémosle formal, mi primera discusión, la segunda, la cuarta, el desastre... la ruptura... Mi segunda novia, también formal, mi segundo desastre junto con mi segunda ruptura, mi primer trabajo, mal pagado, por cierto, mi primer sueldo de mierda, mi primer equipo de música de alta fidelidad, comprado a plazos y usando como entrada ese primer sueldo de mierda, mi primer coche, un Ford Fiesta blanco (también tuve un jersey amarillo, y no es broma), mi primer préstamo serio con avalista y todo (mi padre)... ese amigo que de repente un día se suicida, te lo encuentras tú mismo patas arriba en su propia casa y te deja partido por la mitad... Mi etapa de "mecomoelmundoo" y de perdido en la vida a la vez. El caos. Alcohol. Fiestas. Líos de faldas que no te llevan a ninguna parte (o a casi ninguna). Coches. Velocidad. Locuras. El típico "a que no hay huevos" y siempre, creérme, que siempre, había. Viajes. Desengaños. Risas. Llantos. Marrones... Y así, iba contando, día tras día, mes tras mes, año tras año, lo que iban siendo ¨Mis Desamores Y Yo (Aunque Creo Que Nunca Creí En El Amor)¨. Unas memorias que tenían principio: octubre de 1998 (o noviembre de 1971, según se mire), pero para las que nunca vislumbraba un final. Todo cuanto acontecía en mi vida, lo iba relatando. Todo. Hasta que llegó el 28 de diciembre de 2001. Aquel subtítulo, ¨Aunque Creo Que Nunca Creí En El Amor¨, dejó de tener sentido. Aquel día entró en mi vida la que hoy es mi mujer. Mi esposa. Mi mejor amiga. Mi compañera. Aquel día, entró en escena Julieta. Y con su nombre y obviando incluso la palabra "Fin", decidí ponerle el punto final a ¨Mis Desamores y Yo¨. Con letras mayúsculas. Así: "Y entonces, apareció ella: JULIETA". No volví a escribir nada más. Qué mejor final para una historia interminable, que el día en el que descubres que estabas equivocado. Que lo has estado siempre. Que el amor sí que existe. Que el problema era mío, que aún no lo había encontrado. Por cierto, que creo que aún no me he presentado: me llamo Romeo. 


          Ese boceto del que os acabo de hablar, de casi 200 páginas, aun a día de hoy sin corregir y sin pulir, sigue guardado a buen recaudo en el disco duro de mi Mac, copia de seguridad incluida en algún otro disco duro por ahí. Alguna vez me he planteado recuperarlo y darle forma, limarlo un poco y convertirlo en libro, aunque sólo sea en eso, "en libro"; en singular. En un único ejemplar que, elementalmente, reposaría en mi casa y sólo en mi casa, para que, llegada mi vejez, por ejemplo, mis hijos conozcan mejor a su padre a través de la lectura. Sepan cuales fueron sus virtudes y cuales sus defectos. Porque uno, ha tenido siempre  el don de identificarlos y de reconocerlos, y como no, de ser capaz de plasmarlos para siempre, transformados en letras, palabras, frases y páginas. Para bien y para mal. Pero nunca lo he hecho. Nunca he dado el salto de convertir mis bocetos en libro. Tampoco creo que lo haga. Falta de tiempo, pereza y alguna que otra excusa que no se me viene ahora mismo a la cabeza, tienen la culpa. Aunque han sido muchas las veces que he buscado en "Documentos" el archivo llamado "Mis Desamores Y Yo", y al azar, me he leído algún fragmento. Ya sabéis, la nostalgia, esa que es el patrimonio de los adultos. Y yo, a menudo, peco de nostálgico. A menudo sufro de nostalgia crónica.   


          A partir de aquel 28 de diciembre de 2.001, comencé una vida nueva. De nuevo tenía chica. De nuevo tenía novia formal. Aunque en realidad, tampoco fue del todo así. Creo que estoy exagerando un poco. Aquella noche, o mejor dicho, madrugada, nos despedimos sin coger cita previa. Ni ella conmigo, ni yo con ella. Adiós. Pues adiós. Hasta otra. O hasta pronto. O hasta vete tú a saber cuando. Como si nada hubiese pasado. Como si los besos que nos dimos, fuesen simples besos de alquiler. Cuatro copas, cuatro besos y a otra cosa, mariposa. Tres días después, fui yo quien llamó. ¿Poqué llamé? Vaya pregunta... Y yo que sé. Pero llamé. 


          - ¿Quedamos esta tarde para tomar algo? 

          - Uy, no puedo, tengo que currar.  Pero si quieres, quedamos a la noche" . 


          Cita concertada para aquella nochevieja. A las 3 de la mañana en la puerta del Boss, mi bar favorito. Lo era entonces y lo sigue siendo ahora, aunque que se llame ya de otra manera. Bonita forma de empezar el año, a la vez que el euro, aunque aquella noche las copas las pagamos aún en pesetas. A seiscientas el cubata. Poco tiempo después, el redondeo los puso a seis euros. Sonaba parecido, todo empezaba por seis, pero ni de lo lejos significaba lo mismo. Pero al lío, que me pierdo. No voy a decir que quisiese a Julieta desde el primer momento; estaría mintiendo. Nadie se quiere desde el primer día y el que diga que sí, pues eso, miente. Nunca he creído a la gente que me habla del amor a primera vista. Ni de los que se enamoran por internet y dicen ya quererse mucho antes de llegar a ponerse cara y poder tocarse de verdad. Yo, a Julieta, la quise con el tiempo. Al principio, simplemente, me sentía cómodo con ella. Era agradable, guapa, inteligente, sabía escuchar y tenía ese algo, ese yo que sé, ese qué se yo, que uno no sabe lo que es, pero que hace que te enganches y que no te apetezca desengancharse nunca jamas. Que desees que llegue la hora a la que te has citado, para estar con ella y preguntarle: "¿como te ha ido el día, tía? a mí hoy me ha pasado ´bla bla bla´", y soltarle entonces, y de buenas a primeras, una buena retahíla, de detalles que, quizás para ella, "ni fú ni fá", y por su mente solo esté pasando lo brasas que eres y el tostón que la estás metiendo. No, yo no fui de esas personas que, desde el primer día, presumieron de sentir mariposas revoloteando en el estómago. Yo, ni mariposas, ni ranas, ni golondrinas. Yo esas mariposas las siento hoy. Las sentí esta mañana y las siento ahora. Las sentí el día de mi boda y las he sentido otras cien mil veces: cuando hemos discutido, cuando hemos mandado todo a la mierda y al poco nos hemos reconciliado, cuando ella pasó por el quirófano y al terminar la operación, el cirujano, con una sonrisa, me dijo: -  ha sido un éxito -. Cuando nació nuestro primer hijo, cuando me decía te quiero después de hacer el amor... Cuando me decía te quiero, sin antes haberlo hecho, cuando nació nuestro segundo hijo... Ahí sentía yo las mariposas revoloteando por mi estómago. Mariposas, ranas, golondrinas y hasta tiranosaurios-rex. Las mismas que aún sigo sintiendo a día de hoy, pero que no sentí el primer día. Ni siquiera el primer mes. Ni el segundo. Ni... vete tú a saber. 


          Estuvimos juntos casi quince años y sobrevivimos cada día durante todo ese tiempo. Con nuestros altibajos, con nuestras historias, sus enfermedades, las mías, que nos endurecieron a los dos, o nos derrotaron, nunca lo tendré del todo claro; con nuestras risas, nuestras broncas... Con nuestros maravillosos hijos, que nos dieron y nos seguirán dando la vida... Hasta que, un día, uno de los dos, se cansó y decidió no seguir el camino juntos. Aquel día tenía nombre propio y apellidos; aquel día se llamaba 20 de junio de 2015. Y aquí empieza la historia de desamor de Julieta y de Romeo. Aquí empieza la historia de esa Julieta que ya no quiere ni en pintura a Romeo. 







          Parte I






          20 de junio de 2015. Sábado. Día 1.


          No me lo puedo creer. Es imposible. ¿Ya no me quiere? Me lo dice a las 8 y pico de la mañana, recién levantados de la cama, aunque no soy del todo consciente hasta casi las 6 de la tarde, cuando llama delante de mí por teléfono a sus padres y se lo cuenta. "Ama, que nos separamos". Y aquí me echo a temblar. Y me siento equilibrista sin pértiga y sin red. Siento el miedo, su miedo, en lo más profundo de mí. Ellos bajo su carpa del circo. Yo bajo el techo de la cocina de mi casa. 


          Mi mundo se desmorona. Mi mujer. Mi esposa. Mi amiga. Mi mejor amiga. Mi protectora. Mi héroe. Mi puto héroe. Mis hijos. Mi casa. Mis planes a corto plazo. Mis planes a medio plazo. Mis planes a largo plazo... Mi vida. Mi futuro. Mi alma. Mi mundo. Mi universo. Mi todo. Mi todo de todo. Cuando más allá de las fronteras del significado de "todo", ya no queda nada. Nada de nada. Absolutamente nada de nada. Mi mundo se desmorona. 


          Y vuelvo al tabaco. Casi 10 años sin fumar, tirados a la basura. Pero la ansiedad y el dolor del alma, vencen al vicio y al miedo ante cualquier enfermedad ya diagnosticada; también al mensaje de aquel doctor: ¨deja inmediatamente de fumar¨. Y vuelvo a las cervezas. Tampoco muchas, pues con dos o tres ya voy chispa. Demasiado tiempo sin beber. Mi primer confidente, mi amigo Tino. Un paseo y un par de tragos, me hacen llevar la tarde con un poco de ánimo. Aunque no sé si estuve a la altura con él o tan sólo conmigo mismo. Lo reconozco; creo que no le hice ni puto caso. Él en su mundo y yo en el mío. O mejor aún, yo en el mío y él en el de los dos. Esa es la función de un buen amigo cuando las cosas van jodidas para el contrario. Quien pague las copas, casi que da igual. 


          Llega la noche. La temida noche. Larga charla en esa misma cocina otra vez con ella. Con Julieta. Con la que, a efectos legales, aun es mi mujer. Es el fin de nuestro matrimonio. No me cabe duda. Pero no lo asimilo. Tampoco quiero hacerlo. Se me ha quedado atascado antes de llegar al esófago, en plena garganta. No me veo capaz de tragarlo, como para digerirlo... Lágrimas. Ambos. Millones de lágrimas. Abrazos. Besos de cariño. En la cara. Solo en la cara. Súplicas, "porfavores", "tequieros". Una y otra vez. Alternándose entre ellos. Y más millones de lágrimas. Y más abrazos. Y más besos. De nuevo solo en la cara y de nuevo solo besos de cariño. De mucho cariño. No me dejes. Sí te dejo. No me dejes. Sí te dejo. ¿Estás segura? Sí, lo estoy. No me dejes. Sí te dejo. Y me dejó. Bueno, no, qué coño, no me dejó.  Ya me había dejado por la mañana. A las 8 y pico. Recién levantado de la cama. En aquella misma cocina. Roja y negra. Colores que ella misma eligió. Hasta el reloj de pared lo eligió ella; uno con los números en grande, los pares en blanco, los impares en negro. Yo quería uno muy chulo de Mazinger Z, también rojo y negro, que quedaba molón con la cocina, pero no hubo manera. Que si a donde íbamos con un reloj de Mazinger, que si joder con tu puta nostalgia... que si... que si... En fin... Lo de siempre. Y como siempre, perdiendo quien narra. 

          No dormí. Me acosté a su lado, pero esa noche no dormí. Nada. Ni si quiera con el par de Lormetazapanes que me tomé. Cualquiera lo hace... Ella creo que sí. Como un roble. Como siempre lo ha hecho. Yo, en lugar de dormir, tan solo lloraba. En silencio. Protegido por la oscuridad que dan la noche y una persiana bajada. Como lloran los desamparados. Los locos. Los gilipollas. Los que ven como se derrumba su vida y no tienen nada que hacer. Desahuciado de su vida, de la vida de Julieta. Herido de muerte. O casi de muerte. Porque aquí sigo. Aquí estoy. De amor nadie se muere, que dicen por ahí. Lo que no tengo claro, es si se puede morir de desamor. Aquella iba a ser la primera velada de una colección de noches muy duras por venir. 








          21 de junio. Domingo. Día 2.


          Sigo sin creérmelo. La mañana se hace larga. Los niños me hacen compañía ajenos a la tormenta. Hay feria medieval cerca de mi casa y allí me refugio con ellos. Mi amiga Olga se viene conmigo también. La noche anterior, me dio el abrazo más cálido y sincero que me hayan dado jamás. De esos que te abrazan el alma, además del cuerpo. No me entra nada. Veinticuatro horas sin probar bocado y un enorme vacío en el estómago, me ayudan a que, siete u ocho cervezas a lo largo del día, si no son más, me recuerden el tiempo que llevo ya sin beber.


          Ya por la tarde, el cumpleaños de un amigo de mis hijos nos obliga a estar juntos. Compartimos mesa en un local de alquiler preparado para este tipo de eventos. Y compartimos risas, para qué negarlo. 


          - ¿Qué tal estás? 
          - Yo mal, y tú? 
          - Bueno... Bien no estoy, pero creo que esto que va ser lo mejor para los dos.
          - No sé, si tú lo dices... pero yo creo que no.
          - Que sí, que seguramente sí. 
          - Que no, que seguramente no. 
          - Sí, sí que lo va a ser.
          - No, yo creo que no.

          Me fijo. Ya no tiene el anillo. Su anillo de boda. Su alianza. Se la ha quitado. Le hago partícipe de mi observación. Me dice que si quiero, se la vuelve a poner. Le digo que se la ponga, pero sólo si ella quiere, que no lo haga sólo porque yo se lo pida, y que, además, tampoco se lo estoy pidiendo. No se la pone. Yo no soy capaz de quitarme la mía. Me queda tan bien... Lleva tanto tiempo conmigo... Creo que la llevo soldada a mi piel. Soldada a mi dedo. Pegada a mi alma. Una vez la perdí. La busqué y la rebusqué y la volví a buscar y otra vez a rebuscar. Una fisioterapeuta de la mutua donde me estaban tratando un ataque severo de lumbago, me dijo que le pidiése a un tal San Antonio para que apareciese. Y yo, que no creo en esas cosas, a la desesperada, se lo pedí. "Que aparezca mi alianza". Apareció al día siguiente. Os lo juro. La encontró mi mujer en el coche, donde yo ya había buscado veinte o treinta veces. Tirada en el suelo. Allí antes no estaba, de eso estoy muy seguro. Se lo conté a la fisioterapeuta de la mutua, a lo que me dijo, sin inmutarse: "yo sabía que si lo pedías de corazón, te iba a aparecer. Se lo has pedido y ha aparecido. Ahora, tú cree lo que quieras". Me hizo pensar. Y aún es algo que tengo presente. Yo, que no creo. Yo, hombre de poca fe... Mi alianza de nuevo conmigo. Yo, que ahora no puedo quitármela. Yo, que me la puse diciendo aquello del "parasiempre", y aquello de "enlasaludyenlaenfermedad...". Yo, que no quería casarme. Yo, que no me hubiese casado de no ser porque ella me convenció... Yo, que no hubiese dicho que sí, si ella no se hubiese enfadado por decirle primero que no. San Antonio... El Santo de las cosas pérdidas. Y ahora resulta que voy y pierdo a mi mujer... Quizás, si se le pido ahora también... 


          Aquella tarde en aquel cumpleaños, hablamos de nuevo. Hablamos mucho otra vez. Yo que sí, ella que no. Yo en positivo, ella en negativo.


          - Va a ser lo mejor para los dos. 
          - Yo creo que no. 
          - Que sí, hazme caso.
          - Que no, hazme caso tú a mí. 
          - Que va a ser lo mejor, ya lo verás. 
          - Puede que no. 
          - Puede que sí. 
          - No nos lo merecemos. Así, sin más.... 
          - No podíamos más. 
          - Vamos, mi niña. 
          - Tú tampoco podías. 
          - No tires la toalla. 
          - Tú tampoco podías. 
          - Yo sí que podía. 
          - Tú tampoco podías y lo sabes. 
          - Habla por ti, coño, qué puta manía. Yo sí que podía. Tú igual no, pero yo sí.
          - Vale, perdona. 

          Lo acepto, no hay otra. Bendito 28 de diciembre de 2001. Bendito 8 de septiembre de 2007. Maldito 20 de junio de 2015. Lo hago público. Se lo cuento a mis mejores amigos. A unos por WhatsApp. A otros, los menos, directamente, les llamo, aunque lo que menos me apetece ahora, es hablar con nadie que me haga preguntas. Algunos ya lo sabían. Se lo había dejado caer el día anterior. Todos te animan. Todos te dicen que "será pasajero". Ninguno quiere ser responsable de que te derrumbes. No más de lo que ya estás. Aunque sea tarea imposible. Tú has tocado fondo. O eso te crees, porque lo peor está por llegar. Vuelves a casa. Y aunque la tienes llena de juguetes, de vida y de niños, la encuentras vacía. Ya no hay amor. Bueno... sí que lo hay. Hay mucho. Una barbaridad. Pero solo el de una de las partes. El amor de la otra parte, el de tu esposa, el de tu amiga, tu confidente, tu protectora, tu compañera, tu héroe, el de tu puto héroe, se ha ido con sus pretensiones, con sus propios planes y pensamientos, lejos de ti. Lejos de aquel 28 de diciembre en aquella discoteca, donde entró ella a matar, mientras yo, solo charlaba y mis únicos planes de futuro pasaban por si, mi próxima copa sería un Brugal con Coca Cola, o un Gin Kas de Tanqueray. Lejos de aquella discusión sobre si nos casábamos o no. Que si, que no, que sí, que no. Lejos de aquel sábado de boda en aquella playa y en aquel puerto viejo lleno de sol, donde nos aplaudieron y nos llamaron guapos hasta los desconocidos. Lejos de Roma, Florencia o Venecia. Lejos de la Fontana de Trevi, donde, mi deseo al tirar la moneda, fue que aquello durase toda la vida, lejos del puente Rialto y de la ilusión de dos recién casados que disfrutaban de su hermosa luna de miel por la bella Italia, comiendo pizza y pasta. Lejos de lo que un día fuimos y, quizá, ya nunca volvamos a ser. Y la palabra "nunca", a veces duele más de la cuenta. Y sigo llorando. A mares. A océanos. Igual que un niño a las puertas de un colegio en su primer día de clase. Igual que una esposa en el pasillo de un hospital cuando le dicen que su marido ha fallecido. Que nada han podido hacer. Como lloró mi madre cuando murió mi padre y a mí me quemaba la rabia y la puta y maldita impotencia y solo me salía decir mierda, mierda, mierda, mierda, y otra vez, mierda. 

          Llegamos a casa. Ella se va a la cama. Ambos sin cenar. El hambre ha desaparecido en este hogar. El placer de la gula también. Me pongo el pijama con la misma intención de acostarme también. Y en estas, se me cae el techo encima. Se me hacen pequeñas las paredes de casa y todo me oprime. Me visto de nuevo y me voy. Mis amigos Karla y Txema me dan consuelo en su casa. Me obligan a comerme un yogur. No se lo pueden creer. Nadie se lo puede creer. Yo tampoco. Nunca estaré solo. Eso lo sé. Tengo grandes y buenos amigos. Pero me encuentro vacío. Vacío del todo por dentro. Como el cuerpo hueco de una víctima de cualquier asesinato o muerte accidental al que le hacen la autopsia y le extraen casi todos sus órganos para poder pesarlos y analizarlos con detenimiento. Como un muñeco de trapo al que le han quitado el relleno. Como la cisterna del baño después de tirar de la cadena en un día con cortes de agua. Y entonces comprendo que el alma también duele y que, ningún analgésico ni droga más dura, logra esconder ese dolor. 

          Regreso a mi casa a las tantas de la mañana. Me meto en la cama y sigo llorando, en silencio, con ella a mi lado. Espalda con espalda. Culo con culo. Derrotado. Abatido. 




          22 de junio. Lunes. Día 3.


          Todo sigue igual en esta casa. 100 metros cuadrados de hogar y 10.000 kilómetros cuadrados de soledad. Lo intento de nuevo. Mira que soy tonto... No quiero hablar con ella en persona. Tiemblo solo de imaginarlo. Le mando un WhatsApp un tanto atípico. Si alguien me enviase algún día un mensaje como ese, abandonaría todo sin condiciones. Aunque fuese el chino de la tienda del barrio. Es un mensaje llenito de amor. De ternura. De súplica. Justo lo contrario a lo que se debe hacer y eso lo sé. La teoría es cantidad de sencilla. No me lo han dicho veces ni nada... "Sabes que ya no", es su respuesta. Así de seca. Así de cortante. Así de sencilla. "Sabes que ya no". ¨Ya no¨.  Lo sabes. Lo sé. Nada que no me esperase. Claro que lo sé, pero me agarro a un clavo ardiendo. A un puto clavo sucio, oxidado y ardiendo, le digo. Me pierde la sinceridad. Siempre me ha perdido. Calladito estaba más guapo. Pero a mi edad, ya no es fácil corregir determinados vicios. Soy de los de, al pan, pan, y al vino, vino. Al tonto le llamo tonto y al encantador le digo que me encanta. Ya no insisto más. No hay motivos para hacerlo. En el fondo, yo soy consciente también de que las cosas no nos iban para nada bien. Discutíamos mucho. Demasiado. Día sí, día no. A veces, día si, día también. No voy a negarlo. Mentiría de lo contrario y mentir, no va conmigo. Varias veces fui yo mismo quien dijo lo de "yanopuedomás", "estoseacabó". Incluso, una mañana de frío de tampoco hace mucho, saqué la maleta del armario y comencé a llenarla de ropa. ¨¿¡Pero qué haces, estás loco...!?¨, me dijo. Saqué la ropa y guardé la maleta en su sitio de nuevo. Sí, estaba loco. Un beso, un abrazo, algún "tequiero", "noyotequieromás"y todo olvidado. Y así siempre. Cerrando capítulos sin cerrar las heridas. Ese pudo haber sido nuestro error. De hecho, creo que ese fue nuestro error. Quizás no el único, pero sí el más grande y el que nos ha traído hoy hasta aquí. 


          Hoy doy por fin un paso importante. Me quito mi anillo. Mi alianza. Mi preciada y preciosa alianza. La miro. Por dentro y por fuera. La miro y leo el grabado de su parte interior. Una fecha y un nombre. En el nombre, Julieta. La miro, la miro, la vuelvo a mirar y al final la guardo. Ya no sé dónde. Si algún día la necesito por alguna razón, aunque sea para venderla y pagarme el tabaco o algún vicio más caro, tendré que buscarla. Y no, creerme que no lo digo por adornar. 


          Esa tarde, decidimos ir juntos a buscar a los niños al colegio, que han pasado el día de excursión. Todo parece tan normal a los ojos del resto... Somos la pareja perfecta, que nos han dicho mil veces. Aun hoy me lo siguen diciendo. La pareja perfecta. Ella, la guapa. Yo, el simpático. Ella, la cara amable. Yo, el protestón. Ella, la cuerda. Yo, el trastornado. Ella, perfecta. Yo, con el chivato encendido marcando "error en sistema". 

          Ya por la noche, repaso en mi móvil todas mis fotos. Bueno, corrijo y empiezo; ya por la noche, repaso en mi móvil todas sus fotos. No quiero borrarlas. Ni quiero, ni debo. Son parte de mi vida. Porque ella ha sido eso; ha sido mi vida. Creo en el móvil una nueva carpeta a la que nombro como "AAA", con un "9999)" delante para que, automáticamente, se bajen hasta el final de la App denominada "galería de fotos", con el fin de guardarlas todas allí y con la intención de esconderlas ante cualquier amago de mirarlas. Con la intención de colocarlas lejos de mí. Todo lo que uno no quiere encontrar, descansa siempre mejor en el fondo, ya sea de un pozo, de una gran caja o de un pequeño cajón. Tengo más de 2.000 fotografías suyas solo en mi móvil. En el ordenador de casa, la cosa ascenderá, seguramente, a más de 10.000. Se me hará duro volver a mirarlas. Fotos de cuando éramos felices. De cuando no escondíamos querernos. Ya no me pertenecen, aunque sean la parte más bella de mi vida. Al menos más bella hasta ahora.

          Una vez que termino la faena, tarea que me lleva un buen rato, una pregunta en forma de canción sin respuesta, me taladra de nuevo la cabeza: "¿Qué puedo hacer para vivir y no echarla de menos?" Me acuesto con la idea preconcebida de que será otra noche más sin dormir. Y así resulta ser. 








          23 de junio. Martes. Día 4.


          Noche mágica. Noche de San Juan. Y de hogueras con deseos. O eso cuentan las leyendas. Le pido a las brujas y al fuego que nos acerquen un poco; aunque solo sea un poco. Que acorten distancias entre los dos. Que nos den una nueva oportunidad. Que nos permitan querernos de nuevo. Pero ni las brujas ni el fuego me escuchan. Y si lo hacen, ignoran mis súplicas. Por eso son brujas. Si total, yo nunca creí en esas cosas; porqué iban a escucharme. O sí... Quien sabe, si a estas alturas, ando del todo perdido. Yo, que nunca creí del todo en el amor. Yo, que nunca lloraba. Yo, que nunca creí en brujas. Yo, que siempre animaba a mis amigos cuando les dejaban sus chicas, para que viviesen la vida y les decía que de amor ya nadie llora y que quien lo hace, solo era un tonto. Y ahora soy yo quien llora y se pregunta en silencio, como dice otra vieja canción que también taladra mi mente: ¨¿qué ha sido del te quiero para siempre, del amor que no moría y ahora está aquí de cuerpo presente?"


          El día pasa sin interés alguno. Casi que ni recuerdo lo que hice. La noche se hace larga. Muy larga. El sueño ha dejado de ser mi amigo y el insomnio se apodera de mí y me cricifica. Claro, que este problema del mal dormir, ya me viene de largo, pero ahora se me acentúa y se convierte en una especie gigante malo. 









          24 y 25 de junio. Miércoles y jueves. Días 5 y 6.


          Sin novedad en mi vida. En realidad, no sé porqué espero que algo cambie, con lo fácil que sería pensar justo lo contrario y dejarme llevar por la corriente de la situación. Claro, que tambien es cierto que solo los peces muertos se dejan arrastra por la corriente. Pero no me queda más opción que la asimilación y la aceptación. El trato es bueno por ambos. Somos cordiales. Muy cordiales. Seguimos haciendo vida bajo el mismo techo. Compartiendo casa. Cocina. Cubiertos. La barra de pan. Y la cama. Pero separados por un gran bloque de hielo que no lo derrite ni el fuego más vivo. Ella, en su mundo de princesas, yo, en el mío de dragones. 


          El jueves 25 por la tarde, mi amiga Martina me anima y me da charla frente a unas cervezas. Martina también ha pasado por algo similar no hace mucho tiempo y me aporta su experiencia. Aunque su rollo fue bastante distinto. Ella le dijo un día al garrulo de su chico "se acabó, ya no te aguanto", y su chico hizo la maleta y desapareció, sin hacer preguntas. Como haría un robot. Tampoco me engaña. La noto triste. Muy triste. Yo creo que se tiró un largo y le salió mal. Pero solo lo creo. No me atrevo a preguntarle; me parece cruel. Si me lee, ya se dará por aludida y me lo contará; si quiere, claro. También es cierto que su chico pasaba de ella y que iba a su puta bola. Era más importante su moto, que Martina. Anda a la mierda.

          Sigo fumando. Voy a paquete diario. A veces más. Sé que algunos días han caído hasta tres, pero no es la norma, cierto. Y las cervezas son mi más preciado alimento. Mi biberón. Mi desayuno, mi comida, mi merienda y mi cena. Mi plato de cuchara. También mi picoteo entre horas. Los niños siguen sin saber nada de nada. Mejor así. Ya llegará el día de tener que sentarnos con ellos y soltarles, así, de buenas a primeras, que la familia ha sufrido grietas. Que ya no somos cuatro. Pero que vamos a quererles igual y que ellos siempre serán lo primero. Pero de momento, mejor que no sepan nada. Bendita inocencia infantil. Y yo que quería crecer...

          Al llegar a mi casa de nuevo, pasada la media noche ya y tras picotear algo con Martina por el centro de Bilbao, cojo mi móvil y abro mi WhatsApp. Busco su nombre en contactos: Julieta. Y tiro hacia atrás en nuestra conversación. Hacia atrás. Hacia atrás... Casi un año hacia atrás. Y leo. Y leo. Y sigo leyendo. Me leo todos, absolutamente todos los mensajes de WhatsApp que nos habíamos escrito y enviado en el último año y medio. En el fondo, y creo que ya lo he dicho antes, Julieta tiene su parte de razón. Mucha razón. Discutíamos mucho. Muchísimo. Queda en evidencia tras leer todos los mensajes del móvil. Por chorradas. Casi todo por chorradas. Ni una discusión por algo serio. Ni una. Los dos tenemos fuerte el carácter y cualquier chispa, hace que estalle el polvorín del "amor-odio" que ambos llevamos dentro. Aunque visto de fuera, coño, si casi siempre soy yo el culpable. El que le mete fuego a la mecha del cohete. Sigo leyendo sus WhatsApps y descubro también que, entre discusión y discusión, asoman cien mil emoticonos con forma de corazón. Cien mil te quieros. Yo más. No, yo más. No, yo mucho más. No, yo mucho mucho más. Qué bobo... No, más boba tú. Y más corazones. Y en la guerra del "yo más, no yo más", generalmente, `pierde siempre quien gana´. Cuando por fin decido acostarme, sé que lo que me espera, es otra noche de vueltas y vueltas en la cama. Otra noche de mierda regada con ansiolíticos inservibles. 









          Día 26 de julio. Viernes. Día 7.


          Al despertarnos de buena mañana, estalla nuestra primera discusión de matrimonio roto. Lo reconozco, soy yo quien la provoca, financia y atiza. Que si esto es "así", que si esto es "asá". Que si tú, que sí yo. Que si futuro. Que si piso. Que si futuro. Que si dinero. Que si futuro. Que si tú. Que si futuro. Que si yo. Que si futuro. Que si Custodia. Que si Futuro. Confusión. Futuro. Desconfianza... Futuro... Nada serio. A los 10 minutos se nos pasa. A mí por lo menos. Llegados a este punto, desconozco su habilidad para disimular. Creo que ella llevaba tiempo simulando quererme sin hacerlo. Buscando el momento apropiado para patearme el culo y darme el bote de su vida. Pero solo lo creo, no puedo afirmarlo. La última vez que me dijo un te quiero, no hacía más que un par de días. Por eso no encajo este puzzle. Me sobran piezas y me falta espacio en la mesa para seguir encajando. No le doy más importancia a la discusión. Posiblemente, toda ella, fruto de la hostilidad y la mala baba que generan el dormir con tu enemigo y no poder darle una buena hostia, pero tampoco hacerle el amor. No poder liarte a tiros con él, pero tampoco declararle una tregua. No poder cagarte en Dios y en lo más barrido, pero tampoco tener cuerpo para flores, pasteles y halagos. Un enemigo extraño al que además quieres y adoras. Un extraño enemigo al que sigues amando, aunque sea en silencio. Aunque a la vez empieces a odiarle. 

          Cafecito poco más tarde en Ikea con los niños y con mi amiga Bea. A veces sucede que hay gente a la que conoces de bien poco y logra sorprenderte gratamente. Y Bea es una de ellas. Nos acaba invitando a comer. Que sí. Que no. Que sí. Que no. Y fue que sí. Su niña. Los míos. Su chico. Ella y un servidor. Nunca discutas con una mujer ni tan siquiera por asuntos del pagar. Pierdes de todas las maneras. Y disfruto de la presencia y de los consejos de una gran y encantadora persona. Ayer conocida, hoy estupenda amiga. "Cuentaconmigoparaloquesea". Que sí, que es lo típico, que todo amigo de buen corazón te lo dice en los malos momentos, pero es que, a Bea, la he visto en persona cuatro o cinco veces a lo largo de mi vida. Y desde el primer día, todos o casi todos los días siguientes, se ha preocupado de mí. De aconsejarme. De asesorarme. De preguntarme. De saber donde y como voy a dormir o con quien estoy y como lo estoy pasando. Incluso no estando ella tampoco en su mejor momento en lo que a su salud se refiere. "Tevienesamicasa", "alacasademichico", "alacasadecantabria", "quetengobicienelpasillotio". Y esas cosas no se olvidan. Se guardan en el cajoncito de la "C", el de las"Cosasimportantes". Más de una vez, cuando todo iba bien, hablando con Julieta de broma sobre irnos con otros u otras, de rehacer nuestras vidas con terceras personas, de cuernos y cosas de esas, conversaciones tontas que deberían de sobrar en una pareja feliz, me decía, - si me dejas un día por otra, fíjate que por Bea, que no me importaría, porque es "guapaguapísima" y todo un encanto -. Y eso que la conocía aún menos que yo. - Oye... buena opción, no te creas, no me lo digas dos veces -, era mi respuesta. Venga... Y nos reíamos. Ni de coña te dejo yo por nadie, pensaba para mis adentros. Y nunca lo hice. Ni de coña. 

          Ya por la tarde, a esto de las 6, meto a mis dos hijos en el coche, maletas y bicicletas incluidas, y cogemos carretera dirección a Salamanca. Allí me esperan mis amigos Karla y Txema, que han salido también de viaje poco antes que yo. Sin duda, mis mejores amigos. Esos que saben hasta como huelen tus pedos. Él, amigo de la infancia, desde niños, desde bien niños. Compartimos hasta novias (jijiji). Ella, otro encanto. La mejor compañera, amiga y esposa que mi mejor amigo podría tener. Ambos, los padrinos de mi hijo mayor. Todo un honor que aceptasen. El viaje se me hace largo. Muy largo. Tengo que parar dos veces. Un cafecito primero y una cervecita después. Sin alcohol, sobra que lo diga, aunque si hubiese sido ¨con¨, tampoco lo iba a contar aquí. Y media docena de cigarros en cada parada. Una de ellas por placer, aunque la definición se me quede grande. Pero para quien narra, el café será siempre un placer. La segunda, por necesidad. No puedo seguir conduciendo. Tengo los ojos llenos de agua salada y no es precisamente agua del mar, ni tampoco Rhinomer o mierdas del estilo. Mis gafas de sol me ayudan a esconderles el detalle a mis hijos, a los que prometo un fin de semana estupendo junto con su amigo, casi primo, Iker; mi sobrino postizo. "Biiiieeeeeeen". Preguntan otra vez porqué no viene su madre también, porque siempre viajábamos todos juntos; los cuatro. Como una pareja de cuento de hadas. Como una familia perfecta. Sonrío y les digo cosas bonitas, pero sus preguntas consiguen hundirme. Como explicarles que esto va a ser ya siempre así... "Aita, agua. Aita, patatas. Aita, mira. Aita, esta peli no va. Aita, agua. Aita, patatas. Aita, a la derecha vacas. Aita, gominolas. Aita, qué pone ese cartel?. Aita, qué lleva ese camión?". Miro a mi derecha, hacia el asiento del copiloto, donde siempre viajaba ella, Julieta, donde siempre me daba conversación, donde siempre decidía la música que teníamos que escuchar, donde siempre respondía a las preguntas de los niños, y lo encuentro vacío. Tanto como yo. "Aita, agua. Aita, patatas. Aita, chuches. Aita, PARAAAAAAAAAA, que la peli no vaaaaaa. Aita, y ese camión qué lleva...?¨. Aita, y ama, porqué no viene?

          Y hoy es la primera vez que al acabar el día y en tierras de Salamanca, algo cambia dentro de mí. Hoy es el primer día que me digo, ¨venga, que tú puedes, chaval. Que nada pasa por nada en esta jodida y puta vida. Si se fue, es porque no era para ti. Y si mañana le da por volver, que tú ya estés lejos. Te dejó marchar y quien la cagó, fue ella, no fuiste tú. La cabeza bien alta. Mi única responsabilidad, será haber dejado de confiar en quien un día me llevó al altar. No todo el mundo tiene la suerte de compartir la vida contigo. No todo el mundo tiene la suerte de tenerte a su lado. Venga, Romeo, que tú eres un crack. Un puto crack. Autoconsuelo lo llaman. Pero hasta hoy no había sido capaz de hacerlo. Quien sabe... Quizás estoy empezando a ganarle la batalla a esta mierda del amor. Quizás tan sólo sea un subidón gracias a las drogas legales que se compran en farmacia. Pero hoy, que toco fondo, más abajo ya no puedo llegar. Hoy me prometo empezar la izada. ¨Tira de mí´, me digo en silencio, aun sabiendo que nadie me escucha. ¨Tira de mí¨. 








          Días 27 y 28 de junio. Sábado y domingo. Días 8 y 9.


          Despertamos en Salamanca. Mis amigos se portan estupendamente conmigo. Conmigo y con mis hijos. No me dejan solo ni un segundo. Un fin de semana triste, pero genial. De bicis, de niños, de amigos, de río, cervezas, jamón y noches de estrellas. Ninguna fugaz, así que me quedo sin pedir un deseo. Lo hace mi hijo por mí, el mayor, que aunque no las haya, ve estrellas fugaces por todas las partes. - Que nos toque la lotería -, me suelta. Ojalá, pero no compartimos deseo, cariño. Lo pienso, pero no sé lo digo. A un niño jamás se le quita la ilusión. Sonrío y le sigo el juego. Eso, que nos toque. Que las penas con pasta, son menos penas. O eso cuentan. Los ricos porque lo saben. Los pobres porque no les queda otra, pero sobre todo, por fe. Que nos toque la lotería. Aunque ese no sea mi deseo. 


          Las noches son duras allí. Bueno, allí y en cualquier parte. Pero ahora, la mujer a la que tú quieres, está lejos de ti. Lejos en la distancia y lejos en el corazón. Solo tres semanas antes, habíamos estado juntos aquí. En este mismo pueblo. En esta misma casa. En ese mismo río. Riendo. Comiendo. Cenando. Durmiendo. Haciendo planes. Planes de futuro inmediato. Planes de futuro intermedio. Planes de futuro lejano. Hasta planes de bodas ajenas. Verano. Granada. Testigos, ella y yo. Bonita propuesta que ambos aceptamos hacía solo tres semanas sin tener siquiera que pensarlo. Planes... Futuro...

          La vuelta a casa el domingo fue dura. Más dura que la ida. Volvía a una casa que ya no sentía mía. A una casa vacía. Vacía de amor. Dormiría otra vez con ella. Ella mirando hacia un lado, yo mirando hacia el otro. Ella hacia la pared, adornada por un vinilo gigante en forma de flor. Yo hacia la ventana, cubiertas por unas cortinas, que al igual que la flor, ella eligió. Otra vez con un gran bloque de hielo entre medias. Sin siquiera llegar a rozarnos. Guardando un profundo respeto el uno por el otro, como pocas parejas, rotas o unidas, se puedan guardar. Ella pensando en sus cosas. Yo pensando en ella. Ella sabiendo que ya no me quería. Yo sabiendo que todavía la amaba. Ella durmiendo. Yo despierto. Ella soñando. Yo ahogándome en mis lágrimas. Seguro que jodidos los dos. Hablo por ella sin saberlo realmente, pero tampoco ha de ser fácil estar en su piel. Y por eso mismo la sigo y seguiré adorando. 




          29 de junio. Lunes. Día 10.


          Tanto los niños, como la que hasta no hace nada, era mi mujer, se van dentro de un par de días de vacaciones a la costa del sol. El viaje estaba programado con anterioridad a la ruptura, así que, no hay impedimento alguno por mi parte para que sus planes sigan adelante. Estos dos últimos días del mes, decidimos entonces que los niños los pasen conmigo, porque luego les echaré mucho de menos. Por mayoría absoluta infantil, me los llevo a comer al McDonalds, donde disfrutan como los niños que son. Ausentes y ajenos a la realidad de la situación de sus padres. En su mundo de juego. De ternura. De llorar porque nos les compras todo lo que quieren. Con sus chuches. Sus juguetes. Su chocolate blanco. Sus cromos. Su huevo Kinder, chocolate, sorpresa y regalo a la vez. Su paquete de gusanitos... Después de unas hamburguesas de dudosa calidad, por mucho que la publi de McDonalds se empeñe en convencernos de lo contrario, que ellos devoran y que yo dejo casi entera en su caja de cartón, pasamos la tarde con varios de sus amigos del cole. Los niños jugando, los mayores tomando cervezas. Se lo pasan de miedo haciendo guerras de agua, con globos, e incluso con cubos. Llegamos a casa y amatxu aún no está. Llegan empapados de la guerra de agua. Les baño. Y mientras juegan en la bañera, escribo otra de esas desesperadas y bonitas cartas de amor. Es la última, me prometo, sin saber si seré capaz de cumplirlo o no. Julieta la lee delante de mí cuando, media hora más tarde, regresa a casa. A nuestra casa. A esta casa extraña y vacía. No veo un solo síntoma de emoción en su expresión. La he visto más ilusionada con novelas que decían menos cosas bonitas que mi puta carta de amor que con, y perdón por repetirme, mi puta carta de amor. Hablamos de nuevo. Ella insiste en que la separación es lo mejor para los dos. Lo peor es que, pasados los días y pensadas las cosas en frío, sé que tiene razón. Aunque ella nunca me ha preguntado si yo quiero lo mejor, porque quizás, yo no quiera ya la parte buena, quizás yo quiera lo que sea, pero con ella a mi lado. Solo con ella. Fuese lo mejor o fuese lo peor. Sin condiciones. Nada podría ser mejor lejos de ella. Nada. Pero no insisto más. No merece la pena. Lo tiene todo tan claro... Tan claro... Ella a Boston y yo a California. 

          Volvemos a acostarnos. Juntos, pero separados. Uno al lado de otro, pero uno uno en China y el otro en Nueva York. Ella durmiendo. Yo pensando. Ella mujer. Yo hombre. Ella liberada. Yo roto. No he vuelto a dormir más noches con ella. Esta fue la última. Y eso, en parte, me ha liberado bastante.








          30 de junio. Martes. Día 11.


          Mañana se van mis hijos de vacaciones. Un mes. Todo un mes. Ella también. Y aún pecando de mal padre, no sé cuál de las dos opciones me duele más. Los niños sé que me echarán de menos. Ella sé que no. Los niños sé que me seguirán queriendo a la vuelta. Ella sé que no. Los niños sé que preguntarán por mí. Ella sé que no. Los niños me esperan a finales de mes en la costa del sol, porque aún creen que iré, tal y como recogía el guión antes de la separación. Ella sé que no. Los niños no saben nada. Ella lo sabe todo. Sabe más que yo, que aún no sé porqué estamos en esta situación, aun siendo consciente de que las cosas no nos iban del todo bien. Los niños llevan mi sangre. Ella no. 

          Pasamos este último día en la piscina. Los niños la gozan. Yo de vez en cuando tengo que esconderme en la cafetería para que no me vean tan triste. Cerveza viene y cerveza va. Un cigarro tras otro. El día se me hace eterno. Mañana ya no estaré con ellos, pero siento que no estoy disfrutando de su compañía como debería disfrutar. No. No es que lo sienta. Es que fue así. Fue un asqueroso día de piscina para olvidar. Al menos lució el sol, y eso, en mi tierra, ya es mucho. 


          Después de cenar en casa de mi madre con la intención de que se despidiese también de los niños, regresar a mi casa y acostar a los peques, decidí hacer tiempo. Se irían de madrugada, sobre las 4 de la mañana. Y yo quería estar allí. Verles marchar. Poder despedirme. Decirles adiós. A los tres. Desconocía esa faceta autolesiva de mí, pero es lo que tiene el amor. O el desamor. Según se mire. Me marché de casa nada más acostarles. Primero fui al bar de mi amigo Txema, que por norma, cierra tarde. Me tomé dos o tres cervezas. O cuatro. O cinco. Yo qué sé. Me fumé un paquete entero de tabaco. Quizás dos. Cogí el coche y me puse a conducir. Sin rumbo. Sin dirección. No recuerdo ni por donde pasé. A veces lento. A veces rápido. En silencio. No he sido capaz todavía de escuchar música. Todas las canciones me hablarían de ella, porque todas las canciones hablan de amor. De amor y sobre todo de desamor. El puto y malvado desamor, íntimo amigo, primo hermano del amor. 


          Entré en casa poco antes de la hora programada, las 4 de la mañana, tras recorrer con el coche media provincia. Bajé de nuevo a la calle, ya con ellos y até a los niños, aun dormidos, en el coche. Les di un millón de besos. A ella media docena. Nada de besos de pasión, pero sí besos de amor. No sabía que en la cara también se podían dar besos de amor y ese día descubrí que sí. La abracé como solo lo hacen los enamorados. Y fui fuerte. Ni una lágrima. Les vi marchar. Entré en casa y ya en el ascensor, me derrumbé. Lloré como un niño. No podía respirar. Me ahogaba, hasta el punto de que me asusté, pero me dio igual. Seguí llorando. Y seguí sin poder respirar. Hubiese sido una muerte dulce. Fácil. Placentera. Pero aquella madrugada la superé. Me acosté y seguí respirando. Y seguí viviendo. Y seguí llorando. Llorando por amor. Por mis hijos. Por mi mujer. Por tantas y tantas promesas incumplidas. Por tanto y tanto daño inmerecido. Por tanto y tanto dolor incomprendido. Por ese futuro incierto que tanto y tanto me asusta. Lloré por amor como solo los desequilibrados lo sabemos hacer. Porque es lo que soy. Un desequilibrado. Creo que al final, entre lágrimas, cervezas y sobredosis de ansiolíticos e hipniticos, conseguir dormir un par de horas. Quizás fuese una mezcla peligrosa, pero me daba igual. 



          PARTE II




          Mes de Julio. Año 2015


          Llevo varios meses sin poder dormir, no sé porqué, aunque deduzco que podría ser debido a tantos y tantos años trabajando de noche y solo de noche, y con todo este jaleo, la cosa ha ido peor. Sin duda alguna, el primer día de este mes, ha sido duro como pocos en mi vida, sobre todo hacia las 4 de la madrugada, justo antes de acostarme. Cuando vi a mis hijos marcharse de vacaciones. Bueno, a mis hijos, y a Julieta. Soy un Rodríguez, aunque algo diferente. Solo en casa. Sin mujer y sin hijos. Pero diferente, pues no encuentro aliciente alguno a esto de la vida. Cada día le doy más vueltas a todo. Trato de buscar una serie de respuestas que no encuentro. Sigo anhelando que todo vuelva a ser como antes. Que me llame cualquier tarde y que me diga "cariñotehechomuchodemenos",  "ventealaplayaconnosotros". Pero sé que eso no va a pasar. Tampoco tengo claro ya del todo que yo quiera que lo haga. También es cierto que empiezan a surgirme mis dudas. Pienso demasiado. No puedo decir que nos fuese bien, porque no nos iba. Pero yo hubiese tirado un poco más de carro. Y como ella no lo ha hecho, ¿porqué iba a tener que hacerlo yo solo?  La sigo queriendo, de eso no me cabe duda. La quiero a mi lado. La casa se me sigue cayendo encima. Todas las mañanas, cuando llegaba de trabajar, hacía tiempo en la cocina, enredando con el móvil, leyendo un libro, viendo la tele... hasta que ella se levantaba. Solía hacerlo media hora después de que yo llegase  a casa, y siempre le tenía preparado el café. Hasta estos pequeños detalles cotidianos, los estoy echando muchísimo de menos. Algunos días, incluso he encendido la cafetera, por si por arte de magia, apareciese por la puerta y me dijese, como siempre me decía, "jo, qué sueño. No me hables". Y a los dos minutos, me preguntaba, ¿qué tal hoy el curro?. Dudo hasta de dormir en mi propia habitación y en mi propia cama y empezar a hacerlo en cualquiera de las camas de los niños. Duermo solo, pero siempre en mi lado de la cama. He respetado su sitio, como si ella siguiese durmiendo conmigo a mi lado. Hay diferencias de olores, que si no son reales, sí que están en mi cabeza. Su lado huele a ella. A Agua Fresca de Rosas, de Adolfo Domínguez. Mi lado no huele a nada. Si acaso, a soledad. A vacío. Y la soledad y el vacío, no huelen a nada. Si acaso, a tristeza. Esta cama ya no me gusta. Muchos recuerdos. Muchas noches de amor. Y muchas, ahora, de desamor. 

          Raro es es el día que no quedo con alguien. Un amigo. Una amiga. Un par de ellos... Un café, una cerveza, una docena, un paseo. Un rato de charla. Pero creo que siempre he estado ausente. Sigo pensando a todas horas en ella, en mis cosas y en mi futuro. También en el de mis hijos. Me taladra la cabeza. Como un martillo hidráulico. "Tacatacatacata. Tacatacataca". Sin parar. Si me río, lo hago por cumplir. Si hago que escucho a quien me habla, lo hago por no hacer el feo. Pero si me preguntasen "¿qué te he dicho? ", me pondrían en un aprieto. Lo bueno, es que creo que, al menos la mayoría, lo saben y lo entienden, porque aún nadie me ha presionado más de la cuenta, ni se ha enfadado conmigo por no prestarle la suficiente atención. Coño... me rodeo de buena gente, de eso no me cabe duda. Te pasa en estos momentos, y solo en estos momentos, que es cuando ves a la gente y cuando tienes la ocasión de hacer criba. Porque también te encuentras con muchos que te prometen el oro y moro y después, si te he visto, no me acuerdo. 


          El mes de julio pasa lento, muy lento. Y yo, sigo tan perdido como el primer día. No es fácil, ya me lo han advertido. Hay varias fases. Luto... Asimilación... Aceptación... Y no sé cuantas tonterías más. Todo el mundo práctica contigo la psicología. Me lo repiten a diario amigos que han pasado por lo mismo. Me lo dice Marga. Me lo dice Bego. Me lo dice Olga. Todo mujeres, qué curioso. No hay día que no me lo digan, si no es una, lo hace la otra. Sino, la tercera. También me lo dice Amaia, que  aunque no esté separada como las otras, también lleva preocupándose de mí desde el primer día, y como sabe que trabajo de noche, me envía mensajes por WhatsApp, "¿qué tal estás?", casi todos los días, incluso a deshoras, como a las 3 o las 4 de la mañana. Y me habla de dragones y princesas. Me imagino que lo del dragón, irá por mí. 

          Han pasado casi tres semanas desde que todo se fue a la mierda, y aún no he sido capaz de escuchar música. Todas las canciones me recuerdan a ella. Todas hablan de ella. Todas hablan de amor. De amor y de desamor. Lo sé, ya lo he dicho antes, pero poco me importa repetirme. Adoro la música y por culpa de esta historia, no he sido capaz de encender un solo día mi iPod. En todas las canciones sale a relucir el nombre de Julieta. Y muchas, parece que las haya escrito yo, o en su contra, que las haya escrito otro, pero pensado en mí. Pero hoy por fin me he quitado esa lastre. Creo que me estoy haciendo fuerte. Espero que no sea una simple coraza y que no se me desprenda de un momento a otro, como la piel a las culebras. Las canciones de Lorca y de Andrés Suárez, empiezan a ser la banda sonora de mi vida a partir de este momento. La banda sonora de mi verano. Una y otra vez sonando en el iPod. Lorca nos encantaba a los dos. El último concierto al que fuimos juntos, fue precisamente al suyo. En septiembre del pasado año, 2014, en el Cotton Club de Bilbao. Precisamente, aquel mismo día, antes del concierto, también habíamos discutido. Por una chorrada. Como siempre. Como casi siempre. Solo discutíamos por chorradas. 

          Una tarde cualquiera, enfadado con el mundo y conmigo mismo, descolgué los cuadros del pasillo. Dos cuadros, preciosos, del día de nuestra boda que nos regalaron los del estudio que nos hicieron el reportaje y que han estado años ahí, presidiendo nuestro pasillo. Uno a cada lado. A todo el mundo que venía a casa, les encantaban. En ambos salimos los dos. En uno de ellos, metidos en el mar, empapados de agua. En el otro, sacando la lengua. Vestidos de novios. Ella, como siempre, mucho más guapa que yo. Felices. Sonrientes. Enamorados. Me atrevería incluso a decir que ella más que yo. Y sé lo que me digo. Creo que ella se enamoró de mí antes que yo de ella, y creo también, que yo me enamoré cuando ya era tarde. Y otra vez sé lo que me digo. Estos dos cuadros estuvieron expuestos en un bar de Bilbao poco después de casarnos, y un día, cuando fuimos a ver la exposición, el camarero nos reconoció y nos dijo: "coño, si esos dos sois vosotros!". Nos invitó al café. También he quitado el cuadro del salón. Un regalo de bodas de nuestros amigos Txema y de Karla. Un cuadro en plan Andy Warhol, con un par de fotos repetidas de cada uno de nosotros, que ha estado en casa desde el primer día que vivimos en ella. Los iba a romper en pedazos y tirarlos después al contenedor de basuras, pero no he sido capaz de hacerlo. Quizás lo haga mañana. Quizás lo haga pasado. Quizás la semana que viene. Quizás no sea capaz de hacerlo nunca. De momento, los he dejado tirados, que no colocados, en el trastero. Y con ellos, he dejado encerrado mi amor, en ese cuarto lleno de trastos que ya no sirven para nada o casi nada. En esas cuatro paredes que, casi todos los que las tenemos, sabemos que son la antesala de la basura. No podía seguir viéndolos, día tras día, ahí colgados, como si nada. Lo que sí que he roto y tirado, han sido las tarjetas de visita. Esas tarjetas que aún no sé porqué se llaman así, porque desde que las hicimos, solo las hemos usado para meterlas en una especie de hucha en los funerales. Deberían de llamarse tarjetas de funeral y no de visita. Una costumbre que tampoco entiendo. Como si tuviésemos la necesidad de recordarle a la familia del muerto "eh, que yo estuve allí el día aquel", por si acaso no te vio o no te asimiló. 

          Y al cerrar la puerta del trastero y dejar allí los cuadros, barajo las dos opciones que me quedan. Hacerme daño o quererme. Inmolarme o echar a correr. Llorar o reír. Angelito bueno o angelito malo. Y decidí quererme. Escapar. Reír... aunque aún no lo he conseguido. Porque reírte con la expresión, no es lo mismo que reírte con el alma. Reír por fuera no es lo mismo que reír por dentro. Reír con ganas no es lo mismo que reír por cumplir. De momento he roto con todo. He decido cerrar la puerta. Dejar de querer a quien no me quiere  a mí.  He decidido ser feliz, aunque aún no lo he conseguido. He decido dejar de estar triste, aunque aún siga hundido. He decidido mirar hacia delante. Poner mi corazón a la venta, aunque tan caro y tan arrugado que nadie lo quiera comprar, porque en realidad tampoco lo quiero vender. Porque en realidad, le sigue perteneciendo a ella y solo a ella. A Julieta. Lo sé. Soy un mar de contradicciones. ¿Y qué? Hoy he decidido salir a emborracharme. Y sé que lo conseguiré. 


          Salí de cervezas con mi amigo Valentín. Entre birra y birra, tostada, que coloca más, hablamos mucho de todo. Él también está separado y tiene dos críos. Tampoco lo pasó nada bien. Me asegura que está recuperado del todo y que ahora lo lleva muy bien, pero yo no le creo. A largo de la noche, hubo momentos en los que tuve la sensación de que le estaba animando yo a él en lugar de animarme él a mí. Nunca ha sido la alegría de la huerta, la verdad. Y aunque es un tipo estupendo y un amigo de esos que nunca te falla, siempre, de toda la vida, le he notado triste. Incluso en sus mejores momentos. Incluso cuando se ríe con ganas. Aún así, es uno de esos tipos a los que se les quiere un montón. Un buen amigo. Cuando Valentín decidió retirarse a casa, sobre las 2 de la mañana, yo me quedé solo. A mi aire. Tomando más cervezas. Aún estando a gusto, no pude evitar sentirme raro, cierto es. Solitario. Un tipo tonto, entrando en los bares, pidiendo cerveza y tomándoselas solo, mirando a su alrededor sin conseguir ver nada que no fuese soledad y trozos de su vida hechos trizas. A ratos apoyado en la barra, a ratos sujetando cualquier pared del bar y a ratos, los más largos, en la puerta de cada garito. Viendo a la gente salir y entrar. Todos felices. Todos menos yo. Como el típico borracho de turno al que nadie soporta. Como el típico raro. O el típico tonto en el que siempre nos fijábamos cuando salíamos nosotros con intención de divertirnos y no de olvidar. "Mira ese, qué tipo tan raro..." Y si divisaba a lo lejos a algún conocido, en lugar de ir a saludarle, me hacía el loco. No tenía ganas de hablar con nadie. Solo de beber. Beber y beber. Y mañana será otro día. El día siguiente al que quité los cuadros del pasillo. 


          Decidí retirarme sobre las 5 o 6 de la mañana, más por ridículo que por ganas. Y sí, vuelvo a casa en coche, a pesar de las mil cervezas. Me la suda todo. No está bien, lo sé, pero estoy en ese momento en el que siento que no tengo, ni nada que ganar, ni nada que perder. Y al entrar en casa, esta se me vuelve a caer encima. Ya no cuelgan los cuadros del pasillo. Ahora es un pasillo vacío. Soso. De color triste. Gris oscuro, casi negro. Falto de amor. Agónico. Solo le faltan los nichos para ser un cementerio. Ya no es nuestro pasillo. No. Ya no. Ya no es el pasillo de nuestra casa. El pasillo de mi hogar. De nuestro hogar. Ya no es mi casa. Falta lo más importante. Falta ella. Falta Julieta. Falta mi mujer. Y esta casa, sin Julieta, no es una casa, es una mierda. 


          Al entrar en casa, me fui directo a la terraza. Allí es donde más libre me siento, sin la presión del techo que me aplasta y de las cuatro paredes que me oprimen. Me enciendo un cigarro. No sé los que llevo. Docenas. Saco el móvil, me abro otra cerveza y me pongo a escribir. Es un mensaje de esos tontos, de borracho, que después le enviaré  a Julieta, aunque mientras lo escribo, siento que no sé si seré capaz de hacerlo. No es de amor. Esta vez no. Ni de súplica. Tampoco es bonito. Es un mensaje feo, de despedida. Le digo que se acabó. Ella me dejó a mí el 20 de junio. Yo la dejo a ella el 5 de julio. 16 días después. Cierro la puerta. No puedo más. Sigo hundido, pero me siento valiente. No quiero más daño. Ni para ella, ni para mí. Le doy a enviar. Me enciendo otro cigarro. Me abro otra cerveza. Otra más. Serán las 7 u 8 de la mañana, porque ya es del todo de día. Me voy a la cama. Creo que otra vez me estoy autoengañando. Quizás sea lo que necesite. Mentirme un poco. Decirme que ya no la quiero. Aunque sea mentira. Pero me reconforta. A la mierda con todo. Buenas noches. Gabon. Aunque como de costumbre, me acuesto, pero apenas duermo. Ni los ansiolíticos, ni los hipnóticos, consiguen que duerma ningún día más de tres cuartos de hora seguidos. Aunque me suba las dosis, sin tener en cuenta las recomendaciones del médico. Aunque los mezcle con alcohol. 

          Cuando me levanto, algo más fresco, pero con resaca y con la cabeza fría, me arrepiento del mensaje de anoche. Y no sé si he cerrado la puerta por mí, o lo he hecho por ella. O quizás por los dos.  Sigo queriéndola. Qué coño, la voy a querer toda mi vida. Me rindo, dice mi conciencia. Lucha por ella, dice mi otra conciencia. Angelito bueno y angelito malo otra vez. Uno a la derecha, el otro a la izquierda. Pero no logro identificar quien de los dos me dice una cosa y quien me dice la otra. El rojo cabrón o el blanco bonachón. El rojo marchoso o el blanco aburrido. El rojo putero o el blanco devoto. Aunque siempre le he hecho más caso al malo que al bueno. El bueno es un panoli que no deja de llevarse hostia tras hostia.


          Teníamos una vida por delante. Una estabilidad económica que ya nunca tendremos. Una casa. Muchos planes. Y luego, los niños. Me siguen asustando los niños. Seguro que estarán bien, pero me asusta que esto les pase factura de algún tipo. Yo siempre viví en un entorno estable y familiar y esto es nuevo para mí. Nunca me imaginé vivir una situación así, a pesar de verme obligado a reconocer que han sido muchas las veces que había sido yo quien no soportaba esta situación. Me casé convencido del "parasiempre", aunque me casase más por ella que por mí. Convencido de ella y convencido de mí. Y cuando discutíamos y nos decíamos de todo, pensaba que con amor, todo se superaría. Si algo tengo claro hoy, es que Julieta hacia tiempo ya que no me quería. No sé cuál será la razón, ni si en parte, será culpa mía. Mi carácter se había agriado mucho en los últimos meses por culpa del sueño. Hay quien me ha dicho que me he vuelto arisco, desagradable, agresivo. Yo no lo creo, pero me lo dice demasiada gente ya. Pienso demasiado, lo dije ya el otro día, y sigo creyéndolo. Preferiría no pensar tanto. Si al final, el malo voy a ser yo. Manda huevos. 


          Hay algunas cosas que, aunque parezca extraño, aun no he sido capaz de hacer. Cosas simples, como sentarme en el sofá de mi casa o ponerme la tele. Desde que mis dos soles y su madre se marcharon de casa, no he vuelto a sentarme en él. Es curioso, porque creo que, debido a los serios problemas de salud de mi mujer, hacía, quizá más de dos años, que no nos sentábamos juntos en él. Demasiado blando para ella. Pero no sé, no me siento a gusto en el salón. Me resulta el sitio más desagradable donde poder estar. Más incluso, que nuestra propia cama, donde todavía sigo durmiendo en mi lado. Respetando el suyo como si tuviese un cartel con la leyenda de "reservado". O "recién pintado". "Cuidado con el perro". O "cuidado con la cama". 


          Todos los días hablamos por teléfono. Todos. Si no me llama ella, la llamo yo. Aunque lo hacemos por los niños. Yo quiero hablar con ellos. De no ser por esa razón, creo que no volvería a hablar con  ella, al menos en un largo espacio de tiempo. También podría decirle que no se ponga.  Que me los pase a ellos y que cuelgue después. Porque realmente, no tenemos nada que hablar. Nada que decirnos. Nada de nada. Pero tampoco quiero que nos llevemos mal. No, por el bien de los niños. El otro día le dije que dejase de preguntarme qué tal estaba. No me ha hecho caso. Sigue haciéndolo. A veces creo que lo hace, no porque le preocupe como estoy de verdad, sino porque desea que llegue el día que yo le diga que ya estoy bien y así liberarse ella del todo. Y no voy a decir que ya estoy bien, porque estaría mintiendo, pero sí es cierto que estoy mucho mejor. Al menos más sereno. Con la digestión hecha. Pero aún no he conseguido reiniciarme. El virus sigue instalado en mi sistema operativo. 


          A veces pienso que, si estando de vacaciones, Julieta estará con algún otro tío. Con otro, o con otros. Quien sabe. No debería importarme, pero no puedo evitarlo. Si se enamorará de alguien. Si se acostará con él. No sé. Me imagino que será humano pensarlo. Desconozco si ella en algún momento habrá pensado lo mismo de mí. Yo no he estado con nadie. Tampoco sé si tengo ganas. Puede que no. Pero también puede que sí. Para saberlo, debería tener la ocasión. Y reconozco que aún no la he tenido. Aunque tampoco la he buscado. Claro, que esas cosas no se buscan. Esas cosas surgen. Aunque creo que es lo que menos me apetece ahora. Cuanto más lejos, mejor. 


          El curro es uno de esos sitios donde los sentimientos son extraños. Estoy rodeado de gente toda la noche, pero no confío apenas en nadie. Digamos que, en estos momentos, a casi ninguno de mis compañeros de trabajo, le considero mi amigo. Y cuando hablo de compañeros, me refiero a la gente que está conmigo de noche, porque luego, resulta que dentro de la empresa, sí que hay gente a la que aprecio un huevo. Pero no están conmigo de noche. Y las noches se hacen largas. Prefiero mi música, a tener que contarle mis penas a nadie de los que allí pasan la noche conmigo. Lorca y Andrés Suárez. Uno tras otro. Y vuelta a empezar. Tampoco tengo mal rollo con nadie, pero no me apetece abrirme más de lo necesario con ellos. 


          Al volver a casa después del trabajo y cuando el sol ya empieza a saludar, siento que cada día me encuentro más tranquilo. Lo reconozco, aunque aún estoy en esa etapa en la que de vez en cuando se me hace imposible no pensar más de la cuenta.


          Van pasando los días y con ellos, el mes de julio. En cuanto me levanto de la cama, sin apenas haber dormido, huyo de casa. Más de lo mismo. Todo me sigue oliendo a ella. He tirado los ambientadores que había repartidos por casa, precisamente porque a mí ya no me huelen a mi casa. Me huelen a la de ella. Prefiero el olor a nada. A casa vacía, porque así lleva la casa ocho días, oliendo a vacío, aunque yo sobreviva en ella. No todos los días hago la cama. Hacerla, me supone estar en casa más tiempo. Y total, para maldormir, me importa una mierda que el nicho donde me acurruco en postura fetal, mientras tres o cuatro pastillas hacen su trabajo, esté arrugado o deshecho. 


          Una mañana de pronto, recuerdo que detrás del sofá, guardo un álbum de fotos. Un álbum de fotos distinto a todos los demás. Un álbum de fotos un tanto especial. Nuestro reportaje de boda. 8 de septiembre de... ¿qué más da el año?. Iglesia de... ¿qué más da la iglesia?. Restaurante de... ¿qué más da ya todo?. Junto a la playa, eso sí. Lo he dicho muchas veces, y aunque suena a viejo tópico, es del todo cierto. Para mí, aquel fue el mejor día de mi vida. Mi mujer a mí lado, luciendo su vestido de novia. Todos mis mejores amigos, conmigo. Comiendo, riendo, cantando... La familia, más de lo mismo. Y además, fue también la última vez que vi sonreír a mi padre, quien solo cuatro meses después, moría sin avisar. Justo después de casar a su hijo. A su único hijo. Se fue sin decir adiós. Sólo. En una cama de hospital. "Está deprimido" , nos dijo el día antes una tipa, con cara de seta, que presumía de ser médico.


          En el momento de encontrar ese álbum de fotos tan especial, del cual no me había acordado en todos estos días, recuerdo también que no es el único recuerdo fotográfico que guardo de Julieta. Tenemos por ahí un libro que le regalé una noche por Reyes. Un libro llenito de fotos de ambos, con los mejores momentos de nuestra relación. Y otro de nuestro viaje de novios, no sólo con fotos, también narro, sin apenas gracia, qué coño, el viaje. Roma, Florencia y Venecia. Nos encantó. Sobre todo Roma y Venecia. Prometimos volver. No nos dio tiempo. Se nos hizo tarde y los planes quedaron en nada. Y si no es con ella, me niego a volver. 


          También tengo otro libro con docenas de fotos de la construcción de nuestra casita. Desde los cimientos, hasta que se convirtió en nuestro hogar. Entramos varias veces dentro durante la obra. En alguna ocasión, corrimos incluso, para que no nos trincase el vigilante de seguridad, al que, todo sea dicho, nos gustaba vacilar. Por varios detalles, creo que no es a un vigilante muy legal. Y hablo de legislación, no de ser guay o no guay. 


          Ahora no sé qué hacer con todos ellos. He pensado en tirarlos. Quemarlos. Pero de momento, no he sido capaz. Hacerlo me haría daño, pero tenerlos en casa también. Así que, como primer paso, se van al trastero, junto con los cuadros aquellos que decoraban el salón y el pasillo. El trastero: la antesala del contenedor de basuras. El lugar de las cosas olvidadas, incluidos los recuerdos. 

          Las noches de curro, se me antojan eternas. Muchos compañeros, pero apenas un solo amigo conmigo. Al fichar la salida, poco después de las 6 de la mañana, muchos días no vengo a casa directo. La gran mayoría, para ser más exactos. No soy capaz. Prefiero darme un paseo en el coche. Por norma, conduzco tranquilo, aunque en algunos momentos, se me antoja hacer algo el cabra y se me da bien. Suena Lorca. A todas horas suena Jose Alfonso Lorca. En el coche. En casa. En el iPod. En mi mente. Y si no, Andrés Suárez. "No te quiero tanto". Me desahoga conducir sin rumbo. Cualquier día aparezco lejos a posta y rompo con todo y empiezo de cero. Pero no sé si tengo los suficientes huevos. 


          El día que rompimos, me estaba leyendo el libro" La Lengua De Los Secretos". Me estaba gustando bastante. Una historia sobre la guerra civil española que, su autor, Martín Abrisketa, de Bilbao, como yo, nos promete real, contada bajo los ojos de un niño, precisamente, los de su propio padre. Aquel 20 de junio, me vi obligado a dejar de leer. No he sido capaz de seguir. Ahí tengo el libro, aparcado en la estantería. Cualquier historia, de ficción o real, me importa una mierda. Cualquier historia que no sea la mía, me importa ahora mismo una puta mierda. No tengo ganas de leer. Ninguna es más triste que esta. Ninguna más importante para mí, que la que aquí estoy contando. Y ahí está el libro, en la sección de "Inacabados". Y creo que ahí estará mucho tiempo. Le vaticino incluso años. 


          Una tarde cualquiera, Juanrra, un viejo amigo que vive en Vitoria, me llama y me dice que se viene a tomarse un trago conmigo. Todo un detalle si nos ponemos en antecedentes. Juanrra es uno de esos amigos de toda la vida. Su madre nació en el mismo pueblo que mi padre y todos los veranos coincidíamos allí. Y nos hicimos amigos desde bien pequeños. Toda la vida tuvo el galón de ser uno de mis mejores amigos, junto con Txema o con Valen. Pero sucedió algo que nos distanció. Ocurrió, creo que en 2.006. Y que nadie me pregunte, porque realmente no sé cuales fueron las causas. Se enfadó conmigo y nunca me quedó claro el porqué. Pasaron años hasta que volvimos a encontrarnos, y cuando nos vimos, nos saludamos como si nunca hubiese pasado nada. Como uno de esos matrimonios rotos que, tras años sin verse, se encuentran y a pesar de todo, se siguen queriendo. Y ahora, nada más enterarse de la ruptura, que no fue además por mi boca, se hizo un hueco para venir a verme. Para estar conmigo y regarme, como siempre lo hacía, con sus consejos. Creo que al final, los amigos que son de verdad, son para siempre. Da igual lo que haya entre medias. Ese día, Juanrra, me lo dejó claro. 


          Aquel mismo día, a las 6 y pico de la mañana, una vez finalizada mi jornada laboral, me sentía incapaz de conducir hacia mi casa. El coche me llevó solo a donde quiso, haciendo un extraño recorrido por lugares de sobra conocidos por los dos. Por Julieta y por mí. Fue un paseo ameno, sin tráfico y sin gente a la que observar. Mi música y yo. Como viene siendo costumbre, Jose Alfonso Lorca y Andrés Suárez le ponen la banda sonora a este duelo. Llegué a casa tarde, muy tarde, sin la necesidad de darle explicaciones a nadie y sin la necesidad de tener que ponerle un café a esa maravillosa mujer a la que se lo ponía todos los días. Sin la obligación de contarle a nadie como me había ido la noche, pero una completa necesidad de hacerlo. De decirle a Julieta que hoy había sido otra puta noche de mierda; que hoy la había echado de menos tanto como un pez echa de menos el H2O cuando se da cuenta de que ha picado el anzuelo... y ya no hay vuelta atrás. Y cuanto más tira el pez, mayor es el daño.


          Una de esas largas noches en las que no hay forma de dormir, ni aun con sobredosis de pastillas, decido buscar a conciencia por la casa mi alianza. La encuentro al fondo de un cajón de mi mesita. Junto a mi cama. No recuerdo haberla dejado ahí. Me la pongo. Me queda estupenda, pero mucho más floja. He adelgazado bastante. Cojo también la de ella, que cuando se marchó de vacaciones, la dejó encima del mueble del salón, y las guardo juntas, en la misma cajita amarilla donde descansan también las arras, esas doce monedas de pega que aún no sé qué pintan en una boda. Me dan las 12 del mediodía sin poder conciliar el sueño. Ni pastillas, ni cervezas, ni nada. El coco me sigue taladrando. Son tantas y tantas las cosas que voy a echar de menos... Sus pasteles de arroz, sus tartas de queso, su pisto, sus ensaladas, sus salsas, las noches de los viernes que yo libraba, en las que nuestro menú se componía de marisco, jamón de bellota y albariño. Curioso en las cosas que pienso... 


          Poco a poco, va pasando el mes de julio. Unos días quedo con amigos, otros con amigas, un concierto de Antonio Orozco, que no me va mucho, pero el caso es salir, y para la ocasión, quedo con mi amiga Bego y con Juan Carlos, su pareja. Paseos en bici. El trabajo de la noche. Paseos en coche hasta que amanece... Y así, un día y otro día, hasta que llega el 27. Ese día, Julieta y los niños regresan a casa. Por un lado, tengo ganas, por el otro, ni unas pocas. Ver a los niños es un alivio. La vida vuelve a ser bella. Julieta me da igual. Tenía miedo a que verla, me hiciese más daño, pero resulta ser todo lo contrario. He dado un paso importante. Y aunque seguimos viviendo bajo el mismo techo, ya no dormimos juntos. Soy yo quien toma esa decisión. No quiero volver a dormir con ella. No tengo interés alguno. Ni interés, ni mucho menos ganas. Hasta antes de irse de vacaciones, lo habíamos hecho. A partir de ahora sería diferente. Ella se quedaría en la cama grande y yo me voy a otra pequeña, en la habitación que tenemos vacía en el fondo. Decidimos, de mutuo acuerdo, que será solo cuestión de unos días, como mucho, hasta el mes de septiembre, lo de compartir casa. Y entonces, decidiremos lo que hacemos. Si se va ella. Si me voy yo. Si vendemos el piso. Si lo compra ella. Si lo compro yo... Decidimos acudir también a un centro de conciliación familiar, dependiente de las propias instituciones públicas, para hacer las cosas bien y siempre de mutuo acuerdo. La custodia, los bienes, los gastos de los niños, etc. El trabajador social que nos atiende, se muestra sorprendido porque ambos tengamos las cosas tan claras y solo busquemos el bien de los niños. Nos cita de nuevo para el 8 de septiembre, casualmente, nuestro aniversario de boda. Lo tenemos claro. Podremos ser buenos amigos. Los dos lo queremos. Aunque será cuestión de tiempo.


          El mismo día que regresa de sus vacaciones, tenemos una pequeña bronca. Yo tengo planes y a ella no le gustan. Dice que también tiene los suyos, y que si yo me voy, ella no puede irse. Me da igual. Yo había quedado ya con mi amiga Bea para cenar en su casa. Si Julieta ha estado 27 días seguidos con los niños, no la debería importar quedarse con ellos una noche más. Y dicho hecho. A las 10 estoy cenando en casa de Bea. 

         



          Agosto de 2015.


          Me voy de vacaciones al pueblo. Y ahora soy yo quien se lleva a los niños. También me llevo a mi madre. Allí la gozan con todo. Con las vacas, con los burros, las ovejas, las tardes de riego, las fiestas de espuma, de guerras de agua, noches de verbenas, paseos en bici, tardes de piscina... 


          Julieta me sigue llamando por teléfono todos los días, y si ella no llama, no pasa nada, ya llamo yo. La intención, es simplemente hablar con los niños, pero al final, acabamos hablando también nosotros. A mí, sigue sin hacerme mucha gracia, pero tampoco me duele ya como me dolía al principio. "Aúpa, qué tal, aquí todo bien" y poco más. En algunas, aunque las menos, de estas conversaciones, saltan chispas. Nos tiramos pullitas y al final salen cosas que no deberían de salir. Pero creo que este tipo de situaciones, son de lo más humanas. La situación es difícil. 


          Es la primera vez que me veo yo solo tantos días seguidos con los niños, y aunque preguntan demasiadas veces por su madre, no lo llevo mal. Creía que iba a ser peor. A ratos me vuelven loco, pero otros ratos me hacen tan feliz... La verdad es que no se portan muy mal. 


          Mi madre, sin embargo, que también está con nosotros, se muestra extraña. Demasiado arisca. Les riñe por todo y apenas me ayuda con nada. Nada le parece bien. Se pasa el día enfadada. Yo no la entiendo, pero, poco tiempo después, un médico me dirá la razón. A menudo pasa con ciertas edades. Tú memoria se va borrando. Y tu carácter también. Pero yo no conseguí darme cuenta entonces. Una tarde aquellas, ella me hace saber también que mi carácter no es el que era. Que estoy muy raro y a la defensiva con todo. Que me muestro agresivo y poco social. Claro, que esa imagen que ella ve en mi, es similar a la que yo veo en ella. Y ello, genera una serie de tensiones desconocidas para nosotros hasta entonces, las cuales no llevan a discutir más de la cuenta, pero también me llevan a pensar las cosas. 


          Tras 13 días de vacaciones en el pueblo, regresamos a casa un viernes. Julieta nos espera además. Se avecinan días bonitos, aunque extraños y duros. Demasiado duros. Y es que, nos vamos juntos de boda. Nuestros amigos Txema y Karla se casan. Pero no es una boda normal, ni mucho menos. Se casan en Almería y nosotros, aparte de ser sus testigos, somos también los únicos invitados al evento.


          Algunos de mis amigos me recomendaron que no fuese. Otros, que en el caso de ir, fuese yo solo, al menos, sin Julieta. Ninguno me animó de verdad a ir. Pero yo siempre he tenido la virtud de pensar por mí mismo y decidí que tenía que ir. Que teníamos que ir. Los cuatro. Julieta, los niños y yo. Y el 15 de agosto, en plena operación salida, a las 6 de la mañana, estábamos ya de viaje. Fue un viaje ameno, como los que habíamos hecho siempre, cuando aún éramos un matrimonio feliz. Una familia perfecta. El que los propios novios, mis amigos, me dijesen que lo primero era yo y que si no me veía con fuerzas de ir, no fuese, que lo entendían, me animó a no poder fallarles. 


          La boda estuvo genial. Calor, mucho calor. Una buena panzada a comer, tarde de playa y otra panzada a cenar. Creo que a lo largo del día, cayeron entre cuatro y cinco botellas de vino. Y no sólo ese día fue estupendo, sino que lo fueron también los otros cuatro que estuvimos allí. En Cabo de Gata. Playa, piscina, risas, alguna que otra lágrima, y buenas jamadas. Y por las noches, copazo de Puerto de Indias, una ginebra sevillana con sabor a fresa que, mezclada con Seven Up, esta tremendamente buena. Si aún no la habéis probado, no sé a qué estáis esperando. Aunque por el norte, será difícil de encontrar. 


          Los días pasaron como pasa un suspiro. Nos lo pasamos tan bien, que a última hora decidimos quedarnos un día más. Ante la imposibilidad de encontrar una sola habitación libre en cualquiera de los hoteles de la zona, nos quedamos en un albergue juvenil en el que, según nos dijeron y por suerte para nosotros, habían cancelado una reserva. Aquello sí que fue un verdadero desastre y una experiencia para olvidar. Pero bueno, no entraré en detalles. Sería romper la magia de aquellos maravillosos días y no es mi intención. Mis mejores amigos, mis hijos y Julieta. Todo perfecto. O casi perfecto,  de no ser porque Julieta y yo, no estábamos allí por nosotros, sino por ellos. Por Karla y por Txema. 


          El viaje de vuelta fue ameno. Julieta y yo habíamos conseguido portarnos esos cuatro días como dos grandes amigos. Compartimos cama, ella en su lado, yo en el mío. Sin un solo roce, con los niños en el medio haciendo barrera. Sin una sola muestra de cariño, más allá del que presta una buena amistad. Pero con mucho respeto el uno por el otro. Así que, el viaje de vuelta, lo hicimos en esa misma línea de cordialidad. Charlando sobre todo un poco. Incluso de nuestro futuro una vez llegado el mes de septiembre. Ya sabéis... Piso, custodia, dinero, gastos... Lo de cualquier pareja cuando deciden tomar caminos distintos.


          Solo un par de días más tarde, yo volvería al pueblo otra vez con los niños. No tenía ganas de ir. No quería ir. No me apetecía. Me lo había pasado genial en Almería, pero al llegar a casa de nuevo, el bajón fue más fuerte de lo esperado. Aún así, los niños estaban deseando ir. El pueblo les encanta. Así que, tampoco había opción. Mis intereses emocionales debían de pasar a un segundo plano, como así fue, y el plan del pueblo, siguió adelante. Era consciente de que en esa boda había sacado fuerzas de alguna parte desconocida para ser el de siempre. Para mostrar felicidad. Para no ser ese tipo soberbio, agresivo y antipático en el que muchos me decían que me había convertido. Y ser consciente de este detalle, me llevó a sopesar muy seriamente que posiblemente fuese cierto que tenía un problema. Llevaba tiempo durmiendo mal. Muy mal. Agobiado por todo. Y aunque no lo puedo jurar, para mí el mayor responsable de todo, era mi trabajo en turno de noche. Me propuse hablar seriamente con mi médico. Contarle lo que creía. Si todo el mundo está contra mí, quizás no sean ellos. Quizás sea yo. Pero solo quizás. 


          La noche anterior a marcharme de nuevo con los niños al pueblo, sucedió algo imprevisto. Julieta sabía de esta especie de diario, que tampoco es diario, pero que yo había empezado a escribir casi al principio de la ruptura.. Se lo había contado yo mismo una noche en Almería. Que me dejes leerlo, que no, que me dejes, que no, que sí , que no, que sí, que no. Al final, la dejé leer solo el principio. Creo que el prólogo y un par de días. Nada más. Se acostó y yo me quedé con mi insomnio en la cocina, frente a mi MacBook, husmeando en mi Facebook, fumando y tomando cervezas. Creo que no es muy recomendable mezclar ansiolíticos e hipnóticos con alcohol, pero a mí, en aquellos momentos, digamos que me daba igual. Llevaba todo el verano haciéndolo y tampoco me había sentado tan mal. Cuando yo creía que Julieta ya estaba dormida, apareció en la cocina. Me dijo que tampoco tenía sueño. Charlamos un rato, al principio, de cosas banales. Que si Almería, que si el Puerto de Indias, que que si la boda, que si esto, que si lo otro... Y nos dieron las 6 de la mañana en la terraza de casa. Nos ventilamos botella y media de Albariño y varias cervezas, aparte de un paquete de tabaco. Hacía una noche estupenda. Ni gota de frío. Nos preguntamos si estaríamos haciendo bien las cosas. Si no sería todo un error. Reconocí que yo llevaba meses mal. Arisco. Borde. Insoportable. Agresivo. No una agresividad física, sino una agresividad emocional. Por culpa del sueño. De no poder dormir. De mi trabajo de noche. Ella asintió a todo. Me comprometí a ponerme en manos especialistas para solventarlo. Y por primera vez en dos meses, la vi dudar. Ya no era esa mujer que lo tenía todo tan claro. Que realmente quisiese terminar como había terminado con todo. Ambos reconocimos que nos seguíamos queriendo. Que nos habíamos echado de menos. Y que en Almería habíamos estado muy bien. Nos fuimos a la cama. Esta vez a la misma. Sin nada claro. Y dormimos, solo dormimos. Curiosamente, esa noche dormí bien, aunque poco. Tenía que madrugar para marcharme al día siguiente con los niños al pueblo. Curiosamente otra vez, era 20 de agosto. Hacia justo dos meses que habíamos roto.


          Y al día siguiente, tal y como estaba previsto, me marché con los niños al pueblo. Cuando me despedí en la puerta de casa de Julieta, nos dimos un beso en los labios. Nada más. Un beso y un abrazo, de esos que reconfortan. Los sentimientos fueron extraños. No nos habíamos dicho nada, y nos lo habíamos dicho todo. Ahora sí que no tenía ganas de irme al pueblo, pero aún así, me fui. Era verano y al entrar en la provincia de Zamora, y de noche, cayó una tormenta eléctrica como pocas veces he visto yo por aquellas tierras en estas fechas. 


          Llegué al pueblo y nada más entrar en casa, sentí que se me caía el techo encima. Hacia pocos días que había estado con los niños allí, pero entonces estaba también mi madre y aunque me fue de poca ayuda, al menos, con su sola presencia, hacía que la casa no estuviese tan vacía y yo me sentía arropado. Una madre es una madre, aún enferma. Ahora, estaba yo solo, en una casa de 250 metros cuadrados, que siempre me ha impuesto respeto, con los niños. Los dos para mí. ¿Y si uno de ellos llora por la noche? ¿Y si uno de ellos se pone malo y me llama? Yo tomo pirulas para dormir y en esas supuestas situaciones, era muy probable que no fuese capaz de escucharles. Así que, siguiendo aquello de "los niños, lo primero", aquella noche no me las tomé. Y claro, apenas dormí. Fue una noche larga de música, lectura y Facebook. 


          Serian ya las 10 de la mañana del día siguiente, cuando recibí un WhatsApp de Julieta: 
          
          Hoy me apetece comer en Telepizza. ¿Te apuntas?"
          
          Mi primer pensamiento fue, "¿pero esta no se ha enterado de que ayer me vine al pueblo con los niños?". Seguido, me mandó una foto. Era un billete de autobús, de la línea "Bilbao -  Zamora" . Fecha: 22 de agosto. Hora de salida: 08:15. Hora de llegada: 14:15. Eso era hoy. Y eran las 10 de la mañana, por lo que, Julieta, llevaba ya casi dos horas subida en ese autobús, camino del pueblo. 


          Sin tiempo para pensar, desperté a los niños, les bañé, les vestí y les mentí. Les dije que íbamos a buscar a un amigo, al qué ellos no tienen mucho aprecio, a la estación de autobuses. Media hora antes de la hora prevista de la llegada del autobús, ya estábamos allí. Los niños, tranquilos, porque a quien esperaban, era a un amigo de aita, que aún no entendían porqué teníamos que ir a buscar y porqué se tenía que venir unos días con nosotros al pueblo. Yo, nervioso. Aquello era una sorpresa. Los sentimientos iban a mil por hora. No puede ser. Cuando el autobús se detuvo en la dársena correspondiente y los niños vieron bajarse a su madre, corrieron hacia ella, a abrazarla, a besarla. No entendían nada, pero les daba igual. Nunca preguntaron  por el amigo de aita al que, supuestamente, íbamos a buscar. Tampoco el porqué de que les hubiese mentido. Julieta y yo nos abrazamos, nos besamos, nos dijimos cien mil cosas bonitas y, como no, aquel 22 de agosto, comimos todos juntos en Telepizza. 


          Los cuadros del pasillo y también el del salón, volvieron a ocupar el lugar que les correspondía. Y dejamos de ser, ella Julieta, yo Romeo, para ser quienes realmente teníamos que ser. Ella y yo. Para siempre. O no, porque ninguna historia es bonita para siempre, salvo en los cuentos. Pero es algo que ya contaré otro día.