martes, 21 de diciembre de 2010

Una de ascensores



Un cartel en los accesos de cada planta recuerda las prioridades. Ancianos o personas con limitaciones, sillas de ruedas y carritos de bebé. Tonto el que no lo entienda, vamos. Un servidor, acompañado de uno de estos carritos de bebé en el que descansa mi pequeño tesoro con forma de niño, aprieta el botón de bajada y espera al ascensor. Hablemos de cualquier centro comercial de esos donde uno acude en masa a dejarse los cuartos por culpa del sistema y de la puta comodidad, para que cuatro mierdas con más talegos que todos sus potenciales clientes sigan haciendo caja a destajo a la vez que lloran por culpa de una crisis inventada que en realidd no va con ellos. Aunque también podría aplicarse al ascensor aquel que me lleva a las profundas entrañas del metro de mi ciudad. Única forma de acceder muchas veces cuando uno acude con semejantes artilugios o limitaciones a uno de estos lugares.

Junto al mismo que ahora escribe, cuatro adolescentes con cara de pajilleros y tres fulanas de mediana edad emperifolladas hasta la médula, cargando con una decena de bolsas llenas de trapos o lo que sea, hacen lo propio. Esperar al ascensor. Mientras, tampoco está de más decirlo, las fulanas ponen a caer de un guindo a una cuarta que no está. Típico entre mujeres. Pero no me llamen machista, que no lo soy. Si acaso un tanto realista. Y llega el ascensor. Se abren las puertas y a pesar de que se apea una pareja aparentemente sana y con buena pinta, el trasto va hasta las patas, por lo que ni los pajilleros, ni las fulanas, ni mucho menos el menda con su carrito, hacemos el mínimo esfuerzo por entrar. Aunque antes de cerrarse las puertas para seguir su breve viaje entre plantas, tengo tiempo para observar que aparte de otro carrito de bebé, el aparato va ocupado por gente de lo más normal. De la que podría subir y bajar por las escaleras sin aprieto alguno. Que encima las de ese centro comercial son mecánicas y el esfuerzo sería mínimo, excepto para salvar el medio metro que uno ha de caminar entre plantas para hacer la tan dura tarea del transbordo entre escalera y escalera. Pobres...

Vuelvo a apretar el botón de bajada. El de la flechita hacia abajo. Porque estas máquinas tienen memoria, son inteligentes y todo lo que nos vendan, pero no son tan listas como para saber que todos, pajilleros, divinas de la muerte y el que narra, nos hemos quedado con las ganas de subir al ascensor en aquel rellano. Junto a los baños de la cuarta planta del centro comercial. Con el inconveniente de que a cada rato, va llegando gente y más gente. Y como siempre, sucede que hay alguno más tonto que otro, porque al final aparece aquel tonto a las tres que aprieta botones a destajo. El de subir y el de bajar. Y porque no hay más. En realidad el membrillo lo que quiere es bajar, pero no se qué cojones tendrán esos botones, que siempre hay alguien que tiene que meter el dedo e iluminarlo todo. Total, que al momento abre sus puertas otro ascensor, pero no baja. Sube. Y encima, aunque poco nos importa esta vez, va lleno también. Eso sí, ni una silla.

Sigue acumulándose gente y a uno se le infla la vena y le entran ganas de meter fuego a la mierda de centro comercial con todos sus accionistas dentro, pero con la silla de mi niño a cuestas me iba a resultar complicado escapar de allí, por lo que desisto y mi mente vuelve a la realidad. Y además, qué coño, que ladro mucho, pero tampoco soy tan malo. Y ahí que llega por fin otro ascensor. Esta vez baja, pero de nuevo hasta las cartolas de gente. Más pajilleros. Niñas de las que seguro gritan y lloran con Justin Bieber o con Take That. Un par de señoras con su abrigo en la mano y un señor de traje, que no sé porqué, me da que trabaja allí, pues huele a vendedor brasas a comisión que jode. Pero queda hueco. Poco, pero algo queda. Los cuatro adolescentes no hacen ni el amago, pero las tres payasas que no han dejado de criticar a la Josefa -ya la han nombrado siete u ocho veces-, corren para entrar. -Me cago en los rizos de David Bisbal! Ostias, que yo he llegado primero- suelto de mala ostia, pero las muy perras ni se inmutan. Se acomodan dentro y siguen a lo suyo. Bla, bla, bla y tal y tal. En estas cojo yo con el carrito de mi nene y sin pensármelo ni un segundo, arranco picando rueda y casi de trompo me meto dentro. Aplasto bolsas y barrigas, golpeo espinillas con la silla, blasfemo en ruso y en arameo y tenemos la fiesta en paz porque nadie dice nada. Mi cara de perro mal domado ya lo dice todo. Las gilipollas de las bolsas dejan de hablar de Josefa, la cuarta que no está y de repente me miran y parecen regresar a la realidad, aunque seguro que las muy hijas de puta encima se piensan que yo soy un sinvergüenza. Y solo una de aquellas señoras que ya venía en el ascensor abrigo en mano, se aprieta un poco y se atreve a decir lo que yo ya he dicho antes: -la verdad es que somos la leche, porque nosotros tenemos las escaleras, que encima son mecánicas-. Yo sonrío y le añado: -el pan nuestro de cada día, señora. El pan nuestro de cada día-.

La guinda del pastel la ponen otros al llegar a la planta baja. Otros dos carritos con niños esperan para subir. No había acabado yo de sacar mi silla, cuando el ascensor ya estaba lleno de gente otra vez. Y la historia va y se repite, pero con otros protagonistas. Aquellos de las sillas se encabronan y vuelta a empezar. Me dieron ganas de meter baza, pero iba demasiado quemado y aquella en realidad no era ya mi guerra, así decidí seguir mi camino balbuceando de nuevo, eso sí: -el pan nuestro de cada día-. Y es que además de vagos, sinvergüenzas.

2 comentarios:

Gúmaro dijo...

Es ei pan nuestro de cada día Salva, y me doy cuenta a veces, cuando veo a un señor de edad bastante entrada que va por la acera apoyado en su bastón y se apoya para ceder el paso a otra persona que quizá lleva mas prisa que el. A diario me encuentro por la calle niños y niñas de 14 o 15 años que van por la calle como los borregos de mi pueblo, y que a veces no tienes que cederle el paso, sino que te tienes que parar y esperar que pasen. ¿Pero que civismo es este? Claro que si sus madres ya lo hacen en los ascensores, es normal que sus vástagos lo hagan en la calle.

Saludos.
Gúmaro

Jeijo dijo...

nos pasa por ir a esos sitios... yo cada vez voy menos porque me encabrono a la mínima, y eso que no tengo silla y niño que llevar.. :>