viernes, 11 de marzo de 2011

Adios, esposa mía


Aquella fosa cavada con picos y palas tan solo unas horas antes por los propios vecinos del pueblo, esperaba abierta y ansiosa a la anciana que reposaría para siempre en sus entrañas. Una misa en su honor. Un oscuro sermón cansino e inservible. Un último paseo, caja en hombros, por las calles embarradas del pueblo y el adiós definitivo en aquel pequeño cementerio, casi visible desde la misma casa de la fallecida, convertiría la jornada en algo agobiante y triste, como pocas cosas ocurren en la vida, a la vez. 

Ante aquel tétrico agujero, con un montón de tierra en uno de sus lados que serviría para taparlo después, nos reuníamos unas pocas personas para darle a Josefa el último adiós. La pequeña familia de la difunta. Los escasos vecinos del pueblo casi al completo y algunos que otros venidos de pueblos colindantes. Aunque dudo que entre todos sumásemos más de medio centenar de almas vivientes. Rezos continuos, súplicas imposibles, ancianas y no tan ancianas de impoluto, riguroso y patético luto, ancianos con su cabeza al aire y su boina entre las manos, sotanas con olor a naftalina caducada, gemidos agónicos y lloros casi forzados, me traían a la memoria escenas nunca vividas por un servidor de lo que podría haber sido un funeral en la España profunda de años peores. Y es que aunque parezca mentira, en muchos lugares poco o nada ha cambiado en estos aspectos.

A mi lado, un hombre alto, amable, bueno y curtido en la vida. Contaba en sus buenos tiempos que con catorce años tuvo que buscarse la suya en América. Un ratito en Cuba y otro en Nueva York. Hablaba inglés casi como cualquier norteamericano. Al regresar de nuevo a su hogar, casi de la misma manera que se marchó, y tras poner en orden su vida, esposa, rapaces y tal, le sorprendió la guerra civil, siendo amenazado y coaccionado en varias ocasiones por aquellos que decían querer una España mejor. No buscaban su apoyo. Simplemente dinero. Puto y maldito dinero. Curiosamente, vecinos y amigos de toda la vida. Aunque como casi todos los que pasaron por ello sin ser de ningún bando y de todos por derecho adquirido a la vez, evitaba hablar casi siempre de aquello. Pasaron página como solo los buenos hombres saben pasar. Olvidando y perdonando. Cerrando puertas al dolor dando portazos. No hacía falta más que mirarle a los ojos. Eran los ojos de una bella persona. Valiente y humilde. Elegante y con clase.

Aquella fría tarde de Febrero en aquel cementerio, se colocó a mi izquierda. Brazo con brazo. En primera linea. Delante de aquella fosa hambrienta de cuerpo recién fallecido. Aunque dudo que en aquel preciso momento, aquel hombre supiera quien era yo, aun conociéndome de toda mi vida. Los años no pasan en balde y las enfermedades ni saben de cribas ni entienden de buenos y malos. Tomás había perdido la cabeza hacía ya algún tiempo y a mi llegada horas antes, no había sido capaz de reconocerme. Tampoco a mi padre. Y ni siquiera fue consciente de que su casa fue convertida durante horas en un velatorio. En un ir y venir de lágrimas con piernas. Rezando rosarios. Uno tras otro. Como martillos gigantes golpeando paredes en días de resaca. Pegándote palmaditas, apretones de manos y diciendo que te acompañaban y que sentían lo mismo que tú, cuando de sobra sabemos que no es más que un aburrido e innecesario cumplido.

Entre unos pocos metieron la caja en aquel agujero. Mientras, la escena no parecía ir con el señor Tomás, que más bien tenía su mirada perdida y quien sabe qué pasaría por su vieja y trabajada cabeza. Fue entonces, cuando al echar la primera palada de tierra sobre aquel ataúd donde descansaba Josefa, pareció reaccionar y de repente dio un paso al frente y para mi sorpresa, con la mirada triste y la voz firme, dijo: -adiós, esposa mía-. Y volvió a sumergirse en su mundo de incógnitas.

Dos años más tarde, cuando el calendario mostraba el mes de Marzo de 1994, falleció Tomás. Tenía 89 años. Ley de vida. No conviene darle vueltas ni hacerse más preguntas de las necesarias. Y volvimos a juntarnos casi los mismos en aquel pequeño cementerio de aquel pueblo perdido de la mano de Dios. Con la compañía de los mismos rezos. El mismo luto. Las mismas tradiciones. Los mismos miedos. La misma sotana. Esta vez para darle el último adiós a un hombre bueno. A un hombre grande. A un ejemplo a seguir. A una persona que fue capaz de impresionarme para el resto de mi vida con tres simples palabras que hoy le dan título a esta historia. 
Allí estábamos, en el mismo lugar dos años más tarde. Esta vez para darle el último adiós a mi abuelo.