jueves, 8 de septiembre de 2016

Cordura Transitoria



Mi nombre es Joseba. Joseba Mioño García. Aunque no siempre me he llamado así. Hubo un día en el que me llamaba Juan José, aunque todos me llamaban Juanjo. Como no me gustaban una mierda ni uno, ni otro, yo mismo me cambié el nombre en el juzgado. En realidad, ambos nombres son lo mismo, solo que uno en castellano y el otro en euskera. Pero uno me gusta y el otro no. Punto. 
Tengo 24 años y mi vida, al igual que mi nombre de cuna, ha sido siempre una puta mierda. Incluso ahora, aquí encajado en este puto ataúd y en esta puta y extraña sala donde, creo, me van a incinerar, todo sigue siendo una (otra más) puta mierda, aunque por fin puedo decir que ya se ha acabado todo. Que vuelvo a ser quien en realidad fui y que regreso a mi época. Pero vayamos por partes. Yo no estoy aquí, en esta puta caja, al borde de la cremación, porque sí, sino que todo ha sido premeditado. Suicidio, lo llaman, aunque yo nunca lo he visto así. Los que deciden acabar con su vida antes de que lo haga la propia naturaleza, siempre tienen alguna razón para ello. No es un suicidio; es una decisión. Quienes optan por ello, no son unos cobardes, ni tampoco unos locos, como muchos gilipollas se creen. Pero bueno, que me da igual lo que cada uno piense. Hace falta estar en el pellejo de cada persona, para poder juzgar de forma sana y humilde sus actos. De lo contrario, mejor cuidarse de estar sereno y en paz cada uno, consigo mismo. 
Como ya os he dicho, mi vida ha sido siempre una puta mierda. Ya de pequeño, me faltó mi padre, antes incluso, de que supiese pronunciar su nombre. No me abandonó de forma voluntaria y cruel, como algunos padres abandonan a sus hijos. No. Fue la muerte, la puta y maldita muerte, quien nos separó. Porque la muerte no sólo separa matrimonios unidos por sacerdotes, también llamados "padres" sin serlo, sino que también separa padres de hijos. O hermanos de hermanos. Y amigos de amigos. De la misma forma que, ahora mismo, mi propia muerte me ha separado, quizás para siempre, de los míos. De los que ahora me lloran encima y que no puedo verlos, pero los siento. Mi padre murió cuando yo tenía solo dos años. Dos tristes putos años. Y ahí cambió toda mi vida para siempre. Al menos esta. No la otra. Porque yo he tenido dos vidas. La de ahora y la otra; la de antes. 
La de ahora, que es de la que realmente quiero hablar, ha sido dura. Muy dura. Cuando mi padre murió, mi madre me abandonó. No la culpo. O sí, qué coño. Me imagino que no sería capaz de mantener a cuatro criaturas sin ese importante pilar de apoyo, llamado marido, y nos dijo adiós. No nos vendió, pero sí nos cedió. Mi tía Martina se hizo cargo de mí. De mis hermanos, ni hablo. Ninguno se merece la más mínima mención. Uno de ellos morirá pronto. Lo sé ahora que yo ya estoy muerto y aquí todo se sabe. Pero me importa bien poco. 
Al principio, mi tía me trataba bien. O eso quiero creer. Yo era tan pequeño, que ya ni lo recuerdo, por lo que decidí montarme mi propia historia. Familia bonita de cuento de hadas que adopta sobrino al que aman y desean como hijo propio, algo en plan Príncipe de Bel Air o así. Pero a medida que iba adquiriendo cordura y sentido común, todo cambió. Yo era un estorbo para ella. Para ella y para su marido. Para ella, para su marido y para sus hijos. Todo eran castigos. Todo reprimendas. Todo gritos. Todo prohibiciones. Todo negativas. Pasé de ser Will Smith, a ser Ceniciento. Hasta que Martina pasó a la acción. Primero un tortazo. Luego otro. Luego otro más. Cada vez más fuerte. Cada vez con más rabia. Cada vez con más asco. Cada vez con más odio. Yo lo sabía. Mi cuento de hadas era también una mierda. Hasta que una noche, me clavó, de un zapatazo, el tacón de un zapato en la cabeza. Y aquella noche huí de su casa, corriendo, andando, corriendo, agotado, corriendo, andando... y me fui a un hospital. No al más cercano a la casa de mi tía, puesto que no quería ponérselo fácil y que me localizasen a la primera. Me fui a otro mucho más lejos, que me llevó toda la noche. Andando. Corriendo. Allí me curaron y me cosieron dos veces. Una de ellas, en la cabeza y la otra, a preguntas. Que si quien. Que si porqué. Que si cuando. Que si donde. Al cabo de un rato, llegó la policía y más preguntas. Y como no, el temido "vas a tener que acompañarnos". Nunca volví a la casa de Martina. Jamás volví a llamarla tía. No se lo merecía. Jamás volví a saber de mi madre. Tampoco se lo mereció. Fueron los servicios sociales quienes se hicieron cargo de mí y acabé en un centro tutelado para menores. No sé si fui feliz o no, más que nada, porque tampoco tuve otra forma de vida con la que compararla y aunque es cierto que ya había vivido otra vida, hace tantos años de eso, incluso siglos, que tampoco consigo recordar como fue aquella otra infancia. Aunque sí que recuerdo, al menos, que entonces mi madre sufrió al verme marchar, abrasado por un rayo. Suena raro, lo sé. Hablo del año 1.512. Pero no es de aquella vida de la que os quiero hablar. Es de esta. 
En aquel centro tutelado de menores, pase varios años de mi vida. No puedo decir que bien, pero tampoco que mal. Muchos conocidos, pero ni un solo amigo, eso sí. Aquello era como una especie de jungla en la que primaba, como no, la supervivencia. Si eras fuerte, no había nada que temer. Si eras débil, aquello podía convertirse en un infierno. Yo fui fuerte. Hubo quien me ayudó a serlo. No hablo de fuerza física bruta. Hablo de fuerza emocional. Mucho más importante que la primera. 
Al cumplir la mayoría de edad, los responsables del centro tutelado se reunieron conmigo. Me dieron la carta de libertad y me dijeron, con hermosas palabras, lo equivalente a "vete a tomar mucho por el culo y a partir de ahora búscate la vida, puto inutil". Y salí de allí. Sin nada. Sin nadie. Con algo de dinero, poco, eso sí, porque mi padre, al morir, algo había dejado y con eso, que por fin, con mis 18 años fue mio, intenté empezar una nueva vida desde cero. No era fácil, pero no había más cojones que intentarlo. 
Un tipo al que conocí, ya no recuerdo como, y que vivía en la puta calle, me habló de La Farola; una especie de periódico soso y aburrido, para benéfico, en parte, de los "sin techo" o de los "sin un clavo". Acepté la oferta, aunque tampoco es que durase mucho en el proyecto. La gente te rehuye. Está hasta los cojones de que le pidan limosna por la calle. De que le vendan mierdas que no sirven para nada, ya sea un periódico, un ambientador de pino para el coche o papel de color rosa para limpiarse el culo. Antes de abandonar del todo la venta de La Farola, probé en más ciudades. Creo que en otras dos. Por aquello de que, quizás, no todas las culturas sean igual y la gente sea más solidaria en el norte que en el sur. O viceversa. Pero al final, resultó que todos somos iguales. Todos huimos del pobre, del apestado y todos adoramos el dinero y el lujo. 
Mario empezó a comprarme de vez en cuando La Farola. Era un tipo normal, algo mayor que yo. Calculo que rondaría los 35. Creo que nunca se leyó un solo periódico de todos los que me compró. Lo creo, porque un par de veces le seguí y le vi tirarlos a una papelera, sin siquiera haber ojeado el titular de la portada. Pero nunca le dije nada. Cada pocos días, se acercaba a a mí, me daba los buenos días, me preguntaba por mi vida y me pedía La Farola. Hasta que, casi sin darnos cuenta, nos hicimos amigos. Mario estaba separado, no tenía hijos y trabajaba en un taller multimarca de coches de su propiedad. Yo no tenía ni puta idea de mecánica, pero un día me propuso trabajar con él. Acepté, pero con condiciones. No trabajaría para él, sino que, simplemente, le ayudaría en su negocio. Me llevó a su casa y me instaló en una de sus habitaciones, aunque duré poco en el negocio. Ya lo he dicho antes. Yo no tenía ni puta idea de mecánica y fui yo mismo quien decidió no molestar, porque en realidad, creo que le molestaba más que le ayudaba. Eso sí, hemos conservado la amistad, hasta el mismo momento en el que decidí poner punto y final a mí vida. Hasta que decidí que la muerte nos separase. 
Cansado, en parte, de estar en una ciudad que no era la mía, decidí regresar a mí tierra y buscar algún trabajo tirando a serio. No era fácil. Un día, un conocido me propuso un trato. La idea tampoco era mala. Quería que perteneciese a una banda, pero no a una banda cualquiera, sino a ETA. A mí todo me daba igual. No tenía nada que perder y tampoco nada que ganar, pero al menos, alguien confiaba en mí. Tampoco sé cuál sería mi función dentro de la banda. Y aquí hay algo que se me escapa. No sé cómo cojones, el personal del centro tutelado en el que yo había vivido varios años, se enteró de que me estaba planteando convertirme en un miembro de dicha organización y mediaron con qué sé yo quien, para que me dejasen en paz. Debían de tener fuerza, porque rápidamente, me dejaron en paz y dejaron de interesarse por mí. No volví a ver nunca más a mi contacto. 
Por mediación de esta misma gente del centro tutelado y tras conocer mi situación de perdido por la vida, me ayudaron a encontrar un trabajo en una importante organización que da empleo a gente como yo. Bueno, más que a gente como yo, a gente con problemas de un tipo concreto de incapacidad que no viene a cuento. El trabajo consistía en limpiar por las noches una gran empresa. No es que fuese gran cosa, pero al menos me sirvió para poder comprar mi piso y para poder comer todos los días, si no caliente, al menos sí templado. También me animaron y motivaron para realizar algún tipo de labor social y entonces me apunté como voluntario a una reconocida entidad que ayuda a los demás. 
Mi vida parecía ir a mejor, pero yo seguía sin ser feliz y sin encontrar mi sitio en el mundo. Hice unos cuantos nuevos amigos. Algunos, en mi nuevo trabajo y los que más, en la entidad humanitaria en la que me metí. Pero esta no era mi época. Yo debería de seguir en aquel 1.512 y en aquellas tierras escocesas en las que me crié por primera vez, antes de que mi vida se la llevase un rayo y me trasladase, nunca supe como, naciendo de nuevo, a 1.974.
Como todo el mundo, tenía mis hobbies, que me ayudaban a disfrutar de mi tiempo libre. Me gustaba la música, aunque reconozco que mis gustos eran un tanto extraños para un tipo de poco más de 20 años, como yo. Me gustaba Tijeritas, pero también Enrique y Ana, Parchís o los Payasos de la Tele. Y tenía adoración por las gaitas, sobre todo la escocesa, que fue la que aprendí a tocar en 1.510 en mi otra vida y en mi Escocia natal, cuando aún estaban prohibidas por el gobierno británico. También me gustaba el cine, sobre todo, dos películas que me marcaron para siempre. Braveheart y Los Inmortales. Yo tenía algo de esos personajes. Yo mismo era, mitad Connor MacLeod, mitad William Wallace. Sé que os costará creeros esto que os cuento. Lo sé, porque cuando estaba vivo, tampoco me creía nadie. Pero a mí me daba igual. Muchas veces salía a la calle vestido de escocés y a veces, hasta me pintaba la cara, mitad de blanco, mitad de azul. 
También me gustan los animales, pero no sé porqué, tiendo a causarles daño. He matado ya a dos perros, siendo aún cachorros, a pedradas. Ambos eran míos y a ambos les quise mucho. Pero mi lado salvaje y animal me llevó a hacerlo. También decidí regalar mi gato, porque preveía que, de no hacerlo, acabaría matándolo también. No quiero hablar más del tema. Aquello y alguna otra cosa más de la que me pueda arrepentir, lo zanjé con mi pacto con el diablo. Yo le di mi alma y él me prometió la vida eterna. La condición fue que dejase en paz a los animales. Y mi vida eterna no estaba aquí, estaba allí. En la Escocia de 1.512. Ahora que ya estoy muerto, sé que el diablo no existe, pero entonces, cuando firmamos el trato, aún confiaba en él. 
Me compré una botella de whisky, elementalmente, escocés, una caja de ansiolíticos, otra de hipnóticos y una espada. La espada no sé porqué, pero me gustó la idea de hacerme con una, muy al estilo Wallace. Escribí una carta para mis amigos, agradeciéndoles todo lo que habían hecho por mí, y terminé con todo. Pero la cosa no me salió bien. Los cabrones de mis amigos me encontraron antes de que las drogas y el alcohol terminasen conmigo. Yo me había molestado en colocar la espada encima de mi pecho, aun no sé con qué intención, pero quedaba macabro que te cagas y eso me gustaba. Desperté en un puto hospital. Menudos hijos de puta mis amigos. Alguno debió mosquearse al no verme en un par de días, me llamaron a casa, no me localizaron, llamaron a mí curro, no me localizaron, llamaron a mis vecinos, vieron que había luz en mi casa, y como no di señales de vida, llamaron a la policia y entraron por la fuerza. Serían cerca de las 12 de la noche. No sé con quien cojones hablaron después, pero acabaron encerrándome en un centro para locos. En un psiquiátrico. Para más cojones, los muy hijos de puta, venían a visitarme cada poco y me recordaban lo que había hecho. Intentaban convencerme de que no había actuado bien. Yo solía reírme de ellos, pero ellos no se molestaban ni en enfadarse conmigo. Creo que al final conseguí engañarles a todos y les hice creer que ya estaba bien. Salí del centro para locos después de un mes, con un montón de medicación y con novia. Mi primera novia. Estaba loca. Como una puta cabra. De hecho, nos conocimos dentro de la casa de locos. Se vino a vivir a mí casa, pero duramos muy poco. Yo no aguanto mucho a los locos. Y creo que me quería matar, pero a mi vida solo podía ponerle fin yo mismo. Me deshice de ella. No preguntéis cómo. Nunca se lo conté a nadie y ahora que ya estoy muerto, nadie podrá interrogarme. Os he asustado, eh? No la hice nada. Solo la dejé y se lo tomó muy mal. Puta loca de los cojones. 
Aquellos días, no sólo deje a mi novia, también dejé la medicación, aunque no se lo dije a nadie. Mis amigos creían que me la seguía tomando y aunque no me dejaban solo ni un momento, por miedo a que repitiese mi suicidio, creo que nunca se dieron cuenta del detalle. Cuando mis amigos se confiaron y dejaron de tenerme vigilado todo el santo día, volví a suicidarme otra vez. Bueno, a intentarlo, que tampoco lo conseguí. De nuevo me pillaron mis amigos antes de tiempo. Esta vez, aparte de los ansiolíticos y los antidepresivos, también me metí una docena de agujas por diferentes partes del cuerpo. No sé porqué lo hice, pero lo hice. Ya está. Y otra vez la misma historia. Hospital, medicación, psiquiátrico, charlas huecas, etc.
Cuando salí de nuevo de allí, unos amigos me invitaron a irme a vivir a su casa. Acepté, aunque sólo estuve con ellos una temporada. Reconozco que me trataron bien, pero yo tenía claros mis planes y tarde o temprano, tendría que conseguirlo, asique, tampoco podía quedarme mucho tiempo allí. Me inventé varias historias, porque ninguno de mis amigos sabía apenas nada de mi pasado. Tan solo que mi padre había muerto y que, aunque mi madre me abandonó, también había muerto tiempo después. Eso es lo que yo les conté, porque este último detalle, era mentira. Mi madre no estaba muerta y yo sabía, incluso, donde vivía, pero nunca la perdoné que nos abandonase. Para mí ya estaba tan muerta como mi padre. Una vez, me encontré en un cementerio una tumba con el nombre de mi madre. Pura casualidad. Mismo nombre y mismos apellidos. Le hice una foto y se la mostré a mis amigos. Así que, ellos me creyeron. No tenían razón alguna para no hacerlo. Realmente, ellos sabían poco de mi vida, aunque ahora, que ya estoy muerto, sé que se saben casi toda la historia que les estoy contando. Los monitores del centro tutelado en el que pasé mi adolescencia, se lo contaron todo al día siguiente de morir. Ayer mismo, vamos. Ayer fue también mi funeral. Vino mucha gente. Y un par de horas antes del funeral, mi madre fue informada de mi muerte por la policía. Mis amigos la dijeron que para mí, ella ya estaba muerta y sé que la recomendaron que no fuese al sepelio. Había gente muy cabreada y podrían haberla liado. Ella no lo entendió, pero la policía le recomendó lo mismo para evitar problemas y sé que al final no fue. Mejor así. 
Ahora que estoy muerto, sé que mis amigos pelearon mucho por mí y también sé lo mal que lo están pasando. Oscar, Marga, Laura, Roberto, Agurtzane, Yoli, Silvia, Txelu, Ales, Salva, Jon... Pero ya no hay marcha atrás. En cuanto me incineren, estaré de nuevo en mi Escocia de 1.512. Todo fue más fácil de lo que yo pensaba. Les mentí. Les dije que me iba unos días a casa de mi amigo Mario, el que me ofreció trabajar con él de mecánico. Mario vivía en Llanes y yo tenía vacaciones, puesto que todo había vuelto a la normalidad en mi vida y ya me había incorporado a mí trabajo. Mis amigos no me quitaban el ojo de encima. Sabían que tarde o temprano, volvería a intentarlo. Y a la tercera va la vencida. Así que, les mentí otra vez. Llamé a Mario y le dije que iba a verle y que pasaría unos días de vacaciones con él en Asturias. Le hizo mucha ilusión. Llevábamos ya un tiempo sin vernos. Como era de imaginar, mis amigos no confiaban en mí, así que, para cerciorarse, me pidieron el teléfono de Mario y hablaron con él. Mario les confirmó que era cierto, que el día 14 había quedado con él, que íbamos a pasar unos días juntos por Asturias. Se quedaron tranquilos. Además yo estaba ya muy sereno, o al menos, creo que supe disimularlo bien. Muy bien. 
Al día siguiente, fui yo quien llamó a Mario. Le dije que me había surgido un pequeño problemilla en el trabajo y que, aunque aún seguía en pie el plan de ir a Llanes, en lugar de ir el miércoles, iría el domingo. A Mario le pareció estupendo. El caso era que nos viésemos. Y así, conseguí que mis amigos creyesen que me iba a Asturias el miércoles y Mario se creyese que me iba el domingo. Por fin podría llevar a cabo mi suicidio, o mejor dicho, mi decisión, sin que nadie se preocupase en unos días por mí y sin que nadie viniese a mí casa antes de tiempo a tocarme las pelotas y a joderme el plan. 
¿Y como me suicidé? Pues sencillo. Con una sustancia llamada cianuro, en una cantidad relativamente importante. Mortal de necesidad, esta vez sí. No estaba dispuesto a cagarla otra vez. Mis amigos nunca se hubiesen enterado de este detalle, de no ser porque fue, precisamente, un amigo forense que trabajaba en la audiencia provincia, quien se encargó de parte de mi autopsia. "Tenía una sustancia en el estómago similar al cianuro y podría llevar muerto entre tres y cinco días".
Cuando mis amigos me echaron de menos, ya era tarde. Pero tarde para ellos. Para mí fue ideal. Me encontraron el mismo domingo que Mario me esperaba en Asturias. En mi propia casa. Yo llevaba ya varios días muerto. Puede que tres, según la autopsia, aunque la fecha exacta solo la sé yo. Si sufrí o no en mi agonía, será algo que nunca revelaré. Entraron en mi casa de la misma forma que lo hicieran la primera vez, junto con los bomberos y la policía, forzando la puerta, y allí estaba yo, tirado en el suelo de mi habitación. Muerto. Sonriente. Feliz. Por fin volvería a mí Escocia de 1.512 y por fin volvería a ver a mi madre, aquella que sufrió cuando caí fulminado por un rayo, y no la de esta otra vida, que me abandonó como quien abandona a un perro, para casarse otra vez. 
Y ahora, aquí estoy, a punto de ser incinerado, mientras mis amigos se asoman a través del cristal del ataúd para poder despedirse de mí por última vez. Sé que van a echarme de menos, de la misma forma que lo haré yo con ellos. Como también sé que, a pesar de pedirles que mis cenizas sean esparcidas por Escocia, nunca lo harán, sencillamente, porque siempre creerán que esa tierra formaba parte de mi locura. La misma que me ha traído hoy hasta esta puta sala previa al horno donde seré incinerado. Y las esparcirán, precisamente, en Asturias, ese lugar al que hice mi último viaje ficticio. Una parte de ellas, en los lagos de Covadonga y otra parte, en la costa de Llanes.
Creo que llegó la hora, chicos. Pasamos al horno crematorio. Hasta siempre amigos, hasta siempre. Escocia me espera. Freedom for Scotland!!!! 
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Hola. Me llamo Salva. Tengo 44 años. Aún sigo echándote de menos, amigo Joseba. Espero que estés disfrutando a tope de tu vida por Escocia.

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