martes, 30 de diciembre de 2025

Cincuenta y tantos...

Cincuenta y tantos... Esa es mi edad; edad que nos empeñamos en tener que medirla en años y no somos conscientes de que sería más real, fiable y emocionante medirla en vivencias. En las hostias que nos damos. En las veces que reímos. Que lloramos. Que sentimos que volamos. Que nos caemos. O que nos tiramos al vacío, aún sabiendo la hostia que nos viene. Que gozamos. Años (o vivencias) de experiencia. De bandazos por la vida. De estar y de no estar. De bondades y de maldades. De aventuras y desventuras. De amores y desamores. De amigos y desamigos (¿duele más un desamigo o un desamor?). De risas y de llantos (que ya lo he dicho antes, pero de otra manera). De miedos y... (no me sé el antónimo del miedo), así que... de miedos y de lo que coño sea contrario al miedo. De guerras internas y de paz de la buena. De tira y afloja. O de tira y no aflojes, que a veces pasa, que estirar la cuerda hasta que se rompa y te pegue en todo el jeto, también tiene su punto. De estoy y no estoy. De soy y no soy. De quiero y no quiero. De quiero y no puedo. De puedo y no quiero. De no puedo y tampoco quiero. De quiero y también puedo, y a veces, ni aún así. 


Cincuenta y tantos. 19.774 días. 474.600 horas, con sus más de 28 millones de minutos. De segundos ya no hablo, porque la cosa se dispara casi al infinito, y porque un segundo significa bien poco en toda una vida, aunque a veces sea el tiempo que separa a esta misma vida de la muerte. O que separa el estar muerto con estar vivo (o revivo, del verbo revivir), que a veces uno se sorprende (sé que no me entendéis, pero con que me entienda yo, me sirve; y eso que creo que hasta yo me he perdido también). Aunque a veces baste un solo segundo de esos para recibir un balde de agua fría y sucia. Pero como siempre cuesta asimilar las desgracias, ese maldito segundo es el que menos vale de todo lo que te queda por ver tras el baldazo (suena raro y feo, pero la palabra “baldazo” viene recogida en la RAE). 


Cincuenta y tantos. Y aún no tengo claro si soy niño o soy viejo. Si soy simpático o desagradable. Guapo, feo o del montón (¿qué quiere decir del montón? ¿que eres feo, pero simpático y que no sé atreven a decírtelo? Yo creo que algo así). Querido u odiado. Porque el espejo nunca te dice la verdad. Ni el de casa (o el del ascensor), en el que te ves reflejado cuando te miras, ni el del alma, que es más importante, si cabe, aunque nunca te veas del todo claro en él. Los espejos siempre mienten. Hoy te muestran una cara y mañana te muestran otra bien diferente. Y depende de la cara que te muestre, la arruga se acentúa o se disimula. 


Cincuenta y tantos… con sus meses de enero, que tan poco me gustan, con sus meses de agosto, que nunca son lo que uno se espera, por mucha playa o piscina que te refresquen; con sus meses de diciembre; como este, que aunque sea el último del año, sabes que en enero nada va a cambiar. Porque nos empeñamos en creer y aceptar que la vida es eso que pasa mientras tú haces otros planes, cuando los planes deberían ser simplemente vivir y dejarse llevar, sin más metas que lo que tenga que venir. (Que cansina esta frase, verdad?)


Y los años pesan. Pasan y pesan. Pesan, pasan y nos van dejando posos. Posos y posos, hasta que el filtro se ensucia.  Y una vez que el filtro se ensucia, o lo cambias, o la vida, igual que el café, nunca vuelve a sabernos igual. Por eso me compré la Nespresso, que no necesita filtro. Pero para tomarte bien la vida, aún no han inventado una máquina que no necesite filtros. Todo poso se queda. O la tomas o la dejas. De momento, la tomamos. Mejor así. ¿No creen? Aún con posos. Lo contrario, dicen, no está bien visto, y creo que es hasta ilegal. 


¿A donde quiero llegar con todo esto? A ninguna parte y a todas a la vez. Te lo juro por mis hijos y por alguien más que ya no está. Pero sobre todo, a que tengo cincuenta y cuatro palos. Cincuenta y cuatro y pico para ser medianamente exactos. Y perdona, porque sé que ya te lo había dicho al empezar (me refiero a mi edad). A que ya coroné hace tiempo la cima de mi vida y ahora solo hay que bajar. Soltar lastre, freno y bajar. Dejarte llevar. A donde sea, eso da igual. Pero dudo mucho que sean otros cincuenta y cuatro. Otros cincuenta y cuatro y pico, para ser exactos. Pocos llegan a los ciento ocho. Pocos; muy pocos; casi nadie. Yo tampoco. 


Tengo cincuenta y cuatro años y pico y todo un trozo de vida, o algo menos, por delante. Vivámosla como si hoy fuese el primer día del resto de ella misma. De hecho, lo es. ¿Y a qué viene todo esto? Porque ya me lo he preguntado antes, pero no lo he dejado nada claro. Pues como casi siempre, a otra de mis chorradas sin sentido. Contar por contar. Escribir por escribir. Estar por estar. Ser por ser. Y de paso, os doy la chapa y me desahogo. 


Pero... cincuenta y cuatro y pico. Y los que nos queden. No hay más. Quizás solo sean las consecuencias de dormir poco y mal. 


Nos vemos en los bares. Si nos dejan, claro. O si me apetece salir, que últimamente ni eso. 


Prometo no mataros a ninguno. O al menos, a casi ninguno. 


Felices fiestas (aunque la imbécil y patética de Ayuso diga que esto no es lo que hay que decir)


No hay comentarios: