lunes, 19 de mayo de 2008

Pequeña historia de miedo. Gran historia de un pueblo



Puede que la historia que voy a contar sucediese hace ya más de cincuenta largos años, aunque me va a resultar imposible afirmarlo con total certeza. Y es que, ninguno de los dos protagonistas viven ya para corregirme, aunque fue, precisamente, uno de ellos, quien  me la contó un montón de veces. Quizás, nunca le di excesiva importancia a aquella historia, pero charlando una noche con un amigo a través de un chat, con el que por cierto, perdí hace años el contacto, salió el tema de las ciencias ocultas y los fenómenos paranormales. Él me contó su extraña historia con una güija y yo le conté lo que hace años me había contado mi padre que le había sucedido a él mismo una noche en el pueblo donde se crió. 

Aquel me pidió que le escribiese y enviase la historia con todo tipo de detalles para publicarla en su blog, pero pasó el tiempo y no llegué a escribirla. En parte, por pereza y en parte porque, las tres o cuatro veces que le pregunté a mi padre sobre el tema, se hacía el loco y me decía que en realidad había sido una tontería y estaba convencido de que tenía que haber alguna razón para explicar lo sucedido, lejos de estar relacionado con fenómenos paranormales o cosas del estilo. Mi padre no creía en según qué tipo de cosas.

La historia, como bien he dicho ya al comienzo, sucedió posiblemente hace más de cincuenta años en un precioso pueblo perdido de la mano de Dios, más cercano a tierras portuguesas que a cualquier capital de provincia española, donde los vecinos vivían -y aun lo hacen- exclusivamente de la agricultura y de la ganadería. Entrados ya en el verano, los lugareños se dedicaban a la trilla. En realidad, este proceso que hasta no hace muchos años se ha seguido realizando en este bello pueblo, puede parecer sencillo, pues no es otra cosa que separar el grano de la paja, ya fuese trigo, cebada o centeno, por ejemplo, pero resultaba mucho más laborioso de lo que pueda parecer a simple vista. Todo empezaba con un sorteo en la plaza del pueblo, junto a la iglesia, donde, tras la misa de algún domingo y en una reunión a la que denominaban "concejo", se decidía la parte de la era que le tocaba a cada familia para realizar la tarea de la trilla. Aunque la era no era muy grande, la zona favorita, era la más cercana a la fuente o chariz, donde poder llenar los botijos de agua sin grandes desplazamientos, avalada además por la sombra de dos hermosos chopos que tanta personalidad le dieron a aquel pueblo durante muchísimos años. Claro que, llegados aquí, tengo la duda de si aquel lugar era el favorito para los lugareños, o para mí, un niño que a finales de los 70, pasaba las jornadas de sol a sol subido a un trillo junto a sus abuelos. Y tanto el agua como la sombra, eran los mejores aliados cuando el sol parecía fuego.

Una vez decido el trocito de era que le correspondía a cada familia, había que ponerse en acción y el trabajo era duro. Muy duro. Lo primero, era ir a buscar a las tierras lo que ellos llamaban "el pan". Unas veces era trigo, otras cebada. A veces centeno, que anteriormente, habían segado durante muchos días, deslomándose en el proceso. El transporte, se hacía generalmente en un carro tirado por dos vacas, aunque los más pudientes, lo podían hacer en tractor. Una vez llevados varios viajes con aquellos montones de paja y espigas a la era, todo se expandía, haciendo un círculo de varios metros de diámetro por donde luego pasaban una y otra vez varios trillos, de nuevo tirados por vacas. Vueltas y vueltas sobre aquel montón de paja, denominado, si la memoria no me falla, "parva", de sol a sol, día tras día. Dos vacas por trillo. Y una persona siempre sobre aquel artilugio de madera lleno de piedras cortantes en su parte baja, generalmente sentada sobre un pequeño taburete, entre otras cosas para hacer peso y poder cortar bien la paja, pero también para guiar a las reses, para que no se detuviesen en ningún momento y para poder ponerles un latón debajo del culo cada vez que los animales cagasen, porque el pan no podía mancharse. Quizás, el rato más desagradable de la trilla. Por contrario, el más agradable, podía ser posiblemente el momento de la comida. Siempre en la misma era, bajo cualquier sombra. De menú, cocido, por lo general, hecho lentamente en la lumbre y en un pote color negro. El mismo pote en el que luego entrarían una a una todas las cucharas de los comensales, pues quizás, hasta los platos fuesen un lujo.

Al final de varias jornadas, todo estaba ya bien trilladito. Bien trituradito. Y era entonces el momento de abandonar la trilla, retirar los animales y hacer un gran montón con toda aquella paja, donde se podía ver uno de los momentos más emotivos de aquel laborioso proceso. Y es que casi todos los vecinos dejaban aparcados sus trillos para correr a ayudar a quienes les tocaba el turno de amontonar. Y a veces el humor estaba tan presente, que aquello parecía una fiesta.

Una vez amontonada toda aquella paja, tocaba el turno de limpiarla. Para ello hacía falta que hiciese un poco de viento y de esa manera, al tirar la paja al aire, se iba separando, poco a poco, el grano de la paja. Poco a poco. Muy poco a poco. En un lado, la paja llevada por el aire, en el otro, el grano, que caía por su propio peso debajo de uno mismo. Una pasada, y otra... Y otra... Uno tras otro. El abuelo, la abuela, el hijo, la nuera, los nietos... Allí trabajaba la familia al completo. Hasta los más pequeños. Todos terminábamos llenos de paja hasta las entrañas.

El resultado final, era un buen montón de paja por un lado y otro algo inferior de grano por el otro. A veces de trigo. A veces de cebada. Otras de centeno. Y aquel grano, todo un tesoro, se metía en sacos y se llevaba a casa, de nuevo en un carro tirado otra vez por vacas. Una vez en casa el grano y la paja, vuelta a empezar. Recoger la siega, llevarla en carro a la era, trillar de sol a sol en pleno julio o agosto, limpiar, separar la paja del grano... El tesoro. Llevarlo todo a casa. Y vuelta a empezar.

Y he aquí donde empieza la historia que me ha llevado a escribir todo esto. La que un día le conté a mi amigo, que ya no lo es, Alberto. 

Una vez separado el grano de la paja, había que llevarlo a casa, pero a veces no daba tiempo, caía la noche y había que dejar la tarea para el día siguiente. Y no hace falta resaltar el valor de aquel grano habiendo contado ya el largo proceso para llegar hasta él, así que, tan preciado pan -o tesoro-, no podía quedarse allí solo y casi siempre se quedaba a dormir en la era algún miembro de la familia para cuidarlo y que nadie lo robase.

Una noche de aquellas, quizás hace ya más de cincuenta años, les tocó quedarse a cuidar el grano a mi abuelo y a mi padre. Ya estaba todo el pueblo en silencio y totalmente a oscuras, cuando ambos se disponían a dormir en aquella era, junto a su grano, junto a su tesoro, realmente a escasos metros de su casa, cuando comenzaron a escuchar cánticos. Al principio se extrañaron, pero no le quisieron dar importancia, pues eran cánticos lejanos. Pero poco a poco esos cánticos fueron acercándose cada vez más, hasta tener la certeza de que provenían exclusivamente de mujeres, de muchas mujeres, y lo que cantaban... era el rosario. No era ni la hora ni el lugar apropiado para que lo que allí estaba pasando fuese normal, así que asustados, huyeron camino de casa, donde a buen seguro, no fueron capaces de quitarse en toda la noche aquella escena de la cabeza. Eso sí, a la mañana siguiente, el montón de grano de trigo, cebada o centeno, vete a saber, estaba en su sitio y todo era normal en aquel pequeño pueblo.

Mi padre siempre me lo contó como una anécdota curiosa, pero a la vez, procuró mantener en todo momento la versión de que tenía que haber una explicación coherente sobre lo que pasó. Algunos cuando les he contado la historia, directamente me han hablado de la Santa Compaña, una especie de procesión de almas en pena, creo que relacionada con la cultura gallega, la cual dicen que si se cruzan en tu camino, te llevan con ellos... para siempre.

Ahora el resto queda en la fe de cada uno. Lo que sí que puedo afirmar, es que hace doce o trece años, en el mismo pueblo yo viví también una historia extraña de esas que a uno aun se le ponen los pelos de punta cuando la recuerda, pero seguramente también tenga una explicación lógica, aunque esta ya la dejaré para otra ocasión. 

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Dedicado a mi padre y a mis abuelos, por la parte que les toca.

Gracias a Jeijo (ver Las Historias De Jeijo y Aliste) por ser el primero en decidirse a hablarnos de aquel bonito pueblo en Aliste.info.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hosti.s qué cague! Espeluznante la historia. El cementerio está cerca de la era... no digo más.

Anónimo dijo...

hey, acabo de ver en el blog de alerto que te apellidas belver...

un saludo de otro belver de samir (sobrino de rufino y rosario) y sigue con tus historias que es un placer leerte
manowarito.

Mundos Azules dijo...

Por cierto... a todos aquellos que tengais un poco de interés en saber algo, no solo sobre el pueblo del que yo hablo, si no sobre toda aquella comarca, os recomiendo pinchar en el enlace de la parte derecha de la página principal de este blog: Las Tierras de Aliste de Gumaro. Es sumamente interesante para aprender como fue la vida allí.

Mundos Azules dijo...

gumaro dijo...

La realidad es la que escribes Salva, muy duros fueron aquellos años que nos toco vivir pero que a la vez los recuerdo con nostalgia.
Despues de vivir tantos y tantos años el duro trabajo de la era, no pude guardar ninguna foto para el recuerdo. por cierto recuerdo el crrro ese que esta guardado ya casi como pieza de museo.
Gracias por escribirnos.
Saludos

Gumaro.

(Lo había publicado en otro posr él, y lo traslado yo al correspondiente)


Gracias, Gumaro,