jueves, 14 de enero de 2010

A gritos de Esperanza




Su nombre no hacía mucho honor a los tiempos que corrían, pero aquella niña se hacía llamar Esperanza. Ella era guapa, de media melena, morena, ojos verdes, tímida y algo descuidada, aunque estas dos últimas cualidades, quizás estuviesen más bien condicionadas por los días y el lugar que el destino le había reservado, que por la propia naturaleza de su ser. Años cuarenta, un pequeño pueblo de la montaña, con setenta y pico habitantes, que en invierno, se sigue tiñendo de blanco, creo que de la provincia de León, aunque bien podrían ser también tierras Astures.
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Aun no había cumplido los dieciocho aquella muchacha, cuando un hombre alto, vestido de sotana, con extraño y ridículo caminar, enorme crucifijo al cuello y cara de decir pocas veces la verdad, se presentó en su hogar. Como si le hubiesen estado esperando y sin nadie atreverse a decir nada, fue recibido por Esperanza, por sus padres, Vicente y Felisa, por su abuelo materno y por sus cuatro hermanos. Todos varones. Uno de ellos, se decía, adoptado. O al menos, apartado, desde el inicio de su vida, de sus verdaderos progenitores, por motivos que nunca nadie desveló. Ernesto, como así decía llamarse aquel sacerdote, fue bien recibido por la familia de Esperanza, que aquella mañana le dio de almorzar. Uno no sabe si por hospitalidad o por el qué dirán, que en aquellos días, podía hacer aun mucho más daño que una bala o una mala enfermedad.
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A medio almuerzo, en el que no faltaron ni el vino casero, ni mucho menos, el pan, casero también, el padre Ernesto explicó en la mesa el motivo de aquella inesperada visita. Estaba recolectando muchachas, muchachitas jóvenes, con vocación o sin ella, eso poco importaba,  -sobre todo por aquello de que, la letra, con sangre entra-, para irse con él. En poco tiempo, las apartarían de verbenas y demonios, de muchachos y provocaciones, y las convertirían en mujeres decentes de provecho. En hermanas de clausura dentro de algún convento del país. Que la iglesia andaba necesitada de mano de obra barata. La propuesta de Ernesto, instauró durante algunos minutos un silencio sepulcral en la estancia, tiempo durante el que, el sacerdote, fue el único de los presentes que no dejó de comer ni de beber, pero pronto, el cabeza de familia rompió su silencio para aceptar aquella proposición. Vicente solo veía cosas positivas en su decisión. Por un lado, se ganarían el respeto de aquel pueblo, poco castigado, en realidad, por la guerra o la posguerra, pero mucho por el hambre y la desconfianza entre vecinos. Por otro lado, sería una boca menos para alimentar en casa. Y al final, las muchachas, con el tiempo, solo podían traer problemas. Y así parecían haberlo vivido, desde siempre, en aquella vieja casa de paredes de adobe y piedra y techos de madera. La madre de Esperanza se opuso rotundamente a que la niña, su niña del alma, acompañase a aquel hombre que representaba a la iglesia, al que no miró a la cara más que lo imprescindible, pero su opinión poco o nada importaba.
- Felisa, más comida, que el padre Ernesto tiene hambre, cojones!-.
Y el padre Ernesto, sin inmutarse ante la exigencia de Vicente, como si estuviese ya, de sobra, acostumbrado a semejante trato denigrante hacia la mujer, y sin dejar de masticar ni un solo  momento, asintió con la cabeza, dando a entender que efectivamente, tenía hambre. O más bien, ganas de engullir. Y compartiendo a la vez tal exigencia. Esperanza, nunca exteriorizó, verbalmente, nada de aquello que pasó por su cabeza en aquel momento, pero su miedo fue más grande y expresivo que mil palabras coherentes juntas formando frases. Solo uno de sus hermanos, el adoptado quizá, se atrevió a decir algo: - cuanto hijo de puta compartiendo mesa -, intervención que solo le sirvió para seguir comiendo con la cabeza agachada y con cinco grandes dedos marcados en su cara. La huella de uno de ellos, se perdería dentro de uno de sus ojos, rojo como la sangre cuando se escapa de su cauce habitual. Esperanza siempre quiso creer que el autor de aquel tremendo bofetón, que tardó muchos años en olvidar, había sido Vicente, su padre, pero ella y todos en aquella mesa, sabían que no había sido así. El padre Ernesto no era tan bueno como decía ser. Todo lo contrario. Era algo que saltaba a la vista. Algo que todos sabían, aunque nadie nunca lo reconocería. EL padre Ernesto, era en realidad, una especie de diablo oculto bajo la protección de una sotana y bajo el amparo de una iglesia que caminaba de la mano junto con el régimen del franquismo. Y gracias a ello, no tenía necesidad de temer a nada ni a nadie. El propio Ernesto se sabía intocable.

Tres horas más tarde, Esperanza y el padre Ernesto comenzarían a andar. Lo harían sin dirigirse una sola palabra uno al otro. Ni tan quiera una leve mirada. Caminarían un buen trecho, antes de subirse, en un pueblo lindante, a un destartalado autobús, que les llevaría lejos de allí. Ernesto caminaba sonriente y engrandecido por su buen hacer y por llevarse consigo su premio. Esperanza lo hacía triste, con lágrimas en la cara y cargando con una vieja maleta con cuatro trapos que, de ahora en adelante, de poco la iban a servir. Y con sus zapatos llenos de barro. Aquellos zapatos, habían sido el último regalo de su hermano, aquel que se decía, era adoptado.
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Con tiempo, cualquiera puede ser capaz de hacerse a nuevas vidas y a nuevos proyectos y aunque no haya vocación, como ya hemos dicho antes, la letra con sangre entra. Esperanza terminó aceptando su nueva misión en este camino y acabó siendo monja espléndida. Una persona maravillosa, aunque también lo era antes. Se desvivía por ayudar a la gente y a sus hermanas, compañeras de fatigas, quizás muchas de ellas, cedidas también por el hambre y sus familias, como ella, aunque jamás habló con ninguna sobre esa situación. Allí estaban todas por amor. Por vocación. Por devoción. Y por servir a Dios, aunque este nunca les pidió nada. Ni siquiera, que estuviesen allí. Como tampoco fue Dios quien, casa por  casa, acudiera a buscarlas. Y mientras, en aquel pequeño pueblo asturiano o leonés, que ya no recuerdo, la familia se ganó un respeto que, de otra forma, no habrían logrado jamás. Incluso Tomás. El adoptado. Un buen muchacho. Quien nunca perdonaría a su padre, ya fuese padre o padrastro, aquella cesión, ni a su madre el haberlo permitido para, más tarde, justificarlo tan solo por amor a Dios. O por algún otro favor, quien sabe. Pero en aquella casa, nunca volvió a hablarse de aquel tema. Nadie sabía nada. La niña estaba al servicio del Señor.
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Pasaron diez años y en aquel pequeño pueblo de huertas y ganado, poco o nada cambió, salvo que el abuelo había muerto una mañana de frío. Esperanza no pudo acercarse a su funeral. La condición de su clausura, se lo impedía. Una tarde, después de la siesta, apareció en el pueblo Esperanza, guapa, muy guapa, bien vestida y muy blanquita de piel, como si nunca la hubiese dado un solo rayo de sol, caminando por la estropeada carretera y todo fueron besos, abrazos y alegrías. No se habían vuelto a ver desde aquel día en que llamó a la puerta el padre Ernesto, ahora ya fallecido, por la gracia  -o por la suerte- de Dios. Tan solo cuatro o cinco cartas manuscritas, en las que nunca se decían nada de interés. Su único objetivo, querer quedar bien. De un lado y del otro, posiblemente. Y algún bonito paquete con pequeños regalos, remitidos por su hermano Tomás, a los que ella nunca se atrevió a contestar. Aunque entonces, aquel día, dejaba de ser día y se convertía en un gran día. Tomás... Su hermano adoptado del alma… Su familia entonces, corrió a avisar a los vecinos, pues la hermana Esperanza estaba de visita y aquello llenaba de gloria al pueblo y, en especial, a la familia. Hasta que, el silencio, volvió a instaurarse, igual que, cuando hacía diez años, sentados en la mesa de la casa familiar, Ernesto propuso llevarse a la niña consigo. De la misma forma que entonces, el silencio venía ahora acompañado de una decisión.
-Ya no soy monja. He abandonado. Colgado los hábitos. No tengo vocación. Quiero vivir de otra manera. Sabréis respetarme, estoy segura. -.
El problema era que, aquella gente, o no entendía de respeto o lo entendían solo a su manera. El respeto para ellos, pasaba por hacer lo correcto solo ante los ojos de quienes se autodefinían los enviados de un Dios que, en realidad, nunca les envió. Aunque con ello, sentenciasen la vida de una persona. O la vida de un millón.
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Esperanza ahora era una marrana. Una mal nacida. Un trozo de mierda, una apestada y un lastre para aquel pueblo y para aquella desdichada familia. Nadie quiso comprenderla y aunque fueron muchos los que sintieron verdadera lástima y hasta empatía, no se atrevieron a hablar. Todavía corría a sus anchas el miedo por el pueblo. Padres y hermanos, le dieron la espalda a Esperanza y la invitaron a marcharse inmediatamente y para siempre de allí. No era bien recibida. Esperanza empezó a caminar, tambaleante,en la misma dirección que lo había hecho hacía diez años, otra vez triste, mucho más que aquella otra vez y con sus ojos, de nuevo, encharcados de lágrimas, como aquella tarde cuando acompañaba al padre Ernesto. Al mal nacido Ernesto. Con aquellos mismos zapatos que, con mimo, había conservado y cuidado durante tantos años. Y de nuevo, su hermano Tomás, se atrevió a decir con voz fuerte y firme:
- cuanto hijo de puta suelto en este puto pueblo -.
Su padre adoptivo se le acercó rápidamente y levantó la mano con intención de marcarle la cara otra vez, como hiciera hace diez años, pero esta vez, Tomás tuvo tiempo de agarrarle del cuello, echando su cuerpo hacia atrás para evitar ser golpeado por Vicente, a la vez que le dijo:
- atrévete a ponerme la mano encima y te mataré yo mismo. Siempre fuiste tan miserable como mi propio padre! -.
El viejo se apartó, bajó la mano y la mirada a la vez, se dio media vuelta y, con cara de resignación y mirada vencida, se marchó junto con Felisa, su mujer. Felisa no había abierto la boca desde que Esperanza les comunicó su abandono del convento y había mostrado continuamente una mirada que mezclaba odio y asco hacia su hija, pero ahora que se marchaba con su marido, iba llorando. Ambos, Vicente y Felisa, sabían que no estaban siendo correctos, pero nunca se atreverían a admitirlo. En el fondo, también sentían miedo. Miedo del hambre. Miedo del cura del pueblo. Miedo de la iglesia. Miedo de los que, años atrás, ganaron la guerra. Miedo de sus propios vecinos. Miedo a la verdad. Prefirieron perder a dos de sus hijos y seguir acudiendo los domingos y fiestas de guardar a escuchar misa, antes que actuar en base a la cordura y a la razón. A sabiendas de lo que, mucho ignorante, hubiese podido hablar. Aunque nunca fueran capaces de quitarse de la cabeza a aquellos dos encantadores muchachos y murieran, no muchos años después, con ello a cuestas sobre sus conciencias.
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Tomás corrió entonces, hasta dar alcance a Esperanza. Entrelazaron sus manos y ambos siguieron caminando hasta perderse de vista por aquella carretera que, más bien, parecía ser un camino. Ella le contó que aquellos diez años, no habían sido su vida, aunque reconocía haber conocido a gente muy buena. Casi todos lo fueron en aquel convento. Todos, menos el padre Ernesto, al que vio en muy contadas ocasiones y en casi todas, ella terminó vomitando bilis desde lo más adentro de su ser. No sé donde fueron, pero sé que Tomás y Esperanza lo hicieron juntos. Y juntos siguieron hasta ya viejecitos. Tuvieron dos hijos, cada uno de un sexo, a los que quisieron, educaron y respetaron como a nada en la vida. Lejos de curas. Lejos de iglesias. En el fondo, sabían que nunca fueron hermanos y solo ellos podrían decirnos si aquella historia, se habría sembrado mucho antes de marcharse ella al convento, aunque por mil razones, siempre callaron. Fue su secreto. Porque ellos también conocían el secreto. Solo sus padres, Felisa, Vicente y Ernesto. Sus padres y ellos. No eran más que unos niños cuando, jugando a esconderse, escucharon aquella discusión entre personas mayores. Tomás era hijo de Felisa y del miserable padre Ernesto. Esperanza era hija de Vicente y de una mujer de la que, solo sabían, murió en el parto y de la que nunca nadie volvió a hablar jamás.

Con el paso de los años, creyeron haber perdonado. A todos menos a Ernesto, que no se lo merecía. Y siguieron creyendo en Dios. Pero a su manera. No a la que nadie les vendió. Y Esperanza gritó, una y mil veces, que nunca, nadie, les volvería a separar. Y nunca nadie les separó.
 
 

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