viernes, 4 de junio de 2010

Verónica



 Durante los días de verano, y más concretamente, aquellos del mes de Agosto, la explanada de hierba cercana a nuestra casa de veraneo y al hogar de mis abuelos, era el lugar donde las gentes del pueblo trillaban sus cosechas. Al caer la tarde, la era se convertía en zona de encuentro de los rapaces del pueblo. Algunos vivían allí de forma permanente. Otros, los que más, tan solo se dejaban caer cuando sus padres, nacidos generalmente en el lugar, disfrutaban de sus merecidas vacaciones junto a los suyos. Unos y otros nos reuníamos en aquel mágico lugar que aunque aun hoy existe, la magia ya no es tanta.
Un verano de aquellos, posiblemente sin haber llegado aun al ecuador de la década de los ochenta, los inocentes juegos habituales se transformaron en un tanto macabros y cambiamos el escondite o esconderite - nunca tuve claro como llamarlo-, las bicicletas, el balón y las porterías a base de piedras y camisetas, por las cosas ocultas y el rollo del más allá. Creo que fue una de las niñas de Vitoria quien importó la idea, que no tardó en causar furor ante el resto de chavalería. El juego era sencillo. Un libro cualquiera y unas tijeras de costura. Las tijeras eran atadas con hilo de coser a las páginas centrales del libro. El filo siempre hacia dentro y los ojales siempre en la parte exterior del libro para poder sujetar el invento. Dos dedos lo hacían posible. Un dedo de cada niño. Un niño a cada lado. A veces elegidos al azar. Otras, se seleccionaba por mayoría absoluta al más pardillo del grupo. Incluso algún valiente se prestaba en ocasiones voluntario a la faena. Y listos para invocar. Y entonces todos, niños y niñas, en círculo, con el libro cogido entre aquellos dos elegidos, hacíamos preguntas que Verónica no dudaría en contestar. Y cuidadito. Mucho cuidadito con meter los dedos en el interior de los ojales o con que se te cayese el libro al suelo. Aquello era aun mucho más grave que mofarse de ella, algo que por precaución, ni se nos ocurría hacer. El respeto era profundo. Similar al miedo. 
Verónica, la invocada, era una mujer asesinada a manos de su marido, quien para acabar con su vida, se sirvió de unas tijeras que luego guardó en el interior de un libro. O al menos, así nos lo hizo saber nuestra amiga de Vitoria. La misma que si algún desalmado osaba reírse del juego, afirmaba poder enviarle por la gracia divina de vete a saber quien, una sombra negra y maléfica que le seguiría de forma constante y le amargaría las vacaciones y quien sabe si hasta el resto de vida. Un par de caídas en bici, algún ruido que otro al volver a casa de noche y una patada de yegua a Rafita, uno de los niños más pequeños del pueblo, harían crecer el miedo entre el resto.
¿De mayor seré futbolista? ¿Me casaré con Mónica? ¿Aprobaré en septiembre las siete que me quedaron en junio? ¿Me comprarán mis padres a la vuelta de las vacaciones la BH California? ¿Y el camión Pegaso de Rico? ¿Me tocará la lotería para poder estar viajando todo el día y poder llevarme a todos mis amigos en la super mega furgoneta que me voy a comprar? Si aquello giraba hacia la derecha, la respuesta era afirmativa. En cambio si giraba hacia la izquierda, sería negativa. Y siempre giraba. Hacia un lado o hacia el otro, el libro aquel siempre giraba. No se si por el viento, porque alguien motivaba el giro, por peso o porque Verónica realmente estaba presente y contestaba a nuestras dudas del futuro. Y así un día tras otro. Siempre al caer el sol. Cuando la era se quedaba vacía y se llenaba de trillos vacíos que esperaban ansiosos una nueva jornada para volver a su aburrida y rutinaria ruta circular que nunca les llevaba a ninguna parte.
Aquello no era más que una forma de pasar el tiempo, aunque pasábamos miedo. Solo éramos niños, pero sabíamos que aquel juego no entraba dentro de lo normal. Quizás solo fuese una tontería, pero estaba claro que desafiábamos a algo extremadamente desconocido.
Y entre libro y libro y entre tijera y tijera, uno de aquellos días, a otro de los niños del pueblo se le fue un poco la olla también y nos hizo saber que, al igual que nuestra amiga de Vitoria era capaz de comunicarse con Verónica tan solo con taparse la cara con sus manos, él era capaz de hacerlo con un tal Omnibus. Otro espíritu malvado. Aunque este nunca nos contó su leyenda. Digo yo que porque el coco tampoco le daba para tanto y con hacer un poco el Paripé, ya le servía para lograr su protagonismo y su rato de fama. Para darle más realismo, eso sí, y ese punto macabro que te rulas al asunto, Francisco José solo se comunicaba con su ente particular acostado sobre una tumba. Así que muchas tardes al esconderse el sol, entrábamos a escondidas en el cementerio para que aquel charlatán de Valladolid dejase volar su imaginación y de paso nos prometiese el universo a los demás a la vez que nos metía el miedo dentro del cuerpo. 
Hoy sé que nada de aquello fue serio, más que nada porque a mí aquel libro me vaticinó una docena de veces que me casaría con una muchacha que hace casi treinta años no veo y que jugaría de portero en el Athletic Club de Bilbao, cuando en la actualidad sobra que recuerde que aborrezco el fútbol. Pero curiosamente, siento más miedo hoy al recordarlo, que entonces al invocar al espíritu de Verónica.

3 comentarios:

Jejio dijo...

Era un juego divertido... por la tarde claro, porque a mí la Verónica aquella me aterraba cuando me iba a dormir...
Del Omnibús (jaja vaya nombre!) no me acuerdo pero sí del personaje de Valladolid y sus chaladuras :>

Creo que la era no ha perdido su encanto, más bien somos nosotros que como adultos ya no la vemos como antes...

Anónimo dijo...

Ni me había vuelto a acordar.¿Quién sería la de Vitoria?Prefiero la magia del recuerdo que ver que no todo es como lo recordaba

Mundos Azules dijo...

Jeijo, seguramente tengas razón. No es culpa de la era, es culpa nuestra.

Anónimo, estabas en el ajo y no sabemos quien eres... (Firma el comentario)