sábado, 27 de noviembre de 2010

Cuando seas padre, comerás huevos



Tuve la suerte de no tener que escuchar esta frase en mi casa jamás. O al menos nunca en serio. Quizás en alguna aislada ocasión y siempre entre risas y ratos poco serios. Y lo agradezco. Nunca tuve queja alguna de mis padres. Y me consta que ellos tampoco de mí, salvo en que en lo referente a los estudios, siempre fui algo patán. O te gusta o no te gusta. Y a mí no me gustó demasiado. Ahora ocupo el rol de padre y espero no utilizar tampoco esa frase jamás. Y es que como viene a decir Khalil Gibran en El Profeta (libro del que ya hablé en otra ocasión -gracias doblemente, Xaho-), nuestros hijos no son nuestros. Son los hijos de la vida. Vienen a través nuestro, pero no vienen de nosotros. Y aunque están con nosotros, no nos pertenecen. Podemos darles nuestro amor, pero no nuestros pensamientos. Podemos albergar sus cuerpos, pero no sus almas. Podemos esforzarnos por ser como ellos, pero no busquemos el hacerlos como nosotros. Nosotros somos el arco desde el que nuestros hijos, como flechas vivientes, son impulsados hacia delante.

Algún día abandonarán nuestra casa, que hasta entonces habrá sido también la suya,. Sin condiciones. Sin bravuconadas. Sin caudilladas tipo “esta es mi casa“. Sin la prepotencia paternal del “cuando seas padre, comerás huevos”. Como si ser padre le diera a uno derecho a gobernar de por vida la vida de otro. De tú a tú. De padre o madre a hijo. Con respeto. Pero respeto mutuo. No el de la fuerza. No el del miedo. Ni el de yo me como los huevos y te jodes que tú no. Abandonarán nuestra casa y entonces empezarán una vida sin nosotros. Formando una nueva familia. O lo que ellos quieran. Ley de vida. Puta vida. Para bien o para mal. Que está de sobra que a estas alturas venga yo con esto. Pero algunos ni aún así.

Alguno pensará que vaya progenitor de las pelotas. Que si la disciplina y tal. Educación y más educación. Respeto, misa del domingo, -buenos días, Padre Ernesto-, buena cara a los ancianos, camisa abrochada hasta el final y zapatos de charol. Como si el “ordeno y mando” fuese educación. Yo eso prefiero dejarlo para el ejército. Allá se apañen, que ahora van voluntarios y a mí ni me va, ni me viene. Pasé en su día el servicio militar rodeado de auténticos miserables que se creyeron mierda sin llegar a pedo y si de algo me alegro por mi hijo al respecto, es que jamás pasará por ello. O eso espero. Porque con los catetos y catetas que nos gobiernan, cualquier día nos lo instauran otra vez hasta sin ellos mismos darse cuenta. Pero este no es el tema, coño. Me pasa a menudo, que me lío, me caliento y se me escapa el tiro por la culata. Y al final acabo hablando de las calabazas que cultiva Goyo en la huerta de La Siebe. Qué barbaridad de calabazas, por cierto.

A lo que iba. Que no hablo aquí de permitirle a un hijo todo lo que quiera. Ni mucho menos. Que tiene que entender que las cosas no vienen del cielo. Que siempre hay que aceptar unas reglas de convivencia. Que nadie regala nada. Ni siquiera los sinvergüenzas de Vodafone, por mucha mierda que nos vendan por la tele (mira que les tengo asco…). Que ganar dinero cuesta mucho. A unos más que a otros. Que la vida no es un juego, aunque a veces sea importante saber jugar. Porque, y lo digo muy en serio, conozco niños, hoy mayores, a los que nunca les dejaron ni jugar. Que lo más importante es ser buena persona. Por encima de cualquier cosa. Por encima incluso del dinero. De la clase que uno tenga. Por encima de los estudios o la profesión. Que las etiquetas que se inventa otro me las paso yo por las pelotas. Y sobre todo, que sea siempre él. Que ningún mangurrino le diga como tiene que pensar. Y que mandar a la mierda de vez en cuando al que lo merece, no es faltar el respeto, ni mucho menos.

Siempre tuve la suerte de no escuchar jamás en mi casa aquello de que “cuando seas padre, comerás huevos”. También tuve la suerte de que nunca me faltó de nada. Quizás sea cierto que nunca me compraron el camión de juguete Pegaso de Rico, ni el tren eléctrico. Tampoco el Cinexín. Pero el mejor filete que fue a parar a la nevera, siempre fue para mí. Mi padre siempre lo reservaba. Incluso cuando ya no vivía bajo su techo.

Y tarde o temprano, mi hijo llegará una noche a casa con exceso de copas. Y yo le diré que eso no está bien. Poco más. Yo también lo hice. Y tú, así que no me vengas ahora con tu puta hipocresía. Le hablaré de las consecuencias del abuso. De que las drogas son una mierda y solo benefician al que las vende y al que las prohíbe. Y me gustará que estudie, lo que no hizo el payaso de su viejo. Y tendrá una edad en la que querrá marcharse de fin de semana. Con sus amigos. Con su chica. Con su rollito pasajero. Con la cartera llena de condones y la mochila de botellas. ¿Y qué le voy a decir? ¿Qué cuando se padre comerá huevos? Llevo un par de años siendo padre y toda una vida comiendo huevos. Así que guárdate tus consejos para tus hijos. No soy yo quien para decirte como educarlos. Pero apúntate esta y recuerda; tú tampoco eres nadie para decirme a mí como hacerlo con los míos. Mi hijo solo tiene dos años y lleva año y medio comiendo huevos. El tuyo los comerá y tú serás tan tonto que ni siquiera te enterarás.

viernes, 19 de noviembre de 2010


Que sí, que me lo dicen tantas veces, que al final me lo voy a acabar creyendo. Que soy raro. Pero no un raro cualquiera, sino un raro de verdad. Raro porque no me gusta el fútbol. Raro porque me aburre ver carreras, ya sean de coches o de motos, de bicicletas o de sacos. Raro porque no me siento identificado por ningún escudo ni camiseta, sea esta del equipo de mi pueblo o del equipo del pueblo de ahí al "lao" . Raro porque no sé jugar ni al tute, ni al mus y tampoco tengo ganas de aprender. Que odio los juegos de cartas, coño. Que sí, que vale, que soy muy raro. Raro porque el baloncesto me parece un coñazo y el tenis aun mucho más. Porque no me gustan los 40 Principales ni Cadena Dial. Porque odio Tele5 y no soporto los ladridos ni de Enrique Iglesias ni de David Bisbal. Raro de cojones porque no entiendo la competición. Porque abogo por la igualdad y en lo que yo entiendo por igual, nadie es mejor que nadie si la suerte no está de su favor. Raro porque me cabrea que todo dios sepa quien es Belén Esteban o Rafa o Nadal y solo unos pocos conozcan el trabajo de un tal Pedro Cabanas. Raro porque si me preguntan por Pedrosa, digo que es un pueblo de Burgos y si lo hacen por Hiniesta (o como se escriba), contesto que un pueblo de Zamora. Si, lo se, soy un tipo raro porque no me gustan las banderas, sean rojas, verdes o amarillas. Raro, porque ni patriota ni nacionalista. Raro porque odio ver la tele y a veces me gusta pasear en soledad observando cosas que ya las tengo vistas. Raro porque critico lo que no me gusta y protesto ante lo que considero injusto, en lugar de cerrar el pico y tragar mierda como hacen los borregos y alguno más que yo me sé. Raro porque aunque mi pasión sea la música, me revientan los productos creados bajo la tutela de un soplapollas experto en hacer dinero que se empeña en hacerme creer que esa mierda que suena por la radio previo pago es una canción. Raro porque aunque me siento estafado por los intocables de la SGAE, me sigo comprando aquellos discos que de verdad merecen ser comprados y no bajados de la red por la puta cara, porque en realidad eso es robar. Robar la creación de un artista. Raro porque no entiendo que haya una iglesia en cada pueblo y solo una ambulancia y un parque de bomberos por cada cincuenta pueblos o a veces más de cien.

Soy raro porque no me gusta la caza ni tampoco me hace gracia el cazador. Porque procuro no matar ni a las hormigas y porque no considero fiesta nacional el ver sufrir a un animal. Raro porque una vez visité el Guggenheim, salí de allí diciendo -vaya mierda- y me prometí no volverlo a visitar, salvo un compromiso, digamos que por obligación, como el que me llevó a hacerlo aquella primera vez. Raro porque me gusta el vino, pero me repatea toda la tontería que hay alrededor de él. Porque el vino sabe a uva, no a cereza. Y su color es el de la uva, no el de la cereza. Y todos los vinos son afrutados, porque todos salen de una fruta llamada uva, menos la mierda de Don Simón y alguno más que venden en brik, que salen de vete tú a saber donde. Y ni son vinos, ni son "ná". 

Lo reconozco. No me queda otra. Soy raro. Raro de cojones. Raro por creer que quien hoy es idiota, mañana puede ser un gran tipo. Al fin y al cabo, el tiempo y solo el tiempo es quien cura el mejor jamón y convierte en un buen vino a un simple mosto fermentado. Raro porque no reposto en aquellas estaciones donde la gasolina me la tengo que echar yo y no me cobro en aquellas de centros comerciales donde me tengo que cobrar yo y raro porque no obedezco ni me gustan las funciones de los vigilantes de seguridad, porque es una forma ruin de privatizar la policía. Soy raro por desconfiar de los hombres que dicen hablarme en nombre de Dios, cuando Dios jamás les ha pedido que hagan eso por él. Por pensar que a mi gobierno se la sudan mi salud y mi bienestar y solo busca su cartera llena de billetes. Raro porque estoy cansado de lo políticamente correcto y aunque me llames cerdo una y otra vez, prefiero tirarme un pedo y sonreír de placer a sufrir un dolor de tripas del que me tenga que retorcer. Soy raro, claro que soy raro, raro porque escribo tonterías como esta en mi muro, y aunque luego me digas que te gustan y que escriba pronto otra vez y que vuelva a ser el mismo cuando dejo de serlo, en el fondo sé que ahora mismo estás pensando lo que yo: -pero que raro es este tío-

lunes, 15 de noviembre de 2010

Gracias por llamar.



Un cortado y un Nestea sobre la barra aun sin empezar, dejaban constancia de que acabábamos de entrar hacía nada en aquel bar junto a las urgencias del hospital. Entre la gente, apareció una señora de avanzada edad, la cual le sugirió al camarero la posibilidad de hacer una llamada de teléfono, aunque el empleado le hizo saber que la única cabina que colgaba de un rincón de la pared se encontraba averiada. Y siguió atendiendo al personal, entre otras cosas porque el local estaba lleno y a nadie le importan los problemas de los demás. Un con leche. Un crianza, tres cortados y un croissant.

Ante la cara de preocupación de aquella desconocida mujer, no pudimos evitar abordarla y sugerirla que dentro de las urgencias encontraría otra cabina, aunque nos afirmó que ya había buscado y que tras la reciente remodelación del centro hospitalario, le habían asegurado que no existía ninguna. Y que la urgía llamar. Acompañaba a un enfermo y ella sola no se valía para estar con él. Le echó cara al asunto y nos pidió que si alguno disponíamos de teléfono móvil, la permitiésemos llamar, no sin antes ofrecerse a pagar lo que considerásemos por el favor.

Con la que cae, reconozco que uno ya no se fía una mierda ni de los octogenarios con muletas, pero algo me llevó a sacar mi móvil del bolsillo, puede que hasta un tanto resignado y dejarla llamar. No tardamos en darnos cuenta de que posiblemente aquel fuese el primer teléfono móvil que la mujer tenía entre sus manos, por lo que la pedí el número con el que quería contactar y yo mismo le marqué. Nerviosa, empezó a hablar y a decir que fuesen al hospital, que le dejaban ingresado, sin saber nosotros en ningún momento a quien se refería ni con quien hablaba. Tampoco nos tenía porqué importar. Al fin y al cabo cada uno va a lo suyo. Pero la inexperiencia de la mujer en esto de la tecnología quedaba patente y al final opté por volver a llamar yo mismo y explicarle su problema al interlocutor, que muy amable me comunicó que por favor le dijese a la señora que no se preocupase y que ellos iban enseguida. La mujer, agradecida, echó mano a su cartera, a la vez que preguntaba cuanto me debía por las llamadas. Yo la dije que nada, que marchase tranquila. Ella insistió, pero yo insistí aun más. Y se marchó. Dio varias veces las gracias y se marchó. Aunque nos dio tiempo a ver que lo hacía entre lágrimas. Solo entonces pensé en lo grande que puede ser una pequeña gran acción. Y en lo gilipollas que pude haber sido si cuando nos pidió el teléfono, le llego a decir que no.

Todo ello no duró más de un par de minutos. Mucho menos de lo que he tardado ahora en contarlo yo. Pero no sé porqué coño, aun no he conseguido quitármelo de la cabeza. No acerté a decirle nada más, pero ojala que todo vaya bien.

lunes, 8 de noviembre de 2010

39 añitos...



Que sea precisamente hoy el día que me decido a romper mi silencio tras más de cuatro largos meses sin escribir ni una sola palabra en mis Mundos Azules, puede que no sea una simple casualidad. Que sea hoy precisamente, el mismo día que se cumple el aniversario en que mis padres me vieron y ayudaron a nacer, puede que no haya sido un simple hecho al azar y que hasta forme parte de mi propio y personal regalo por tal efeméride. Y es que hoy cumplo años. Puede que muchos. Tal vez demasiados. Y de repente, rozando, aunque aun sin llegar a la cifra crucial que empieza por cuatro, uno se da cuenta de que la cosa va en serio. Que la vida no se detiene ante nada y por nadie. Que ayer yo era lo más parecido a un niño y mañana, y siempre con algo de suerte, seré ya un tanto viejo. Que ya no subo la cuesta. La llevo tiempo bajando tras, me imagino, haber hecho cima y esta montaña se sube y se baja una sola vez en la vida. Que noto mi cambio. Que ya no soy el de antes. Que me canso enseguida y me tuesta una mísera copa o una triste cerveza. Que me encabrono más pronto y que suelto más tacos con menos motivos. Que a veces creo en dios y otras siento que ya no sea nadie si no me cago en él antes. Y no es que me guste, pero ni es culpa suya ni es culpa mía, sino de aquel miserable que me engaña y vacila, o al menos lo intenta, en su nombre y hace que pierda mi fe. Que el monigote de rojo de mi hombro izquierdo expulsó casi a tortazos al pobre angelito bueno de blanco que revoloteaba a mi lado tocándome el arpa. Que me tiembla el pulso al pensar ciertas cosas que antes jamás me asustaban y me cuesta lanzarme a la piscina sin pensar antes cientos de veces en sus consecuencias. Que ya no creo en siglas políticas, solo en algunas pocas personas decentes que no se corrompen. Que ya no corro con el coche y me revienta el que conduce borracho o drogado sin importarle una mierda ya no su vida, sino la tuya y la mía. Que los tontos cada vez me dan más grima y más asco y tardo algo menos en detectarles y enviarles por el atajo más corto a la mierda. Y que mis cosas ya no me importan lo mismo. Que prefiero dedicarle ese tiempo a mi hijo. Y a aquello bonito que venga. Disfrutar de la vida junto a mi esposa, aunque sea esta una palabra que suene a “vaya faena” y la asocie a la iglesia y a sus normas absurdas. Y también compartir mis risas y penas junto a esos cuatro o cinco amigos que aun creen en mí y yo más en ellos. Que a veces doy quiebra y otras me siento un figura. Que no me gusta cumplir años y lo que para algunos es guapo, emocionante y la caña, para es una mierda, me acojona y me convierte en un protestón y en un antitodo. Que discuto por todo, aunque puede que esto más que por viejo, sea porque me gusta. Que miro a los niños y quiero volver a ser uno de ellos. Inocencia ante todo y maldades las justas. Que de malos está ya el mundo lleno.

Que sea precisamente hoy cuando por fin escribo algo en mi blog, es algo que tenía ya en mente desde hace algún tiempo. Incluso desde antes de aquel día de boda en que Ane, la prima que me prestó mi mujer, me recordase que llevaba tiempo sin contar nada de nada. Como si de repente hubiese abandonado mis Mundos Azules. Y prometí entonces hablar de ella, aunque fuese solo un poquito. Y de ella he hablado. Legal ante todo. Por mí y por ella.

Que no es que hoy sea un día especial. Más bien un día cualquiera. Triste gris y lluvioso. Nunca me gustó cumplir años y no se porqué, ya que siempre será peor no cumplirlos. Pero hoy me regalé esta entrada, porque es mi cumpleaños y no es que cumplir años me haga del todo feliz, pero creo que me consuela pensar que mañana por fin, será ya otro día. Y que por fin hoy, rompí este largo silencio.