lunes, 21 de febrero de 2011

El rebelde y un par de botones.


Eran días de escuela. Mediados de la década de los 80. Los martes, antes de acceder al "puente caracol" que me llevaba directo al colegio, paraba por la tienda de chuches conocida como la de "las viejas" con el fin de comprar la revista Tele Indiscreta. No por su inútil y patético contenido informativo en sí, sino por las pegatinas preadolescentes que siempre regalaban con ella. Era un fanático, especialmente de las pegatinas las de la serie "V", que pegaba con esmero en portada,  contraportada y por todo el interior de mi carpeta- clasificador estudiantil. He de reconocer que humana o lagarta, Diana -léase Daiana- tenía su morbazo. Sabrina, Samantha Fox, Sandra o C.C. Catch eran otras de las habituales de aquellas pegatinas de las que uno presumía en clase. A uno les costaba dejar de mirarlas.

Mi relación con los compis de clase era generalmente buena. Con algunos, aunque no muchos, sigo manteniendo el contacto, algo que después de 30 años, no es tarea fácil. 
A veces decir la verdad te convertía en el villano de la escena y la infundada fama de malo, rebelde o yo qué sé que tenía, vencía a la razón. La inteligencia no se medía entonces, como tampoco se mide ahora, de forma superficial ni por instinto, aunque muchos piensen lo contrario. Y como muestra, no un botón, sino mejor un par de ellos. De botones digo... Os cuento:

El botón de la payasa.

Una mañana de escuela cualquiera de aquellas mañanas de mediados de los 80, al salir de casa, mochila a la espalda, con mi meta puesta en el cole, a escasos cien metros de mi portal, me encontré tirado en la calle un sobre abierto. Al curiosear en su interior, descubrí que dentro había un cheque a nombre de un tipo, que para mi grata sorpresa, resultó ser el padre de una de mis compañeras de clase. Casualmente, no de una compañera cualquiera, sino que aquella era la niña que me gustaba. Bueno, a mi y creo que a media clase de "A". No solo me gustaba, me volvía loco, las cosas como son. Ella, sabiéndose de su relativo atractivo y de su lista de "bobo-seguidores", no era precisamente la más humilde del lugar, pero bueno, digamos que tampoco es algo reprochable hacia una niña de 12 o 13 años, guapa por la gracia divina de Dios y no por méritos propios. Emocionado entonces yo por el hallazgo como una adolescente devota católica y practicante en el día de su confirmación, me acerqué a ella nada más entrar en clase y le di el cheque, pensando, tonto de mí, en que con aquel gesto me ganaría para siempre su simpatía y eso me daría infinidad de puntos frente al resto de admiradores. Nada más lejos de la realidad. La muy payasa, guapa por fuera, pero payasa por dentro, se mosqueó conmigo y me preguntó una y otra vez que de donde coño había sacado yo aquel sobre con aquel cheque. Insinuó en varias ocasiones que yo se lo había quitado del buzón de su casa e incluso así se lo hizo saber a los profesores, que aunque en un principio me interrogaron algo mosqueados, al final creo que optaron por creerme, más que nada, por aquello de que zanjaron el asunto sin más miramientos y no volvieron a sacar el tema. Aunque ella, la guapa y payasa a la vez, creo que nunca me creyó. Luego me arrepentí de habérsela dado y de no haberla hecho pedazos o mejor aun, haberla dejado a merced de algún desalmado. Su padre no tenía culpa, lo sé. Pero yo tampoco y de haberla creído, es posible que me hubiese metido en un lío. Desde entonces me empezó a caer mal. Incluso dejó de gustarme. No se lo merecía. Crucé el paso de cebra que separa  el amor del odio en menos de lo que se cobra un cheque. Por payasa.

El botón de la pizarra.

Cabe destacar que durante mi etapa de la EGB, nunca fuí el mejor de la clase. De hecho, es posible que ni siquiera estuviese entre los 20 o 25 mejores. Y aun superando la treintena de niños en el aula, no éramos tampoco muchos más. Yo creo más bien que encabezaba la lista de los malos. La de los trastos y rebeldes. O los capullos. Como quieras llamarlo. Porque vago tampoco era. Cuando me pongo y el tema me interesa, no hay quien me gane. Pero el cole me aburría más que a Belén Esteban un museo de Bellas Artes. A veces me pasaba horas desahuciado y castigado en el pasillo del colegio, aunque esto me sirvió para aprender a bailar breakdance, ya que allí, bajo el mismo castigo, nos reuníamos lo mejorcito de cada clase y tampoco era plan de estarnos quietecitos mirando al techo. Raúl, Tanti o Toni eran compañeros de pasillo habituales. Está claro que si no éramos buenos en clase, tampoco íbamos a serlo en los pasillos. Hoy lo pienso y reconozco mi maldad y mi pasotismo, pero también es verdad que tuve unos maestros que nunca pusieron el más mínimo interés por aquellos que no queríamos estudiar. Preferían enseñar a los que ya sabían. A los buenos estudiantes. A los que no les daban problemas. Y al fin y al cabo yo solo era un niño. Un niño que comparado con todo lo que se cuece hoy en día, sería algo rebelde, pero era un completo bendito. 

Una tarde, después de terminar las clases y siendo yo el último en salir del aula, escribí algo a tiza en la pizarra. Lo que ya no recuerdo bien es que fue lo que puse, pero algo del estilo a "tonto el que lo lea" o similar. Elementalmente, a la mañana siguiente, nada más empezar la clase, se lió. La tutora, a la cual yo le tenía un profundo odio y, rencores aparte, juro que olía peor que mal, preguntó a ver quien había sido el gracioso y sinvergüenza que había escrito aquello. Y como no podía ser de otra forma, allí nadie contestó. Yo tampoco. Sería malo, porque lo era, pero de  tonto ni un pelo. Entonces la tutora, en su linea de mala malísima de la muerte, que también lo era, aparte de como ya he dicho antes, oler a demonios, nos amenazó a toda la clase con suspender una excursión que teníamos prevista en breve si no salía a lo largo de la mañana el autor de aquella pintada, que decidió no borrar para hacernos sentir a todos, especialmente al autor, aun más culpables. Todos nos mirábamos unos a otros como presuntos cabrones, suplicándonos en silencio unos a otros que levantase la mano aquel que lo hubiese escrito. Y es que a todos nos jodía que nos robasen por la cara aquella excursión que ya no recuerdo donde era. En un acto de buena fe y solo por salvar aquella salida del cole, me delaté. - He sido yo - dije en voz alta. La mofeta que tenía por tutora, de nombre Mariangeles, y esposa a la vez del propio director del cole, me miró extrañada y me dijo que yo no había sido. Un gamberro y capullo como yo, nunca se delataría. Insistí. - He sido yo, de verdad -. Pero siguió sin creerme e insistiendo para que se delatase el verdadero autor de aquel "tonto el que lo lea". Al final fuimos de excursión y me libré de aquel marrón solo por ser malo. El puesto de culpable quedó desierto. Algunos compañeros de clase me dieron las gracias por autoinculparme. Aunque me llamaban tonto por hacerlo. Si yo no había sido ¿para qué coño digo yo que sí? Nadie me creyó. Y es que hasta ser malo tenía su lado bueno. 

Situaciones parecidas me han pasado más veces en la vida. Pero creo que por hoy, es suficiente. Y si no les apetece, pues no me crean. De verdad que me la pela.

3 comentarios:

Gúmaro dijo...

No es la primera vez que en tus historias comentas lo mal estudiante que fuistes, cosa que a mí particularmente no me lo parece a la hora de imprimir tus historias en este blog.

Muy buen articulo como todos los que escribes.

Saludos

SILVI dijo...

juassssssssssssss..... cosas de esas creo que nos han pasado a todos..... eres un malo buenisimo jejjejje

Jeijo dijo...

pues sí un malo buenísimo... que siempre será mejor que un bueno malísimo

Por cierto,al hilo de esos profesores cabrones, había prometido leer Paracuellos y el otro día en la biblio leí unas cuantas historietas y me gustaron mucho.