jueves, 29 de octubre de 2009

Paracuellos y otros cuentos





- ¿Que haces leyendo un puto tebeo? - fue la pregunta que hace ya un tiempo me hizo un compañero de trabajo (por denominarle de alguna manera) cuando me vio leyendo "Paracuellos". Yo me limité a mirarle con la misma cara que se les mira a los idiotas y le respondí que aquello no era un tebeo sin más. Aquello era una puta obra de arte. Y solo un ignorante sin remedio y un paleto de media tinta como él, podía ser capaz de escupir semejante chorrada y quedarse tan ancho.

Paracuellos puede ser un tebeo. De hecho lo es. O un cómic. Como cada uno prefiera. Aunque personalmente prefiero llamarlo tebeo. Cómic me resulta friki, aunque no sabría exponer una buena razón. Pero no es un tebeo cualquiera. Es Paracuellos. Una gran obra de Carlos Giménez que gira en torno a unos niños que no tuvieron nada. A veces ni un mísero trozo de pan que llevarse a la boca. Unos críos que vivieron una etapa que jamás debería de haber vivido nadie. Y mucho menos un niño. Paracuellos relata las vivencias de unos niños huérfanos y algunos otros con sus padres encarcelados simplemente por no pensar de la misma forma que sus carceleros. Paracuellos es la triste realidad de unos niños que sin comerlo ni beberlo tuvieron la mala fortuna de nacer poco antes o en el mismo momento de que estallase una guerra que nunca debería de haber empezado. Y como no, en Paracuellos aparecen también algunos personajes adultos, casi siempre en forma de educadores o educadoras que reflejan la cantidad de hijos de puta que vivieron a sus anchas en unos tiempos que nunca debieron existir. Y encima creyéndose ellos con la razón absoluta y bajo el amparo de las Leyes y de una iglesia no tan justa como siempre nos han hecho creer. Paracuellos se desarrolla en el Hogar de Paracuellos del Jarama, un lugar al que se le coje mucho asco tan solo a través de unas pocas viñetas.

Paracuellos es uno de esos libros que no te cansas de leer. Una vez. Dos. Tres. Y las que haga falta. Nunca cansa. Y es uno de esos libros, cómics o tebeos, que cada cual lo llame como se le ponga en la punta del nabo, que deberíamos leer todos. Niños y mayores. Aunque solo sea para saber lo que pasó. Para que todos nos sintamos aunque solo sea por un rato y sentados en el sofá de nuestra casa, como se sintieron aquellos niños. Para que nos demos cuenta de lo miserable que puede llegar a ser nuestra especie. De lo miserables que fueron muchos

Ahora, tres o cuatros años después de aquella primera lectura de Paracuellos, me he hecho con la colección de "36-39 Malos Tiempos", del mismo autor. Al igual que Paracuellos, no son más que cuatro putos tebeos. Pero cuatro tebeos que también todos, niños y mayores, deberíamos de tener en nuestra estantería, aunque solo fuese para echarles un ojo de vez en cuando y darnos cuenta de lo que vivieron muchos de nuestros padres o abuelos y que esperemos no vuelva a pasar. Nunca jamás. Bajo ninguna circustancia.

"36-39 Malos Tiempos" trata sobre la Guerra Civil española. Como dice su autor al principio de sus cuatro obras: para muchos historiadores, la última guerra romántica. Para los que la vivieron, la guerra. Para mí, la puta guerra. La puta guerra organizada por el puto y miserable hombre hambriento de poder y de dinero. Y como dice una de las protagonistas en una de las viñetas: maldito aquel que disparó la primera bala. Él es el responsable de todas la muertes. Las de un bando y las del otro. Porque al final, que nadie piense que en un lado todos eran buenos y en el otro todos malos malísimos. Porque en ambos hubo mucho hijo de puta y en ambos murieron muchos que a buen seguro hubiesen preferido no tener que morir ni tener que haber apretado en su vida un gatillo.

En fin, que no voy a seguir, que una imagen vale más que mil palabras. Mi intención es solo recomendar estos libros, que estoy seguro, no os defraudarán. Unas verdaderas obras de arte de las que pocas veces se habla en prensa y televisión.

Por cierto, ¿mi libro preferido a día de hoy? Paracuellos. Sin lugar a duda. Sí, un puto tebeo. ¿Y qué?

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Paracuellos es una serie de seis libros, aunque existe una edición de bolsillo (recomendable al 100%) que los reune a todos en un solo volumen. (20 euros aprox.)

36-39 Malos Tiempos es una colección de cuatro libros. (15 euros aprox. C/U) De momento no existe edición de bolsillo.

martes, 6 de octubre de 2009

Aterrizaje de aviones. Despegue de emociones.


Aquella era la primera vez que yo pisaba tierras malagueñas. Y mira por donde que sin saberlo ni predecirlo, se iba a convertir desde entonces en lugar habitual de mis vacaciones. Y sin relación alguna con dicho primer viaje.
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Era una noche de finales de agosto. Mis amigos, con los que compartía casa alquilada en una zona llamada Guadalmar y yo, decidimos que queríamos ver aterrizar aviones. Y es que el aeropuerto estaba a tiro de piedra de aquella casa de dos plantas con piscina, de la que solo veinte metros nos separaban de la playa. Playa incómoda para el paseo por ser de piedras en vez de arena, pero playa al fin y al cabo.
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Cogimos el coche y buscamos el lugar apropiado para poder ver aterrizar a aquellos mastodontes cuanto más cerca mejor. Preguntando se va a Roma. Y al aeropuerto de Málaga también. Y sin darnos cuenta, de repente nos vimos dentro de sus instalaciones, sin saber casi ni por donde habíamos entrado. Nos enteramos por una garita de la Guardia Civil, aunque nada más verla, dimos la vuelta como si nada hubiese pasado y allí nadie dijo nada. Ni ellos a nosotros, ni nosotros a ellos. Buscando la salida, pasamos junto a una patrulla de la Policía Nacional, que tampoco dijo ni hizo nada, aunque nos dio tiempo a observar que nada más vernos cogieron la pastilla de la emisora y alguna información pedirían sobre nosotros. Volvimos a dar la vuelta y aun no se como, logramos salir de allí. Dimos varias vueltas por los alrededores, pues no habíamos cesado en nuestro empeño y al final como por el humo sabe uno donde está el fuego, conseguimos encontrar un lugar privilegiado desde donde poder ver aquellos aviones. Nos pasaban rozando y daba la sensación de que si estirabas la mano, podrías tocarlos. Aunque no tocamos ninguno. El lugar estaba justo en un cruce, sobre un pequeño puente con barandillas a ambos lados. Aquello estaba desierto. No pasaba ni un alma. Serían la 11 de la noche. O las 12. Yo que sé. Aviones y aviones aterrizando. Era una pasada. Sentías el aire encima tuyo. Nuestro coche con matrícula de Vitoria aparcado en la cuneta a escasos diez metros. De repente se acercan unas luces. Luces azules. Se paran y miran el coche. Continúan hasta llegar a nuestra altura. Nos miran, pero como ya viene siendo costumbre en esta historia, no nos dicen nada. Continúan y se detienen más adelante. Da la sensación de que nos están vigilando. Las luces azules les delatan. No las apagan. Como si quisieran que nos diésemos por aludidos. Era un todo terreno de la Guardia Civil. Nosotros a lo nuestro, pero en nuestra conversación dejamos claro que aquello era raro. No habíamos hecho nada malo. Pero quizás ellos pensaron que tampoco habíamos hecho nada bueno.
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No volvimos a ver más aviones. De repente se apagaron las luces del aeropuerto y los aviones empezaron a aterrizar por el lado contrario. Lejos de donde estábamos nosotros. Quizá no fuese más que una casualidad. Alguna vez he oído que esto sucede cuando de repente cambia el viento. Pero aquella noche no soplaba ni un poquito. Y las luces azules seguían observándonos. Al final nos acojonamos. A ver si nos trincan por algo. Vete tú a saber. A veces la psicosis hace estragos. Y cuando el diablo se aburre, suele ponerse de tu parte. Decidimos marcharnos. Ya de vuelta nos perdimos. Entramos en un extraño poblado. Gente tocando la guitarra y dando palmas. Algunos nos miraban como se mira a quien nos es bien recibido. De nuevo marcha atrás y a volver por donde habíamos venido. Casi que parecía una pesadilla. Menos mal que no estaba solo y sé que todo fue cierto. De vuelta a casa. A nuestra casa alquilada. No era gran cosa, pero era acogedora. Lo bueno, que tenía piscina. Lo malo, la dueña, que era algo imbécil. Pelín indiscreta.
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Aquella noche escuchamos ruidos de sirenas. Y nos despertamos por la mañana con la noticia de que a escasos metros del aeropuerto se había caído un avión. Nosotros no teníamos nada que ver, pero remitiéndonos a todo lo aquí contado, empezamos a preguntarnos si no tendríamos problemas. Nunca los tuvimos. Pero me quedó esta anécdota para poder contar hoy aquí.
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Quizás otro día regrese a ver aterrizar aviones.

viernes, 2 de octubre de 2009

Noche de miedo


 Principios del mes de agosto, un año cualquiera de no hace muchos, aunque sí unos cuantos. Un bonito y pequeño pueblo zamorano del que ya he hablado aquí más veces. Algunos de mis amigos. Una poca de familia por parte materna. Mi madre, mi mujer, entonces aun novia y un servidor. Un paseo por la carretera después de cenar. La meta, al igual que lo había sido durante años y años en aquel pueblo, un lugar conocido como "el empalme", que no es más que un cruce de carreteras en medio de la nada. Solo una señal informativa te dice que cerca de allí hay vida. Que no estás perdido. Pero no es un cruce cualquiera. Aquel es especial, pero que nadie me pregunte la razón. No sabría explicarlo. Muchos años atrás tuvimos allí hasta un colchón medio escondido donde descansar. Suena raro, pero juro que es cierto. Y el lugar aun me emociona. A mí y a muchos. Quizás ya para siempre.
Aquella noche llegamos a la meta como lo habíamos hecho decenas de veces antes. Quizá más de cien. Quien sabe si muchas más. A veces de noche. A veces de día. Unas andando, otras en bici. Una vez en el empalme, decidimos sentarnos un rato a descansar antes de iniciar la vuelta hacia el pueblo. Era de noche, pero había buena luz. La luna y las estrellas estaban de nuestra parte. De parte de los diez. Porque aun no lo he dicho, pero éramos diez. Y en noches así, apetece charlar. Poco después, algo llamó nuestra atención. La de todos. Un ruido. Como una voz. Y decía: - " eeooo" -. Una y otra vez: " - eeooo" -. Unos decían que aquello era una persona. Otros un animal. Pero, ¿qué animal?, ¿qué persona?. La voz seguía cada vez más cerca: "- eeooo -". "- eeooo -". Al final la cosa asustaba un poco y no por miedo, si no más bien por prudencia, decidimos bajar. Y digo bajar, porque el empalme está más alto que el pueblo. Un pueblo pequeño donde en invierno no llegan a cuarenta los que allí habitan. Y eso contando algún niño. Creo que hay más vacas que vecinos. Y ovejas. Y almas. Sí, he dicho bien. Más almas que vecinos también. La noche estaba despejada. Totalmente despejada y llena de estrellas. Tantas, que daba la sensación de que no cogiese ni una más. Es lo bueno que tienen los pueblos. Las noches son preciosas. Pero de repente nos envolvió la niebla. Dejaron de verse la luna, las estrellas y casi hasta las jaras que bordeaban la carretera. Todo era niebla a nuestro alrededor. Una niebla espesa. Y aunque algunos trataban de justificarlo, yo no había visto aquello jamás. Y menos en verano. Poco después empezamos a ver una luz a lo lejos. Aparecía y desaparecía. Pero cada vez más cerca. Como una linterna. Pero una linterna gigante. A lo mejor como la de un faro de costa. - Igual es un coche - decían algunos. - O una moto - pues solo era una. Pero se movía muy rápido. Aparecía y desaparecía. A derecha y a izquierda. Ahora sí. Ahora no. Y no venía precisamente de la carretera. Seguimos andando hacia el pueblo. A veces nos reíamos, otras parecíamos acojonados. Pero incluso en los ratitos de humor, nadie quería ir en los extremos. Eramos diez y todos bajamos pegados. Unos a otros. Por el centro de la carretera. Como si allí hubiese miedo. Demasiado miedo. 
Llegados al punto desde donde ya se divisa el pueblo, aquella niebla desapareció. La luz dejó de verse y aquel "- eeooo -" no he vuelto a escucharlo jamás. Ni de una persona, ni de un animal. Seguramente no fuese más que una tontería. Pero hoy, más de trece años después, reconozco que pasé miedo. Y estoy seguro de que no fui el único