sábado, 26 de junio de 2010

La nueva estrella



Pudo haber sido María, Rebeca o Izaro. Quien sabe si Xabier, Rubén o Arkaitz. Puede que Naroa, Lucía o Ainhoa. Erlantz, Mikel o Unai. Pudo haberse llamado de mil bonitas maneras distintas, pero tener solo un par de apellidos. Los de aquellos que eligieran su nombre y quienes decidieran regalarle la vida. Pudo haber sido rubia o moreno. De ojos verdes o marrones. Guapa, delgada o travieso. Alto, risueño o llorona. Pudo ser de cien mil formas distintas y no quiso ser de ninguna de entre todas ellas. Pudo asomarse a la vida y opinar, sin embargo decidió esconderse para siempre y guardar silencio. Quizás tan solo por no molestar. Dijo adiós sin llegar a saludar y de un portazo se marchó, dejando más preguntas que respuestas a su alrededor. Pudo ser niño y prefirió ser estrella. Pudo ser niña y decidió ser eterna, sin perder mucho de su tiempo aquí en la tierra.

Y un servidor no pudo evitar recordar entonces la letra de aquella bonita canción que terminaba así: "queridos padres, le pusisteis tanto amor, que fui directo al cielo".


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A mi amiga Rebeca y a su marido, por el mal trago. Aunque en breve nos veremos en los columpios.

domingo, 6 de junio de 2010

Por tí... o por todos...



Soñé que aún estaba despierto y me dejaban pedirle a un genio un deseo. Pedí tener suerte y encontrarte en otra vida más decente sin las prisas ni los agobios que me presta mi ciudad. Otra vida de regalo en la que no existiesen las despedidas para siempre ni el miedo a perderte de nuevo, aun sabiendo que camino lejos de la realidad.

Soñé que tuve suerte y gracias a aquel genio te encontré encantado de encontrarme y tras un efusivo abrazo y cuatro risas nos marchamos a comer. Y comiendo recordamos aventuras del pasado que olvidamos olvidar. Y descubrimos que en el fondo y pese a todo, nada había cambiado y que éramos de carne, piel y hueso y de verdad.

Soñé lo que nunca había soñado. Que la magia era el mundo en sí y en el mundo por arte de magia estábamos todos otra vez. No solo tú. También todos ellos. Y compartimos risas a la vez que prometimos respetarnos para siempre con el fiel compromiso de que nadie, ni uno solo de nosotros, nos volviese a abandonar.

Soñé que ya nunca nos echamos más de menos porque nunca faltamos ya a la cita y no tuvimos necesidad.

Al despertar y volver a la vida más real, comprendí sobre todo tres lecciones: que una persona no es más grande por el hueco que llena cuando está, si no por el vacío que nos deja al marchar. Que no se echa de menos a quien tienes, sino a quien ya nunca más verás. Y que el hombre, por exigencias del guión de la vida, muere, pero el amor que le rodea es eterno. Y suspiré porque el genio de mis sueños fuese bueno y lo soñado, quien sabe, fuese un día realidad.

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Texto inspirado en cientos de canciones que uno no se cansa de escuchar.

viernes, 4 de junio de 2010

Verónica



 Durante los días de verano, y más concretamente, aquellos del mes de Agosto, la explanada de hierba cercana a nuestra casa de veraneo y al hogar de mis abuelos, era el lugar donde las gentes del pueblo trillaban sus cosechas. Al caer la tarde, la era se convertía en zona de encuentro de los rapaces del pueblo. Algunos vivían allí de forma permanente. Otros, los que más, tan solo se dejaban caer cuando sus padres, nacidos generalmente en el lugar, disfrutaban de sus merecidas vacaciones junto a los suyos. Unos y otros nos reuníamos en aquel mágico lugar que aunque aun hoy existe, la magia ya no es tanta.
Un verano de aquellos, posiblemente sin haber llegado aun al ecuador de la década de los ochenta, los inocentes juegos habituales se transformaron en un tanto macabros y cambiamos el escondite o esconderite - nunca tuve claro como llamarlo-, las bicicletas, el balón y las porterías a base de piedras y camisetas, por las cosas ocultas y el rollo del más allá. Creo que fue una de las niñas de Vitoria quien importó la idea, que no tardó en causar furor ante el resto de chavalería. El juego era sencillo. Un libro cualquiera y unas tijeras de costura. Las tijeras eran atadas con hilo de coser a las páginas centrales del libro. El filo siempre hacia dentro y los ojales siempre en la parte exterior del libro para poder sujetar el invento. Dos dedos lo hacían posible. Un dedo de cada niño. Un niño a cada lado. A veces elegidos al azar. Otras, se seleccionaba por mayoría absoluta al más pardillo del grupo. Incluso algún valiente se prestaba en ocasiones voluntario a la faena. Y listos para invocar. Y entonces todos, niños y niñas, en círculo, con el libro cogido entre aquellos dos elegidos, hacíamos preguntas que Verónica no dudaría en contestar. Y cuidadito. Mucho cuidadito con meter los dedos en el interior de los ojales o con que se te cayese el libro al suelo. Aquello era aun mucho más grave que mofarse de ella, algo que por precaución, ni se nos ocurría hacer. El respeto era profundo. Similar al miedo. 
Verónica, la invocada, era una mujer asesinada a manos de su marido, quien para acabar con su vida, se sirvió de unas tijeras que luego guardó en el interior de un libro. O al menos, así nos lo hizo saber nuestra amiga de Vitoria. La misma que si algún desalmado osaba reírse del juego, afirmaba poder enviarle por la gracia divina de vete a saber quien, una sombra negra y maléfica que le seguiría de forma constante y le amargaría las vacaciones y quien sabe si hasta el resto de vida. Un par de caídas en bici, algún ruido que otro al volver a casa de noche y una patada de yegua a Rafita, uno de los niños más pequeños del pueblo, harían crecer el miedo entre el resto.
¿De mayor seré futbolista? ¿Me casaré con Mónica? ¿Aprobaré en septiembre las siete que me quedaron en junio? ¿Me comprarán mis padres a la vuelta de las vacaciones la BH California? ¿Y el camión Pegaso de Rico? ¿Me tocará la lotería para poder estar viajando todo el día y poder llevarme a todos mis amigos en la super mega furgoneta que me voy a comprar? Si aquello giraba hacia la derecha, la respuesta era afirmativa. En cambio si giraba hacia la izquierda, sería negativa. Y siempre giraba. Hacia un lado o hacia el otro, el libro aquel siempre giraba. No se si por el viento, porque alguien motivaba el giro, por peso o porque Verónica realmente estaba presente y contestaba a nuestras dudas del futuro. Y así un día tras otro. Siempre al caer el sol. Cuando la era se quedaba vacía y se llenaba de trillos vacíos que esperaban ansiosos una nueva jornada para volver a su aburrida y rutinaria ruta circular que nunca les llevaba a ninguna parte.
Aquello no era más que una forma de pasar el tiempo, aunque pasábamos miedo. Solo éramos niños, pero sabíamos que aquel juego no entraba dentro de lo normal. Quizás solo fuese una tontería, pero estaba claro que desafiábamos a algo extremadamente desconocido.
Y entre libro y libro y entre tijera y tijera, uno de aquellos días, a otro de los niños del pueblo se le fue un poco la olla también y nos hizo saber que, al igual que nuestra amiga de Vitoria era capaz de comunicarse con Verónica tan solo con taparse la cara con sus manos, él era capaz de hacerlo con un tal Omnibus. Otro espíritu malvado. Aunque este nunca nos contó su leyenda. Digo yo que porque el coco tampoco le daba para tanto y con hacer un poco el Paripé, ya le servía para lograr su protagonismo y su rato de fama. Para darle más realismo, eso sí, y ese punto macabro que te rulas al asunto, Francisco José solo se comunicaba con su ente particular acostado sobre una tumba. Así que muchas tardes al esconderse el sol, entrábamos a escondidas en el cementerio para que aquel charlatán de Valladolid dejase volar su imaginación y de paso nos prometiese el universo a los demás a la vez que nos metía el miedo dentro del cuerpo. 
Hoy sé que nada de aquello fue serio, más que nada porque a mí aquel libro me vaticinó una docena de veces que me casaría con una muchacha que hace casi treinta años no veo y que jugaría de portero en el Athletic Club de Bilbao, cuando en la actualidad sobra que recuerde que aborrezco el fútbol. Pero curiosamente, siento más miedo hoy al recordarlo, que entonces al invocar al espíritu de Verónica.