lunes, 14 de mayo de 2018

46 y medio

46 y medio. Esa es mi edad, que nos empeñamos en tener que medirla en años y sería más fiable y emocionante medirla en vivencias. En las hostias que nos damos. En las veces que reímos. Que sentimos que volamos. Que nos caemos. O que nos tiramos. Que gozamos. Años (o vivencias) de experiencia. De bandazos por la vida. De estar y de no estar. De bondades y de maldades. De aventuras y desventuras. De amores y desamores. De amigos y desamigos. De risas y de llantos. De miedos y... (no me sé el antónimo de miedo), así que... de miedos y de lo que coño sea contrario al miedo. De guerras y de paz. De tira y afloja. O de tira y no aflojes, que a veces pasa, que estirar la cuerda hasta que se rompe, también tiene su punto. De estoy y no estoy. De soy y no soy. Que quiero no quiero. De quiero y no puedo. De puedo y no quiero. De quiero y también puedo. 

46 y medio. Casi 17.000 días. No llega por poco, pero se andará. 408.000 horas, con sus más de 24 millones de minutos. De segundos ya no hablo, porque un segundo significa bien poco, aunque a veces sea el tiempo que separa a la vida de la muerte. O que separa e estar muerto con estar vivo (o revivo, del verbo revivir), que a veces uno se sorprende. Aunque a veces, baste un solo segundo de esos para recibir un balde de agua sucia. Pero como siempre cuesta asimilar las desgracias, ese maldito segundo es el que menos vale de todo lo que te queda por ver tras el baldazo (suena feo, pero la palabra viene en la RAE). 

46 y medio. Y aún no tengo claro si soy niño o soy viejo. Si soy simpático o desagradable. Guapo, feo o del montón (¿qué quiere decir del montón? ¿que eres feo, pero no sé atreven a decírtelo?). Querido u odiado. Porque el espejo nunca te dice la verdad. Ni el de casa (o el del ascensor), en el que te ves reflejado cuando te miras, ni el del alma, que es más importante, si cabe, aunque nunca te veas. Los espejos siempre mienten. Hoy te muestran una cara y mañana te muestran otra bien diferente. Y depende de la cara que te muestre, la arruga se acentúa o se disimula. 

46 años y medio, con sus meses de enero, que tan poco me gustan, y con sus meses de agosto, que nunca son lo que uno se espera, por mucha playa o piscina que te refresque. Porque nos empeñamos en creer y aceptar que la vida es eso que pasa mientras tú haces otros planes, cuando los planes deberían ser simplemente vivir y dejarte llevar, sin más metas que el horizonte. 

Y los años pesan. Pesan y pasan. Pesan, pasan y nos van dejando posos. Posos y posos, hasta que el filtro se ensucia.  Y una vez que el filtro se ensucia, o lo cambias, o la vida, igual que el café, nunca vuelve a sabernos igual. Por eso me compré la Nespresso, que no necesita filtro. Pero para tomarte bien la vida, aún no han inventado una máquina. O la tomas o la dejas. 

¿A donde quiero llegar con todo eso? A ninguna parte y a todas a la vez. Te lo juro por mis hijos y por alguien más que ya no está y que se llamaba como yo. Pero sobre todo, a que tengo 46 años. 46 y medio, para ser exactos. (Y perdona, porque sé que ya te lo había dicho al empezar. Me refiero a mi edad). A que ya coroné la cima y ahora solo hay que bajar. Soltar freno y bajar. Dejarte llevar. A donde sea, eso da igual. Pero dudo mucho que sean otros 46. Otros 46 y medio, para ser exactos. 

Tengo 46 años y medio y toda una media vida, o algo menos, por delante. Vivámosla como si hoy fuese el primer día del resto de ella misma. De hecho, lo es. 

46 y medio. 




(Salva Belver) 

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