lunes, 17 de septiembre de 2018

La cicatriz






4 de septiembre. Año 1988. El domingo amanece espectacular. Un sol de esos que denominan “de justicia”, pero que en vez de llevarnos a la playa, que quizás hubiese sido lo más correcto, nos llevó al monte. Al Pagasarri, para ser exactos, monte que todo Bilbaíno que se precie, debería de conocer, aunque ese día no llegamos ni a la mitad del camino. 

Quedamos por la mañana, diría que prontito, con la idea en mente de comer arriba, en el Paga, aquellos bocadillos de tortilla de patata de nuestra madres, que sabían a gloria, y con intención de bajar ya a última hora de la tarde. Pero algo salió mal ya en la subida. 

Desde la zona en la que nosotros vivíamos, para llegar al Pagasarri, era y seguirá siendo, digo yo, de paso obligatorio, otro monte: el Arraiz. Allí fue, en el Arraiz, donde se truncó todo. No recuerdo el tema de conversación de los cuatro colegas durante la subida, pero estoy seguro de que tendría mucho que ver con coches, motos, o mujeres. Mikel, Victor, Juancar y yo. En la cuadrilla éramos unos cuantos más, chicas también, pero aquel día subíamos sólo los cuatro. Ahora lo pienso, y Victor me sobraba, las cosas como son. Juancar sigue siendo uno de los amigos más grande que la vida me ha dado. Mikel, con los años, acabó separándose (o apartándose) del grupo, por cosas de la vida, digo yo, aunque de vez en cuando retomamos el contacto vía WhatsApp y estoy seguro de que no tardaremos en tomarnos un cafecito o una cervecita. Y Victor, pues eso, que este sí que me sobraba y me sigue sobrando. Con el tiempo, me demostró que era uno de esos tipos interesados que van por la vida intentando sacar algo de todo y de todos, uno de esos que no dan puntada sin hilo y a mí, la gente interesada no me gusta. Es más, la detesto. Por suerte, desapareció de mi vida solo unos años más tarde. Como otros muchos de los que cualquier otro día, hablaré. Como Mónica, la mujer de Iñaki. O de José. O de Javi, ya no sé; ni del nombre que me acuerdo. Pero otro par de sinvergüenzas. 

Pero volvamos al domingo 4 de septiembre de 1988. Hace hoy justo 30 años. Yo tenía 16. Un niño. Un año raro en cuanto a amigos, que se nos juntarían varios, la mayoría para defraudarnos poco después, y algunos, los que menos, pero de calidad extrema, para quedarse para siempre, como Valen, por ejemplo. También un año movido en cuanto a chicas. Hoy nos gustaba una, mañana otra y pasado, otra diferente. Ana, Nekane y Maite, fueron las mías, creo. Y vuelta a empezar. Eso sí, el 88, fue ese año en el que ninguno de nosotros nos comimos un rosco. Menudo desastre. Aunque creo que hasta eso nos daba igual. 

Una vez llegamos al monte Arraiz, la casualidad hizo que nos encontrásemos allí un coche abandonado. Aquella zona era muy típica para dejar tirados los coches que se robaban en los alrededores de Bilbao. Aquel concretamente, era un Seat 600, quizás ya algo desfasado, pero del que aún se veían por la calle con normalidad. Y no se nos ocurrió otra cosa a Victor y a un servidor, que liarnos a jugar con él. Ventanilla rota y con el puente ya hecho, todo eran facilidades. Primero conducía uno y luego lo hacía el otro. Victor y yo. Yo y Victor. Mientras, Juancar y Mikel, que se debieron de oler a distancia los problemas, siguieron camino hacia el Pagasarri. Sin mirar atrás. “Os esperamos por ahí. Luego nos pilláis”. “Vale, ahora vamos”.

Y fue divertido, claro que fue divertido. Dos mocosos de 15 y 16 años, jugando con un coche abandonado por el monte. Hasta que ocurrió algo que pudo acabar mal, pero que no acabó mal. El coche terminó cayendo por un barranco con mi “¿amigo?” Victor dentro. No le pasó nada, pero le pudo haber pasado. Demasiado además. Aquello, eso sí, podría haber sido el final de nuestra diversión; con el susto metido en el cuerpo y el 600 en el fondo de un barranco, así que, como éramos de Bilbao, le echamos huevos y nos dijimos: “¿y si lo sacamos de aquí?”.  Dicho y hecho. Manos a la obra. Un empujón, dos, cuatro, ocho, doce y el coche casi fuera del barranco. Pero solo casi, eso sí. Yo puse la mano donde no debía, para un último empujón y uno de los focos delanteros del vehículo estalló en mil pedazos, dejándome un enorme y profundo corte en la muñeca derecha, por la que empezó a manar sangre a chorro. Si si, tal cual. A chorro. Con cada bombeo del corazón, la sangre me salía disparada de la muñeca a varios metros de distancia, hasta el punto de que, Victor, acabó lleno de sangre en pocos segundos; igual que yo. Yo me veía ya desangrado, allí mismo, en pleno monte, junto a un puto 600 abandonado, con Victor dando gritos como una puta loca histérica y con Juancar y Mikel a tomar por culo de distancia, sin enterarse de nada, camino del Pagasarri. Victor corrió a avisarles, aunque no sabíamos por donde podrían estar ya, y yo, que me quedé solo junto al coche, con el faro derecho delantero roto y sangrando a chorro de la muñeca, decidí, asustado por la cantidad de sangre que salía de la herida, echar a correr monte abajo. Recuerdo encontrarme con matrimonio que subía caminando, que me dio un pañuelo para taponar la herida y que hicieron el amago de ayudarme, pero tenía tanta prisa yo, que no les dio tiempo ni a reaccionar. Cogí el pañuelo, tapé hemorragia y seguí corriendo, sin darme cuenta de que cuanto más corría, más rápido bombeaba la sangre. 

Al llegar a la zona habitada más cercana al monte, un barrio de la zona alta de Bilbao, lo primero que me encontré, fue con dos hombres de cierta edad, lavando un coche, un Citroën Dyane 6, los cuales, según me vieron llegar, ensangrentado de arriba a abajo y blanco como el yeso, con la Dyane aún llena de jabón y sin aclarar, me metieron dentro y me llevaron al hospital en plan Carlos Sainz. 

Perdí bastante sangre, aunque no fue necesaria, según me dijeron, por poco, transfusión alguna. Cuando salí del hospital, con la muñeca vendada y cosida y aún con el susto en el cuerpo, descubrí que habían avisado ya a mi madre, quien me esperaba en la sala apropiada para ello y además, me llevé la sorpresa de encontrarme también con aquellos dos señores que, tan amablemente, me habían llevado al hospital en un Dyane 6 lleno de jabón y a los que aún no me había dado tiempo a dar las gracias. Nos llevaron a casa, se preocuparon de que realmente estuviese bien y se negaron en rotundo a coger las 1000, 2000 o 5000 pesetas, ya no recuerdo, que mi madre les quiso dar por ayudarme, por preocuparse y por esperarme. 

Nunca volví a verles, aunque fueron varias las veces que me acerqué al mismo lugar donde les encontré lavando el coche. Así que, gracias, 30 años después. 

La herida se me infectó varias veces; me la tuvieron que abrir otras tantas para drenar la infección, y estuve débil una temporada debido a la pérdida de sangre, pero fue poco para lo que puedo haber sido. 


Hoy, 4 de septiembre, al levantarme de la cama, me he mirado la cicatriz, que será visible, no me cabe duda, el resto de mi vida, y le he dicho: a pesar de que me jodiste aquel domingo de sol, feliz 30 cumpleaños, amiga. Cuantos años juntos. Y los que nos quedan...

No hay comentarios: