martes, 8 de enero de 2019

Mil novecientos ochenta y nueve








La nostalgia es el patrimonio de los adultos. Esta frase, la habré repetido cientos de veces a lo largo de mi vida, sobre todo, una vez pasé de los 40. Ay, los 40... qué duro fue cumplir los 40... La nostalgía es el patrimonio de los adultos. Y la volveré a repetir. Una y mil veces más. La nostalgia es el patrimonio de los adultos. La nostalgia es el patrimonio de los adultos. La nostalgia es el patrimonio de los adultos. La nostalgia es el patrimonio de los adultos... Y por ello, de repente, en el año 2019, casi nada, me apetece hablar de 1989. De hace, ni más ni menos, que 30 años. 30 años exactos. Ni uno más, ni uno menos. Yo tenía entonces 17. Ahora tengo 47. Entonces era un niño. Ahora soy ya un viejo. Y sí, no me vengas con monsergas; te las guardas para tus charlas íntimas con Coelho. Ahora soy ya un viejo. Y si tú me conocías en el 89, también lo eres; mal que te pene. (Pene, de pena, no de miembro viril, ojo).
Para empezar mi relato y echar la máquina esta de la nostalgia a andar, creo que primero me toca presentaros a mis amigos de aquella época (que muchos siguen siendo los mismos que en esta). A ver, que eran más, muchos más que los que aquí voy a nombrar, pero si tengo que delatar a una serie de amigos del barrio como familia de la buena o incluso un poco más, no me queda otra; os presento a Juan Carlos, a Mikel y a Xaho. Y conmigo, los cuatro fantásticos. 
Todo empezaba un 1 de enero; lógico, ¿verdad? Todos los años empiezan igual y mil novecientos ochenta y nueve no iba a ser menos. Con enero y con un uno. Aquella nochevieja, aunque había caído en sábado, las uvas nos las comimos ya en domingo. Yo no tenia más que 17 años, ya lo he dicho antes, recién estrenados además. Y aquella noche de fiesta y celebración, habíamos decidido pasarla en un bar de un barrio al lado del nuestro. El local se llamaba el Netxe y estaba en Cruces, muy cerquita del hospital. Y se nos hizo de día; vaya que si se nos hizo de día. Cantando, saltando, bailando, bebiendo, incluso jugando a aquello del “marcianito número cuatro, llamando a marcianito número dos. Marcianito número dos, llamando a marcianito número siete”. El Norte, Héroes del Silencio, Un Pingüino En Mi Ascensor, La Guardia, Tenesse, Inhumanos, Modern Talkinh, Fancy, Duncan Dhu, C.C. Catch, Modestia Aparte... Un diamante es para siempre; entre dos tierras estoy, atrapados en el ascensor; y ese disco que da vueltas sin descansar; la vi correr, llegaba tarde a casa; me duele la cara de ser tan guapo; cien gaviotas donde irán; porque es tu turno... You´re my heart, you´re my soul... Play me the Bolero...
Si remontamos al año anterior, a 1988, otro año que quizás resuma en otra ocasión, aunque debería de haberlo hecho el año pasado, por lo del treinta aniversario, y no lo hice, he de decir que hubo tres chicas importantes en mi vida ¿amorosa?. No, no la llamaría así. Semiamorosa quizás. Pero no, tampoco. ¿Desnatadamorosa? No no, tampoco. Ya está: Desamorosa. Sí, eso queda mejor. En mi vida desamorosa. Si remontamos al año anterior, a 1988, otro año que quizás resuma en otra ocasión y bla bla bla, hubo tres chicas importantes (o semimportantes al menos) en mi vida desamorosa. Ellas fueron Ana, Maite y Naroa. Maite me duró en el coco solo un par de meses. Me metió ella en el lío y se desentendió rápidamente de mí, sin que llegásemos a tener nunca nada, ni si quiera un sorbito de amor. En parte, por culpa de la Idoia, digo... de la idiota de su amiga, y en parte por culpa del gilipollas de su hermano, aunque eso ya da igual. Pero bueno, repito lo de los 17 años, por si a alguno se le ha pasado el detalle. Con 17, gilipollas lo somos casi todos. No, tú no. Claro; tú no. Tú siempre has sido así, como ahora. Ay, Dios mio... Aquello empezó con Maite y la Idoia, digooo... y la idiota de su amiga, persiguiéndonos por Cruces, y terminó tres semanas después con un “va a ser mejor que no”, en plenas fiestas del barrio y con la música de la verbena de fondo haciendo de banda sonora al desamor que allí se respiraba. Lo de Ana fue curioso también. Nos gustó a toda la cuadrilla, y aunque ella siempre dice que nunca se dio cuenta de nada y yo llevo estos 30 años riéndole la gracia, sé que eso no es verdad. Ana se sabía gustada y se sabía la guapa de la cuadri. De hecho, siempre fue la pijita del grupo. Y lo sabe. Lo sabía y lo sabe. Lo sabía entonces y lo sabe ahora. Diga lo que diga. Y ahora me dirá eso de "¿eh? ¿pero qué dices? tengo que hablar contigo". Con Naroa tampoco tuve nada durante todo el 88, pero duró mucho más tiempo en mi cabeza que Maite. Y como no, también me dio calabazas, pero esta historia fue mucho más compleja. Duró casi dos años. Hasta febrero de 1990, cuando se... (coño, que casi se me cuela aquí un spoiler de la siguiente temporada, mil novecientos noventa...). Calla, Salva, calla. Esto ya lo contaremos el año que viene.  
Pero volvamos a enero de 1989, que no estoy aquí para hablar del 88, ni tampoco del 90. Empezábamos aquel año de fiesta en el Netxe. Mis mejores amigos ya mencionados, casi familia, y Daniel, un tipo que se nos había unido hacía tan solo unos pocos meses. Digamos que, aunque al final acabó siendo un buen amigo y de la cuadrilla, por entonces estaba aún con contrato de aprendiz y en el periodo de prueba. ¿Y qué pasaba con Daniel? Pues qué iba a pasar... que le gustaba Naroa también. A tomar por culo. Aunque también le había gustado Ana, como no, si Ana nos había gustado a todos. Y es curioso, pero aquella noche, quien narra, hizo todo lo posible para que Daniel y Naroa saliesen juntos. Sí, como lo oyen. Bueno, mejor dicho, como lo leen. Yo, haciendo de celestino entre Naroa y Daniel. Y lo conseguí. Ambos empezaron a salir. Lo que no había conseguido para mí en seis meses, lo conseguía para este cabrón en solo un rato. O lo que no había conseguido yo en seis meses, lo conseguía este cabrón en ese mismo rato. Ambas afirmaciones son correctas. Pero claro, con ayuda, es mucho más fácil. 
Aquella historia tampoco duró mucho, la verdad. A mí me seguía gustando Naroa y siempre andaba revoloteando por el medio de los dos. Ahí, metiendo el dedo, como una puta mosca cojonera. El dedo, el brazo, la zanca, y lo que hiciese falta cada vez que podía. Menudo elemento... Ahora lo pienso, y reconozco que la situación era extraña. Pero era lo que había. Incluso, ayudé a Naroa a elegir el regalo para Daniel del día de los enamorados. No preguntéis; yo tampoco lo entiendo. A veces se hacen “tontás” de este tipo, oye. Quizás fuese una forma de estar siempre cerca de ella. Y yo que sé...         
Hasta que el día 3 de marzo, primer viernes del mes, sucedió algo que acabó con la relación de mis amigos. Aquella mañana, yo había estado en Galdakao con mi amigo Chuwi, ayudándole a colocar persianas. Chuwi se dedicaba a esto y ayudarle, me hacía tener un dinertito extra para mis vicios. Esto no tiene nada que ver con lo que estoy contando, lo sé, pero me resulta curioso que aun recuerde el detalle. Aquella tarde, Daniel jugaba un partido de fútbol con otra gente en el parque del barrio. Mientras, Naroa y yo, charlábamos, sin más, sentados en un banco al lado de aquel improvisado campo de juego, hasta que, aburridos de estar sentados tanto tiempo en el mismo sitio, decidimos irnos a dar un paseo. Acabamos charlando, tirados en una especie de barranco que había a la orilla del río Cadagua. Creo que nunca más he estado en este barranco; ni antes, ni después. Entretenidos con la conversación, se nos hizo de noche casi sin darnos ni cuenta y al regresar a la zona del parque donde habíamos dejado jugando a Daniel, allí ya no había nadie. Era tarde, eso sí que lo recuerdo; y que acompañé a Naroa al portal de su casa, también. Y preocupado por mi amigo Daniel (oh, sí, súper preocupado, vamos, preocupadísimo), volví al parque para buscarle. Esta vez sí que le encontré allí, solo, con muy mala cara, de muy mala hostia. Nada más verme, comenzó a gritarme como un loco, insinuando que yo hubiese hecho algo con su chica. Yo le juré que no había pasado nada, que solo habíamos estado charlando y echando unas risas, como siempre, y que él ya sabía lo bien que nos llevábamos ella y yo, cosas que eran totalmente ciertas, pero él estaba fuera de sí, celosísimo y no atendía a razones. Ni si quiera me preguntó donde estaba ella, que ya no estaba conmigo. Solo gritaba y gritaba y escupía babas al hacerlo. Claro que, quizás, su mala hostia, fuese algo normal ante una situación así. Yo ya pensaba que, una vez más, acabaríamos dándonos de hostias, porque no sería la primera vez, ni tampoco la última, pero al final, nos acabamos marchando cada uno por su lado, los dos encabronadísimos, cada uno con sus razones. “Vete a la mierda. Vete tú. Payaso. Tu puta madre. La tuya. La tuya más. Que te follen. Que te follen a ti...”. O algo así. 
A la mañana siguiente, sábado, madrugué, y nada más salir de casa, llamé a Naroa y quedé con ella en un bar del barrio al que solíamos ir a menudo, o mejor dicho, del que casi no salíamos: el Aitor. Allí le conté absolutamente todo lo que me había pasado la noche anterior con el que aún era su novio, y no se porqué razón, pero aquel mismo día, ella lo dejó con él. Naroa “cortaba” con Daniel. “Cortar”. Así lo llamábamos. Así se decía. Naroa ha “cortado” con Daniel. Y me jodía por Daniel, porque, aunque aún en periodo de prueba y aunque me hubiese peleado con él un par de veces por gilipolleces, parecía un buen tío. Pero me alegraba por todo lo demás. Me alegraba por Naroa y me alegraba por mí. Y me alegraba por la situación en general, qué cojones. A la mierda Daniel y a la mierda esa relación. Aunque fuese buen tío. Naroa era Naroa.  
Naroa y yo seguíamos llevándonos estupendamente, pero cierto es que con Daniel, a pesar de no dejar en ningún momento de ser amigos, la relación se enturbió bastante a partir de aquel día; tanto, que volvimos a darnos de hostias más de una vez. Eso sí, a día de hoy, aunque nos vemos muy poco, seguimos siendo amigos. Ya han pasado 30 años y toda esa mierda está más que olvidada, aunque yo la recuerde hoy aquí, con cariño además. Pero aunque siempre hemos sido amigos, creo que Daniel nunca llegó a formar parte de los cuatro fantásticos. No me pregunten porqué. De hecho, creo que soy el único de toda aquella cuadrilla que aún mantiene contacto con él. La vida... que a veces es muy puta... y que a veces lo es aun más. 
A raíz de todo lo acontecido y de que Naroa ya no tenía pareja, poco tiempo después y una vez más, ella y yo volvimos a plantearnos el hecho de salir juntos, pero ella no acababa de estar del todo convencida y nunca supo darme una razón. Un día te decía que vale, que se lo estaba pensando muy seriamente, y al otro que no vale, que no tenía nada que pensar. Un día te quería mucho, y al otro no quería ni verte. Un día eras amor y al otro eras odio. Ni contigo, ni sin ti. Me acuerdo que un sábado por la noche, algo tarde ya, no sabría decir la hora, Naroa llamó por teléfono a mi casa -entonces no existían los teléfonos móviles- y me dijo que la apetecía charlar. Mis padres estaban ya en la cama y se percataron de que iba a salir, por lo que tuve bronca con mi padre. Que si a donde coño iba, que si con quien, que si quien cojones me creía... Y claro, cualquiera le decía “tranquilo, papá, que todo esto lo hago por amor”. En los 80, un padre no entendía de amoríos. Total, que aún así, salí de mi casa, ya aguantaría otra bronca a la vuelta, me daba igual, y me fui a la suya, a la de Naroa, ya que sus padres no estaban. Nos pasamos casi toda la noche tirados en la terraza de su casa, charlando de millones de cosas. Que si Fulanito, que si Menganito. Que si patatín, que si patatán. Que si sí, que si no, que si porqué sí, que si porqué no. En una terraza que, tiempo después, cuando Naroa ya no vivía allí, pasaba por debajo, miraba hacia arriba y seguía viendo, allí tirados, charlando y riendo, a aquellos dos chiquillos que nunca se decidían, rodeados de una complicidad y una ternura imposible de describir. Y ahí quedó otra vez la cosa, en nada, en nada de nada; en una noche de charla y en dos amigos que se quieren un huevo, pero nada más. En un amor imposible. Y una vez más, el tiempo separó de nuevo a Naroa y al chaval aquel de 17 años que hoy tiene 30 más y que os cuenta esta historia. 
Solo un fin de semana después, tomando algo por Barakaldo, conocimos a unas chicas de nuestro mismo barrio. Nos las presentó Jose, otro de esos amigos que estaba también en periodo de prueba, pero que este nunca superó. Aunque estas eran un grupo amplio, rápidamente dos, cobraron cierta importancia entre nosotros. Una de ellas, Esther, empezó a salir con Juan Carlos. Otra, Lorea, empezó a dejarse notar ante un servidor. Siempre se sentaba a mi lado, no dejaba de quitarme cosas, mi reloj, mis pulseras... me preguntaba por cosas de mi vida, de mi pasado... y aunque yo me mostraba indiferente ante ella y también ante el resto de sus amigas, no pasé por alto el detalle. Una tarde en una de las discotecas de moda de entonces, el Galos, de Santurtzi, durante los lentos, Lorea me pidió bailar con ella y yo accedí. El problema era que, anteriormente, dos de sus amigas, me lo habían pedido también y les había dicho que no. No por nada, pero es que yo iba bastante a mi bola. Bueno, como ahora. Y aún no sé ni porqué les dije a Nuria y a Marimar que no, ni porqué le dije a Lorea que sí. Yo creo que seguía pensando en Naroa. Aún así, Lorea y yo bailamos. Bailamos, entre otras, Specially For You, de Jason Donvan y Killie Minogue. Pero sin más. Como quien ve llover. Specially For You; i wanna let you know wath i was going trought...
En mil novecientos ochenta y nueve, un servidor iba todos los viernes a catequesis, con el objetivo de recibir el santo sacramento de la confirmación. Aquellas clases hicieron en mí el efecto contrario al deseado por la iglesia. Aprendí mucho, lo suficiente como para no creer hoy en ella. Empezamos la catequesis en octubre de 1986 y no me confirmé hasta el 1 de junio de 1991. Casi cinco años. Tiempo suficiente para destapar a cualquier banda delictiva. Aun así, llegué a confirmarme. Como punto positivo de aquellas clases religiosas, me llevé muy buenos ratos con mucha gente, alguna ya conocida, otra por conocer. De hecho, allí conocimos a Ana, la chica que nos gustó a todos. Y allí compartí risas también y aventuras, con Rosa, con Begoña, mi vecina, con Mertxe, con Olaya, con Julio, con Conchi... con Beni, con Unai... 
Como ya he dicho antes, entonces no existían los teléfonos móviles, por lo que nuestra táctica para encontrarnos, era muy sencilla. Teníamos un punto de encuentro. Una base social. Un lugar donde siempre había alguien de guardia. Daba igual a la hora que fueses; siempre había alguien allí. Este era el bar Aitor. Allí matamos cientos de horas. Allí reímos y allí lloramos. También, fue en mil novecientos ochenta y nueve, cuando empezamos a movernos y a salir a otros lugares buscando la fiesta. Aunque antes he hablado de la discoteca Galos, en Santurtzi, lugar habitual por aquel entonces, Barakaldo era otra opción, con el Mendigo o el Waikiki como puntos importantes a destacar. 
Y así, hasta que la Semana Santa hizo un kit kat en aquellas aventuras. El día 30 de marzo, pisaba, por primera vez en mi vida, tierras salmantinas. Más concretamente, pisaba el pueblo de Juan Carlos, a 20 kilómetros de la capi, dirección Madrid. Y aunque hayan pasado casi 30 años, podría contar, con pelos y señales, todo lo que vivimos allí aquellos días. Y podría hablarles de cuando me subí con una motocicleta de color rosa, llamada “la pantera rosa”, por la pared de una casa. Pero no lo haré, porque me da la risa. 
El viernes 7 de abril, de sorpresa como quien dice y mientras dábamos un paseo, Lorea me lanzó una pregunta: “oye, ¿tú me pedirías a mí para salir?”. Al igual que lo de “cortar” para romper, lo de “pedir para salir” era un paso casi necesario entonces para tener una relación con alguien. “Oye, ¿tú me pedirías a mí para salir?”. Así. Zas. Y mi respuesta, sin pensarla ni meditarla, fue “pues claro”. “Pues entonces, ya está. Yo te diría que sí”. Y así, de esa forma tan tonta y estúpida, un 7 de abril de 1989, tuve mi primera novia. Que seamos realistas: aquello ni fue novia, ni fue “ná”. Pero “ná de ná”. De hecho, nunca la he contado como tal. Para mí, aquello fue un despiste, nada más. Duramos tres meses. Lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks. No fue bonito ni feo. Digamos que fue. Punto. Ni nos quisimos, ni nos dio tiempo a querernos. Ni siquiera a intentarlo, diría yo. Amor pasajero carente de amor. Amor adolescente que ni siente, ni padece. Aunque creo recordar que el día que lo dejamos, algo sí que llegué a llorar. 
El 24 de mayo de ese año, en mi barrio, explotaron dos coches bomba colocados por la banda terrorista ETA. La detonación de uno de ellos fue tan grande, que me levantó de la cama. Murieron tres personas. No sé si policías, arquitectos, o camareros. Solo sé que fueron tres personas. Tres muertes inútiles, viéndolo ahora desde la perspectiva que dan casi 30 años después. No sé porque cuento esto, porque nada tiene que ver tampoco con la historia, pero quizás, recordándolo, mantenga viva la llama de aquellas tres personas. Y con eso me vale. Además, que ocurrió en mi barrio y en mil novecientos ochenta y nueve. 
Mi amigo Xaho se compró coche también en el 89. Un Citroën 2 CV de color rojo. “La Cirila” le bautizamos. Eh! descapotable y todo. Toma ya! Y se podía arrancar con la llave, como todos, o dándole a una manivela que llevaba en la parte delantera. Aquel cacharro nos dio muchos ratos de risas y de felicidad. Era lo más hippie que habíamos tenido nunca. Porque aquel coche no era solo de Xaho; aquel coche era de todos. Esa era una máxima del grupo: lo que era de uno, era de todos. Aunque Mikel casi siempre se desmarcaba, los demás lo llevábamos al límite. Éramos los mejores amigos del mundo. Eso no lo pondré en duda jamás. Reímos, lloramos, nos enfadamos, nos arreglamos, nos volvimos a enfadar, volvimos a reír, a llorar... Fue también la época en la que fuimos monitores de tiempo libre y tarde tras tarde, jugábamos con docenas de niños en una ludoteca que montamos... (o que montaron... espera... ¿quien cojones montó aquello? ni puta idea, oye; ¿Gure Lurra?) en uno de los colegios del barrio. Puede ser que aquí empezase el ramalazo solidario que luego me llevó a ser voluntario, durante casi dos décadas, de Cruz Roja. Puede ser. Solo puede ser. En 1989 pisé también, por primera y única vez, el parque de atracciones de Bilbao, que cerraría poco después sus puertas para siempre. Y fui, como no, con Lorea. Mi medio chica en aquel entonces. La del güiski on the rocks. La que ni fue novia, ni fue "ná". Pero "ná de ná".  
Aún no sabiendo nadar, ni mucho menos, hacer surf, Xaho se compró también una tabla. “La Cirila”, y una tabla de surf. Solo nos faltaba una Volkswagen T1 y ya hubiésemos sido la repolla. Reconozco que era divertido: ir a la playa, clavar la tabla en la arena, tumbarnos a tomar el sol junto a ella y desclavar la tabla de la arena a media tarde para marcharnos de allí. Y a veces íbamos en la Cirila, pero otras veces íbamos en tren. Con la tabla a cuestas. "Eh, me toca, me toca!! No no, que tú ya la has llevado, ahora me toca a mí". ¿Y sabéis lo mejor? Que no me avergüenza contarlo. Éramos los putos amos; los putos cuatro fantásticos. 
Otro de mis amigos, de esos que son más que amigos, casi familia, era Juan Antonio. El problema de Juan Antonio, era que no vivía en Bilbao. Juan Antonio vivía en Vitoria y aquello nos limitaba bastante. Veraneábamos en el mismo pueblo y allí teníamos un mes entero al año para liarla, pero luego, nos veíamos relativamente poco. Unas veces venía él a Bilbao y otras iba yo a Vitoria, pero eran ocasiones esporádicas y contadas. Recuerdo que una tarde, se vino con el cole de excursión, a pasar el día a Bilbao, me llamó, quedamos y el autobús se marchó sin él, porque no apareció a la hora (el que no apareció, fue Juan Antonio, no el autobús, que le debió estar esperando horas). Y ya, se quedó todo el fin de semana en Bilbao. Así, con dos cojones. Si más que de Vitoria, el tío parecía de Bilbao. 
Llegaba el verano y no existía el DVD. En mi casa teníamos un BetaMax que nos habían regalado, aunque otros optaban por el VHS, que fue el que al final ganó la batalla. Nos lo regaló Begoña, la madre de Iraider, la niña que cuidaba mi madre. No he vuelto a verlas a ninguna de las dos. Y una noche de julio, jueves 27, hicimos una cena de despedida en casa de un amigo, Manuel, que vivía en Cruces, muy cerquita del Netxe. Manuel pasó sin pena ni gloria por mi vida y por la cuadri en general, y, por circunstancias, no merece más protagonismo en esta historia, que el que la propia historia le da: morador de la casa donde hicimos la cena. Ya. No fuimos todos, pero sí bastantes. No fue Juan Carlos, por ejemplo, pero sí que fue su chica, Esther. Y tras cenar unos sandwiches y bebernos unas cervezas, jugamos al juego de moda: beso, verdad o consecuencia. ¿Quien no ha jugado a esto alguna vez, teniendo al menos mi edad? Beso, besabas a quien te dijesen; verdad, te hacían una pregunta, la que fuese, y debías contestar siempre con la verdad; consecuencia, te mandaban hacer algo, y lo tenias que hacer. Sí o sí. El caso es que, que nadie pregunte como ni porqué, pero quien narra, terminó liándose con Esther, la novia de Juan Carlos; mi amigo. Eh, que no pasa nada, no os pongáis en lo peor. Pues anda que no hemos echado risas con esa historia años después... Ahí, compartiendo novias, porque no fue la única además. Pero eso no toca en el 89. Eso fue mucho después y no toca contarlo hoy aquí. 
Ese mismo fin de semana, se marchó casi todo el mundo de vacaciones. Casi todo el mundo... menos Mikel y yo. Tampoco se marchó Ane. Ane era de la misma cuadrilla que Lorea y Esther. Una de aquellas tardes en las que no había nadie, nos dio por pensar, por hacer planes y decidimos irnos a pasar el primer fin de semana de agosto por ahí. Ane y yo. Como detalle sin importancia que no sé porqué lo cuento, sé a ciencia cierta que, el domingo 30 de julio, me calcé, por última vez en mi vida, un supositorio (¿alguien sabe si aún existen?). Lo tenía que contar, porque me acabo de acordar, pero a lo que iba: Aunque en un principio, aquel primer fin de semana de agosto íbamos a ir al pueblo de Manuel, en Palencia, puesto que él mismo nos había invitado, al final y a última hora, se echó para atrás en su invitación. Ya he dicho antes que este tipo no se merece más protagonismo que el justo. Tipo falso donde los haya. De los que hoy te dicen arre y mañana te dicen sooo. Lejos.... muy lejos... sape... saaaaape! Y al final, así de improvisto, Ane y yo tiramos dirección León. Un par de días antes, yo les había dicho a mis padres que me iba ir a pasar por ahí el fin de semana, sin especificar a donde, porque tampoco lo teníamos claro, pero ellos me habían dicho que de eso nada. Otra vez el mismo rollo. Que si a donde, que si con quien, que si como, que si qué me pensaba yo de la vida... resumiendo: que de eso nada. Yo no protesté. Y el viernes 4 de agosto, madrugué, sin hacer ruido, preparé mi mochila con cuatro cosas, unas zapatillas de más y un par de mudas y salí de casa, silencioso, como si estuviese entrando a robar, en lugar de saliendo a ver mundo. Me junté con Ane en mi portal, cogimos un autobús en Bilbao con dirección a Mansilla de las Mulas, provincia de León, y una vez allí, hicimos auto stop, hasta que un tipo nos cogió y nos acercó a Quintanilla en un Opel Kadet. Desde allí, nos hicimos tres kilómetros andando hasta un pueblo llamado Villaponcela. En Villaponcela nos esperaba Esther, la novia de Juan Carlos, aunque Juan Carlos no venía en la expedición. Y allí, en su casa del pueblo, pasamos el fin de semana. Y mis padres sin saber nada de mí. Al menos durante esa primera noche. 
Estando como estaba, tan cerca de mis tíos y de mis primos, a la mañana siguiente nos acercamos a visitarles hasta Cistierna. Mi tía, al verme, me preguntó que qué hacía allí, con tres chicas además: Ane, Esther y Rebe, una tía de Esther, que entonces tenía 25 años, pero que a mí se me hacía que me sacaba toda una vida. Y encima, molaba la Rebe. Toma ya! Y mi tía, sin decirme nada, llamó a mi casa y le dijo a mi madre que estaba allí, en la suya, en su casa. Sí, hubo bronca por teléfono, bronca a la vuelta, bronca muchos días después, pero aquel 5 de agosto de 1989, fue la ultima vez que vi a mi tía. Un año y tres meses y medio después, falleció. Así que, nunca me he arrepentido, ni de aquella visita, ni de aquella fuga. Y lo grande que era mi tía... mi tía Trini. 
El fin de semana estuvo bastante bien. Los amigos del pueblo de Esther resultaron ser gente agradable y nos brindaron una exelente acogida, aunque uno de ellos... uno de ellos... A ver, que yo aún me sentía un tanto extraño por haberme liado con ella, con esther, ya que era la novia de mi amigo, pero aquel fin de semana, ella se lió con otro delante de todos. Delante de Ane y delante de mí, y aquello no me hizo mucha gracia. Tampoco sé si por mi amigo o por mí. Me sentí más aliviado, eso sí, cuando al finalizar las vacaciones, mi amigo me contó que le había puesto los cuernos a Esther con tres o cuatro. Yo no le conté nada de lo sucedido aquella noche de finales de julio, hasta que, en fiestas del barrio, pillamos a Esther con otro. Buf... menudo carrerón... Tal para cual, eso sí. 
Al llegar de aquel viaje a mi casa, me esperaban, no solo la bronca de mis padres, sino también una carta del Ministerio de Defensa, que me informaba de que, en enero de 1990, debería de incorporarme al servicio militar. Ay, Dios mío... si aun era un crío...
El día 11 de agosto, viernes, un autobús nos llevó a mi madre y a mí hasta el pueblo, allá en tierras alistanas, provincia de Zamora. Bueno, un autobús no; tres autobuses y un taxi en total. Y nos acompañó mi amigo Mikel, por cierto. Allí, en Aliste, está también, como no, mi amigo Juan Antonio. Y otro veranito de aquellos, de paseos a la luz de la luna, de gamberradas a todas horas, mañana, tarde y noche, con Javi, con Jose Ángel, con Manolito, con Jose Manuel; de fiesta en fiesta, de pueblo en pueblo, de verbena en verbena, de pasodoble en pasodoble, con mi amiga Lupe... Lupe, otra buena amiga de esas que aún sigue ahí; de esas que de vez en cuando aún te llama o te manda algún WhatsApp. Igual que su hermana. Sole. Creo que de tanto pasodoble y de tanta charla, Lupe... como que... como que un poco me llegó a gustar, pero ahí quedó la cosa. Ella tenía novio, Alberto, Ruperto, Roberto o yo qué coño sé, y yo pocas ganas de meterme en líos, así que, pasodoble a pasodoble y otra cosa mariposa. Y a liarlas con Mikel, con Javi y con Juanan. 
El mismo día en el que volví del pueblo, me encontré con Naroa en la calle. Así, de frente, sin posibilidad de huida. Hacía tiempo que no nos veíamos. Se nos había enfriado hasta la amistad. Lo buenos amigos que habíamos sido... Había tenido un accidente de moto en el pueblo, poca cosa, me contó, y tenía una pierna vendada. Hablamos sobre su accidente y poco más. La noté más cortada que de costumbre, no sabía porqué, pero no le di la mayor importancia. Ella pensaría que yo ya la habría leído, pero yo aún no había leído nada; de hecho, ni sabía aun de su existencia.. Cuando llegué a mi casa, en el buzón había una carta suya. Una carta cortita, en la cual justificaba su forma de actuar durante ese año y pico que habíamos estado tonteando y dando bandazos. Una carta cortita, pero bonita. Aún la tengo guardada en una caja de zapatos donde guardo las “cartas bonitas antiguas”, porque las guardo todas. Tengo guardadas todas las cartas que me hayan escrito jamás. Todas. En aquella carta, Naroa hacía alusión al pasado, justificaba su comportamiento durante todo ese tiempo conmigo, expresaba sus buenos deseos hacia mí para el futuro y se disculpaba si en algún momento me había hecho daño, que daba por hecho que sí. La leí, no sé si dos veces, tres o quince; la leí, la releí, la guardé y punto y aparte. Que ni punto seguido, ni punto final. Punto y aparte.  
Pocos días después, Naroa sufrió otro accidente de tráfico, también en el pueblo. esta vez con un coche. Este fue algo más grave que el que tuvo con la moto; hubo incluso una víctima mortal. Ella sufrió solo golpes y contusiones. Fui varias veces a visitarla a su casa y también la empecé a acompañar cuando tenía que hacerse las curas de las lesiones en el ambulatorio, por lo que empezamos a tratarnos y a acercarnos una vez más. 
Una noche de fiestas del barrio, a finales de septiembre, surgió una conversación con Lorea, la chica aquella que me duró menos que dos peces de hielo en un güisqui on the rocks, y llegamos a la conclusión de que lo nuestro se había terminado para siempre. Más por ella que por mí, que tenía la picha hecha un lío y no sabía ni lo que quería, pero bueno... finiquitada Lorea, for ever. De hecho, ni trato que tengo con ella. Espero que viva, solo eso. Lo demás, me da igual. A partir de ahí, ya no fuimos ni amigos. En aquellas fiestas, fue también donde descubrimos a Esther con otro tío. Allí estaba, en el parque, nada de esconderse. A la vista de todos, pegándose el lotazo (toma ya, palabro adolescente total). Y aquí fue cuando le conté a mi amigo lo que había pasado entre ella y yo y lo que había visto en agosto en su pueblo. Me imagino que en aquel momento, yo pasé, en cuestión de segundos, de ser su amigo, a ser un hijo de la gran puta... lo asumo. Pero han pasado 30 años ya y no hay mal que 30 años dure. Ah, no, calla, que son cien. Cien años. No hay mal que cien años dure. Pues quien sabe entonces... Pero ya he dicho antes que no fue esta la única mujer que compartimos. 
Los días iban pasando en el barrio, y día tras día, aventura tras aventura, poco antes de cumplir los 18 años, me apunté a la autoescuela. En enero iniciaría mi servicio militar, y lo iba ha realizar en la base de Cruz Roja de Bilbao conduciendo ambulancias, por lo que tenía que apresurarme para sacármelo cuanto antes. Y soy de esos que pueden decir que, “me saqué el carnet de conducir un jueves, y el viernes estaba conduciendo ya una ambulancia”. Menuda seguridad, oye. Su vida en buenas manos; en las de un moco de 18 años recién cumplidos. ¿Se imaginan? Pues así fue. 
El día 22 de noviembre, cumpleaños de mi padre, aprobaba el examen teórico y ese mismo sábado, el 25, salí a celebrarlo. Bueno, salir, salía todos los sábados y todos los sábados celebrábamos algo, las cosas como son. Pero ese sábado era especial. Ya casi tenía carnet de conducir. Solo me faltaba el examen de carretera. Esa noche me encontré, casualmente, con Naroa. Tras una breve conversación apoyados sobre el capó de un coche, me pidió para salir. Que si, que entonces era lo que se llevaba. “¿Quieres salir conmigo?”; “¿Qué?”; “Pues eso!”. 
Me quedé un tanto sorprendido, pues esta vez había sido ella, la misma que durante tanto tiempo había estado dándome largas. Ahora me pedía para salir; me lo pedía ella; ella a mí, y me hacía ver lo mucho que se había equivocado las veces anteriores al decirme que no se veía preparada, o simplemente, al darme largas. Evidentemente, le dije que sí, que claro que quería, como coño no iba a querer, y por fin, después de casi un año y medio de yo insistir en algo que ya casi había olvidado y abandonado, conseguí ser algo más que un buen amigo para ella. Para Naroa. No obstante, aquella aventura no duró más que tres escasas semanas. Otros dos putos peces en otro puto güisqui on the rocks. Lo mío eran los güiskis on the rocks. Naroa tenía una amiga, Sarai... que yo siempre creí que fue quien llevó aquella historia a la ruina. Creo que Sarai y yo, nunca nos llevamos bien. 30 años. Han pasado 30 años. No, nunca nos llevamos bien. De hecho, creo que incluso tiempo después, echó mierda donde no tenía que echar. 
Se aproximaban las navidades, fin de año y el 28 de diciembre, día de los inocentes, por fin apruebo el carnet de conducir. Ahora sí. Ya tenía carnet de conducir. Lo celebraríamos en nochevieja. 
Y por fin llegó esa noche, la noche vieja, pero en cuanto dieron las 12 y nos comimos las uvas, empezó 1990, y me he prometido que en este post solo hablaría de 1989. Y es una pena que no siga contando, porque la historia de Naroa no termina aquí, aunque tampoco le queda mucho recorrido ya. Otra vez será. 
____________________________________
No todos los nombres son reales. Algunos, muy poquitos, son ficticios, pero respetando siempre la inicial de cada uno. La historia, eso sí, es 100% verídica.

No hay comentarios: