miércoles, 25 de septiembre de 2019

Quien sabe...




Hoy es mía, pero esa casa la hizo mi padre. Contrató a unos cuantos albañiles de la zona, les dibujó varios planos de como la quería, y él mismo, con sus propias manos, ayudado por su hermano y algún que otro vecino del pueblo, la levantaron y dieron forma. Jugó a ser peón, albañil, carpintero y arquitecto y no le salió mal la jugada. Grande por fuera, humilde por dentro. La casa, digo; mi padre era grande y humilde por fuera y por dentro.

Lo que son las cosas, eso sí, que nunca, jamás, en mi vida, he pasado una sola noche yo solo en esa casa. He pasado cientos de noches con gente. Con mis padres, con amigos, con mis hijos, mi mujer... pero yo solo, jamás. ¿Y porqué? No lo sé. Cuando alguna vez he estado tentado de ir solo, al final he terminado echándome atrás. Unas veces con una excusas, otras veces con otra. Pero en realidad, no sé porqué.

Mi padre contaba que un invierno que estaba allí solo, una vez acostado en su cama, en el piso de arriba, la luz del pasillo se encendió sin más. Él se levantó a apagarla sin pensarlo, pero al cabo de un rato, la luz volvió a encenderse. De nuevo volvió a levantarse para apagarla y se fijó en que el interruptor no estaba como cuando él lo había apagado la primera vez. Vamos... que era el interruptor quien en realidad activaba la bombilla. Volvió a encenderse una tercera vez y de nuevo el interruptor estaba movido. La apagó una vez más, la última, cerró la puerta de la habitación, se metió en la cama, cerró los ojos e hizo lo posible por dormirse y no mirar hacia el pasillo. Acojonado, elementalmente. Nunca más le volvió a pasar. Pero siempre que íbamos al pueblo, me lo contaba y me decía cual era el interruptor maldito. Con el tiempo, modificó el pasillo, tirando incluso varios tabiques y acabó quitando aquel interruptor. Bueno, más que quitarlo, acabó cambiándolo de sitio. Siempre dijo que aquella obra no tenía nada que ver con lo que le había pasado y siempre buscó cualquier excusa para justificar aquello, pero a mí nunca me quedó del todo claro. Y sé que a él tampoco. De hecho, a mi padre no le gustaba nada pasear de noche por el pueblo y la casa le daba respeto. Y aunque su habitación estaba en el piso de arriba, y aunque mi padre no creía en tonterías, cuando iba solo, empezó a dormir en la habitación del piso de abajo.

Cuando murió mi padre, depositamos sus cenizas allí mismo, en aquel pueblo, junto a la casa, en nuestro propio terreno. Una parte se las regalamos al viento, para tenerle siempre allí cuando vamos, entre nosotros, en plena libertad, y otra parte las enterramos en la propia urna en la que nos las entregaron, también en ese mismo terreno. No existía un lugar mejor para que mi padre se tomase ese descanso al que llaman eterno, que allí, junto a la casa que él mismo levantó años atrás en el mismo pueblo que le vio nacer. Yo mismo me encargué de ello. Fue triste y bello a la vez. Corría el año 2008. Hace ahora solo unos días, repetíamos la acción, esta vez con mi madre. Exactamente igual. Cenizas al viento y la urna, enterrada junto a la de mi padre. Codo con coco. Para siempre. Siempre juntos ya.

Tiempo después de haber fallecido mi padre y de haber echado también sus cenizas en el terreno de mi casa, ocurrió una noche que, mi mujer y mis hijos se habían acostado ya, pero yo me había quedado viendo la tele en la sala del piso de abajo. Era verano, hacía una noche estupenda y el calor de aquellos días de agosto, llevaba días metido de lleno en casa. Estaba sentado en el sofá, y me dio por tumbarme. En ese momento... sentí como que... como que alguien... como que alguien me molestase; sentí como que... como que no estuviese solo en el sofá... y sentí a la vez un frío horrible por todo el cuerpo. Me asusté y me levanté casi como un muelle. Dejé de tener frío al instante. Allí no había nadie, elementalmente, a quien pudiese haber molestado. Volví a tumbarme con sumo cuidado, y de nuevo volví a sentir ese frío horrible en todo el cuerpo. Me levanté de nuevo, como el mismo muelle de antes y una vez más dejé de tener frío. Hacía calor en toda la casa, salvo tumbado en el sofá. Me senté con sumo cuidado y... calor. Solo sentía ese frío si me tumbaba en el sofá. Nada más. Si solo me sentaba, no pasaba nada. Suena extraño. Lo sé. Y me da igual si me creen o no. Me levanté, apagué la tele y me fui a la cama, en parte asustado, convencido de que en aquel sofá había alguien. ¿Mi padre tal vez?. Qué tontería... lo sé. Pero...

No ha vuelto a pasarme más veces, aunque también es verdad que cuando es de noche y me quedo solo en aquel salón, procuro no tumbarme en el sofá.

¿Historias de locos? Pues sí, seguramente. Pero quien sabe... Lo que tengo claro, es que hechos como este, no ayudan a que algún día decida a quedarme yo solo un par de noches en aquella casa, por muy mía que sea. Aunque me encante. O sí... quien sabe.

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