miércoles, 29 de enero de 2020




                                           


Antes de empezar a leer, quisiera advertirles de que esta es la tercera y última parte de una historia de tres partes, de las que aún solo existen dos, porque una de ellas aún no está escrita, y que la parte que falta es, precisamente, la primera, aunque en realidad será la última. También he de advertirles que esto lo escribo por y para mí; por y para nadie nadie más. Lo escribo porque peco de nostálgico, ya que como bien saben si me siguen o me conocen un poco, “la nostalgia es el patrimonio de los adultos” aunque también es cierto, como bien dicen los chicos de Yo Fui a EGB, que “no somos nostálgico, más que nada, porque ya no hay nostalgias como las de antes”. Esto de escribir, es para mí una manera de recordar mi vida, así que, si en algún momento consideras que la historia te aburre, puedes dejar de leerme y dedicarte a otra cosa. Nada me debes y nada te debo. Si sigues adelante, que sepas que esta historia se titula “mil novecientos noventa” y que un poco más abajo, por si aún no la has leído, te encontrarás con “mil novecientos ochenta y nueve”, la cual te recomiendo que leas antes que esta. “Mil novecientos ochenta y ocho”, que sería la primera de ellas y la que aún no está escrita, por lo que será la última a pesar de ser la primera, vendrá más tarde. Tres tigres comen trigo en un trigal. Quizás dentro de unos meses; quizás el año que viene. Quizás dentro de dos. Quizás nunca... Aclarados estos puntos, viajamos a...

MIL NOVECIENTOS NOVENTA

1990 prometía ser un año largo, bastante intenso y algo extraño, sobre todo, los dos o tres primeros meses, que se me antojaban duros, tan sólo por el mero hecho de tener que cumplir con el servicio militar; o la mili; la puta mili. La maldita puta mili. Y eso que yo haría una mili de las de ensueño; cerca de mi casa, cerca de mi gente, cerca de mi entorno, cerca de la comida de mi madre, cerca de mis costumbres... pero nada es bonito cuando otro fulano que no es más que tú, te obliga, te manda y te ordena... a cambio de qué? A cambio de nada. Solo a cambio de un estado prepotente que quiere mantenerte controlado.

El año había comenzado bien. Como siempre... dándole a la priva en algún bar. Risas, copas, confeti, matasuegras, amigos... chicas... y feliz año nuevo. Empezaba 1.990. Treinta años que han pasado... que se dicen pronto. De vivir otros 30, me metería casi en los 80. Y eso, permítanme los optimistas y los felices de la vida el comentario, no lo tengo claro yo. Pero que nada claro. Aún así, mi vida “desamorosa” estaba siendo un poco desastrosa. Yo acababa de cumplir los 18 años y lo confieso: me subía por las paredes.

El día 26 de enero, viernes, me incorporaba al ejército como un maldito soldadito de reemplazo. Una de las cosas que debía dejar atrás por culpa de la mili, era mi papel de monitor en “Gure Lurra”, el club de tiempo libre que se había fundado pocos años antes en el barrio; club que aún existe, aunque nada tenga que ver ya con sus inicios. (“Gure Lurra” significa “Nuestra Tierra”). Me gustaba aquello; la labor que desempeñábamos. Jugar con niños; verles felices. Ser uno de ellos. Nadie tan agradecido como un niño, os lo aseguro. Por eso no me gusta la gente a la que no le gustan los niños. No me fío de ellos. No son humanos. Serían las 7 de la tarde. Apurando hasta última hora. Teníamos hasta las 19:30 para entrar en el cuartel, de lo contrario, podrían ponernos en rebeldía. Ya era de noche cuando entramos. Nada más cruzar la verja de aquel apestoso cuartel, se me vino el mundo encima. Conozco gente que asegura que los mejores ratos de su vida, fueron precisamente, los vividos durante su servicio militar. Me lo tengo que creer, claro que me lo tengo que creer, pero cada vez que escucho semejante barbaridad, no puedo evitar pensar también en el tipo de vida tan triste y aburrida que han tenido que llevar para que la puta mili haya sido lo mejor de sus vidas. Tampoco pueden ser humanos. Mi mili en aquel cuartel fue una puta mierda. No aprendí a ser un hombre, como nos vendían en aquel recinto. “¡Aquí os haréis hombres!”, escuché muchas veces. Hijos de puta. Yo no. Yo no me hice hombre allí. Hombre me ha hecho la vida con el paso de los años. Allí solo aprendí a odiar. A cagarme en los muertos del otro. Aprendí a darme cuenta de que el ejército y los cuarteles, al menos aquel, estaban llenos de extraños y repugnantes seres inhumanos que se creían estar por encima de todos los demás y como no, por encima del bien y del mal. Cabos, sargentos, capitanes... coroneles... y demás chusma, todos vestidos de verde y con un arma cargada a la cintura. Todo eran gritos. Todo amenazas. Todo órdenes. Y si te quejabas de algo, te llamaban “maricona”. Pues mejor maricona, que cabo primero, mira tú, lameculos. Quizás, entre todos aquellos, se salvasen un sargento y un capitán, que parecían buena gente, que jamás me faltaron el respeto y que en más de una ocasión me mostraron su empatía con aquellos mocos, que es lo que éramos. Unos putos mocos. Chavalitos de dieciocho años recién cumplidos. El resto, basura. En una ocasión, aquel capitán, De Los Mozos de apellido, nos pilló en una instrucción nocturna fumando. Éramos dos, uno de Basauri y yo. Estábamos bien escondidos, tirados en el suelo, entre unos matorrales, completamente a oscuras, pero aún así, De Los Mozos nos pilló con el cigarro en la mano. Salió de la nada, se tumbó a nuestro lado y nos soltó de sopetón, aparentemente cabreado, aunque bajando el tono según iba terminando el sermón: “tenemos dos opciones; u os arresto por fumar, porque ya sabéis que esto no está permitido, y si esto fuese una guerra de verdad, el humo os hubiese delatado y estaríais muertos, o me dais un cigarrito y nos arriesgamos a que nos pille otro a los tres y ya veremos como salimos luego del marrón”. Le dimos un cigarro pensando en todo momento que la habíamos cagado, se lo fumó con nosotros, nos preguntó por nuestra vida, la de verdad, la que teníamos fuera de aquellas verjas, y desde aquel día, me saludaba como a un colega cuando me veía por el cuartel. “¿Conoces al capitán?”, me preguntó alguno. “El caso es que me suena”, decía yo. Coño, no iba a contar lo del puto cigarro en la instrucción nocturna, no?. Incluso el día en que me iba para siempre de allí, fui a despedirme expresamente de él. Yo creo que ya no se acordaba ni de mi nombre, pero me agradeció el gesto. Más le agradecí yo a él lo de aquella noche. En el lado contrario, estaba Pozo, un cabo primero de reemplazo que era un mierda. Era ponerse a dar órdenes, y se transformaba. Era un puto chulo, un maldito prepotente, un lameculos y un completo hijo de la grandísima puta. Luego le veías fuera del cuartel y era lo que era: un trozo de mierda, un cagao. Te saludaba como si fuese una puta muñeca a punto de romperse. Los galones se le habían quedado grandes y los usaba para creerse alguien en la vida. De esos que se creen mierda sin haber llegado nunca a ser pedo. Muchos juramos partirle la boca al acabar la instrucción y abandonar el cuartel. No sé si alguien lo haría. Tiempo después, alguien me dijo que sí, que Fulanito lo había hecho, pero no me sonó muy convincente. En el punto intermedio, estaba el Patter. O el cura. El cura del cuartel era también militar. No recuerdo si era capitán, o era coronel. En 1990, yo estaba muy metido en los grupos de la iglesia. Aunque a algunos esto os sorprenda, es cierto. Yo me confirmé en 1991, tras casi seis años de catequesis semanal. Y eso era algo que le había comentado al Patter. Le caí bien, pues no había mucha gente creyente allí, y muchas veces venia a buscarme a mi compañía para charlar conmigo de Dios. De Dios, o de la vida. De hecho, el Patter me llamaba “satélite” también. Le habían hecho gracia el mote y la razón. Si me veía por el patio con los auriculares, me preguntaba “¿otra vez Los Secretos?”  Una tarde, salió un tema complicado y yo le dije lo que pensaba sobre su papel: que no era compatible ser sacerdote y militar a la vez. Una cosa significaba paz y la otra guerra. Una era amor y la otra odio. Aquello no le gustó. Se quitó la careta de hombre bueno, me dijo que no tenía porqué consentirme ese comentario y dejó de buscarme. Yo en lugar de sentirme molesto, me sentí orgulloso y vencedor. Sabía que tenía razón y sabía que le había ofendido. El día antes de acabar la instrucción y marcharnos de allí, me buscó, me dijo que se alegraba de haberme conocido, que era muy inteligente, que nunca dejase de creer ni de pensar por mí mismo, y que le visitase alguna vez. Le dije que sí, que lo haría. Que teníamos una conversación pendiente. Nunca lo hice. No tenía nada más que hablar con él. Con el tiempo lo entendí. La iglesia ni era paz, ni era amor. El ejército tampoco.

Volviendo a la tarde del viernes 26 de enero, nada más entrar en aquel cuartel, aún con los macutos colgando del hombro y con el miedo incrustado en el alma, nos reunieron como ganado ovino en el gimnasio. Allí nos contaron las cuatrocientas reglas básicas de la disciplina militar, nos separaran por compañías y por camaretas y nos enviaron a nuestros barracones. Nos entregaron un par de cubiertos, unas sábanas sosas y blancas, creo que una manta, un par de botas que debíamos de llevar siempre inmaculadas, algo de ropa parecida a la que llevan en las películas de guerra y nos enviaron a cenar, si es que a aquella aberración se le podía llamar cena. Como punto positivo, tengo que decir que no estaba solo en aquella aventura militar, y eso me ayudaba a que todo fuese un poco más fácil. Mi amigo Mikel, el  de toda la vida, el de “los cuarto putos fantásticos”, se había incorporado al ejercito conmigo. También le tocaba hacer la mili. ¿Casualidad? Realmente no. Ambos nos habíamos apuntado juntos para hacerla como voluntarios en Cruz Roja. Allí nos encontramos después con Pedro, con Miguel Ángel, con Koldo, con Jon... gente a la que ya conocíamos de antes, algunos de ellos a través de la autoescuela, donde nos habíamos sacado juntos el carnet de conducir ambulancias y con los que pasaríamos el resto de servicio militar, Cruz Roja incluida. Y así empezaron dos meses de mierda. Perdón... de instrucción.

El primer fin de semana después de haberme incorporado al ejército, ya en el mes de febrero, nos dieron permiso a todos desde el viernes al mediodía, hasta el lunes por la mañana. Antes de salir, podíamos comer en el cuartel si así lo deseábamos, aunque yo, desde luego, lo tenía muy claro. Prefería no tener que comerme aquello. Recuerdo bajarme en el coche de Pedro con Mikel, recuerdo llegar a casa y no querer comer tampoco, sencillamente porque estaba agotado y lo que quería era dormir, y recuerdo haberme quedado dormido tirado en el suelo de mi habitación, sobre la alfombra, cuando sonó el teléfono. Entonces, sobra decir que no existían los móviles, por lo que al teléfono de casa se le conocía simplemente como “el teléfono”, a secas, sin la coletilla de “el fijo”, como habría que especificar ahora. Era Naroa. “Una amiga”, me dijo mi madre, que fue quien me despertó. “Te llama una amiga. ¿Qué coño haces dormido en el suelo? ¿Estas tonto tú, hijo? ¿Qué te han hecho a ti en la mili... que ni me comes y te vas quedando dormido por ahí...?”. Me levanté y me puse al teléfono. Mi amiga Naroa. Aquella de la que había estado pillado desde 1988; dos años atrás. Hacía un par de meses, en noviembre del 89, que habíamos estado saliendo, pero aquello, como ya conté en la otra historia, la de “1989”, no duró más que unas semanas. Dos putos peces de hielo en un puto whisky on the rocks. Ella me había invitado a subirme a su barco y ella me había hecho bajarme después, ya en alta mar. Me llamaba para pregúntame qué tal me había ido aquella primera semana en la guerra y para ver si me apetecía quedar para vernos esa misma tarde. Elementalmente, le dije que sí. Nos dimos un paseo por el barrio, nos tomamos un café, me compré mi primer Walkman, que no era Walkman en realidad, porque era de Phillips y los Walkman de verdad son de Sony, y al anochecer nos subimos a la zona que entonces se conocía como Siete Campas, en la parte alta del barrio. Ahora todo aquello ha cambiado. Una autovía con un extraño nudo de cruces y un montón de viviendas, hicieron desparecer todas aquellas campas llenas de huertas. Aquel Walkman le pondría la banda sonora a mis dos meses de instrucción y a parte del resto de mi vida, hasta que dejó de funcionar. Gracias a él, deambulaba muchas tardes por el cuartel sin enterarme de nada. Yo y mi mundo. O mi mundo y yo. Y aquí me gané mi mote de la mili. “Satélite”. Porque iba a mi bola. A mi puta bola. Porque no me enteraba de nada. Siempre con los auriculares en las orejas. En mi puto mundo. Dando vueltas sin descansar, como el disco de  El Mundo Tras El Cristal de La Guardia. Escuchando, sobre todo, el álbum Adiós Tristeza, de Los Secretos y La Cabaña De La Colina, de El Norte. Treinta años después, os aseguro que en eso, he cambiado bien poco. No podría vivir sin música. Mi pasión. Y sigo yendo a mi bola. A mi puta bola. Aquella tarde de viernes que había empezado sin comer y con una siesta en el suelo de mi habitación, ya de noche, sentados en aquella campa que ya no existe, para mi sorpresa, Naroa me pedía por segunda vez para salir. Y por segunda vez, yo la decía que sí. Naroa y yo volvíamos a ser pareja. La historia de Naroa había comenzado en 1988, y desde entonces, para ella, había sido como la copla aquella del “ni contigo, ni sin ti”. Y ahora, por segunda vez, volvíamos a estar juntos. Tampoco me extrañó mucho que me lo pidiese. El jueves 25, antes de marcharme al cuartel por primera vez, habíamos quedado toda la cuadrilla para tomar algo y así despedirse de nosotros. De Mikel y de mí. Más que a la mili, debían creerse que nos íbamos a la guerra. Vino un montón de gente a despedirse. Cuando llegó el momento de despedirme de Naroa, me dio un abrazo diferente a los demás, y sus dos besos rozaron mis labios, un gesto que no me pasó desapercibido, aunque con el caguelo de la mili, se me había olvidado.

Yo seguía con mi servicio militar. Vestido de verde y con las botas impolutas. Allí era más importante tener limpias las botas, que tener limpio el alma. Y daba igual que te limpiases el culo o no después de cagar. Con tener limpias la botas, era suficiente. Haciendo instrucción. Acatando órdenes. Absurdas ordenes militares que, muchas veces, no tenían sentido alguno. Entre semana, dando barrigazos en aquel cuartel; los fines de semana, de permiso en casa. Porque salí de permiso todos los fines de semana. Mi comportamiento, digamos que, aunque con matices, fue ejemplar y nunca tuve que quedarme allí. Jamás tuve un arresto. Desde que estaba otra vez con Naroa, muchas de aquellas tardes me acercaba hasta el barrio. Las tardes que no bajaba, le daba sentido a mi mote de “satélite”, vagando con mi Walkman que no era Walkman por los patios del cuartel. Dando vueltas sin descansar... Teníamos libre desde las 5 de la tarde, hasta la hora de la cena, y aunque apenas me daba tiempo a nada, porque sólo el hecho de ir y volver, ya me robaba casi toda la tarde, muchas veces lo hacía. Cuando tenía suerte, bajaba con alguien en coche. Cuando no la tenia, me bajaba en autobús. Y bajar en autobús, me suponía estar con Naroa en el barrio poco más de 20 minutos, porque en autobús, tardaba más de hora y media en ir y hora y media en volver. Tenía que coger tres diferentes en cada trayecto. La verdad, es que pocos tenían coche allí. Pedro, Juan Carlos... y algunas veces Miguel. Y dependía, claro está, de que ellos bajasen o se quedasen en el cuartel. Pedro vivía en la misma calle que yo. Tenía un Renault 5 Copa Turbo de color blanco lleno de alerones. Una verdadera joya y una verdadera máquina. Tardábamos doce minutos en ir desde el cuartel hasta el barrio, y otros doce en ir desde el barrio hasta el cuartel. Doce minutos cronometrados. No nos salíamos de ahí. Pedro no entendía de límites de velocidad, ni de rayas continuas. El recorrido a velocidad normal podría durar una media hora, quizás un poco más, por una carretera de doble sentido y mala de cojones. También teníamos un ángel de la guarda con nosotros, que nos debía de apreciar mucho y que nunca nos abandonó. Miguel tenía un Chrysler 150, creo recordar. También era del barrio. Con Miguel, el viaje era de media hora en cada sentido. Ambos, Pedro y Miguel, iban a ser compañeros míos de Cruz Roja. Aunque a ambos les veo poco, si coincidimos por ahí, aún podemos tirarnos un rato largo charlando. Después de acabar el servicio militar, Miguel y yo trabajamos en la misma empresa, dedicada al mundo de la ambulancia. Juancar tenía un Lada Samara. Era de Barakaldo. Aquello sí que no corría. Era un hierro. Claro, que a poco que fuese, ya era mejor que el mío, que  no tenía ninguno, así que, bendito hierro. Este no se vendría a Cruz Roja. Juancar haría una mili normal. Y casualmente, una década después, trabajamos una temporada en la misma empresa, y actualmente trabajamos de nuevo en el mismo gremio, aunque en diferentes casas. El mundo es un pañuelo. Donde sí que pillé boleto, fue en la cantina. Resultó que uno de los camareros, que era también militar de reemplazo,  había estudiado conmigo. Michel. Siempre que iba a la cantina del cuartel, tenia cervezas por la cara, paquetes y paquetes de M&Ms y lo que quisiera. Muchas noches, por no comerme la mierda de cena que nos daban allí, cenaba M&Ms. Os lo juro. Desde entonces, los M&Ms me recuerdan a mis cenas de la mili. Así que, hace 30 años, yo estafé al ejército español. Menos mal que ya ha prescrito; por eso lo cuento. Si mi memoria no me falla, creo que a la cantina, le llamábamos también “el hogar”, aunque aquello de hogar, tenía bien poco.

De sobra es sabido que a mí nunca me ha gustado el fútbol. Es más, lo aborrezco. A estas alturas, sobran además las razones. En mi compañía, estaba Iñigo Larrainzar, jugador de primera división que jugaba entonces en el Osasuna, aunque más tarde jugó en el Athletic. Bueno, digamos que debutó en el Osasuna mientras hacíamos la mili. Todos querían ser su amigo. Iñigo era de los más populares. Daba igual que fuese listo, que tonto, amable que desagradable... alto, bajo, guapo, feo... Era futbolista profesional y eso levantaba pasiones. Todo lo demás daba igual. Yo tampoco tardé en congeniar con él, aunque nada que ver con su profesión. De hecho, Iñigo fue uno de los que me pusieron el mote de “satélite”. Y resultó ser un tío majo, elegante y agradable. Un día me dijo algo que me encantó y que no he olvidado jamás. “Tío, contigo es con el único con el que me siento a gusto de verdad, porque sé que tú no estás conmigo por lo que soy. A ti te la suda el fútbol. Los demás no sé si están conmigo, o están con el futbolista”. Una vez acabamos la instrucción, digamos que no volví a saber más de él. En 1995, acompañé a unos amigos a ver un entreno del Athletic en Lezama, y me di de morros con él. “Coño, Iñigo, te acuerdas de mí?”.  Hostia, sí, fijo, que sí que sí, me conocía, le sonaba de algo, pero no sabía de qué. Le dije, “soy satélite” y no hizo falta decir nada más. “Pero si a ti no te gustaba el fútbol, tío, ¿qué haces aquí? Pásate un día y estamos más tranquilos”. Nunca pasé. Creo que uno de mis mayores pecados capitales, ha sido la pereza. Pero vamos, que tampoco tuve la necesidad de tener que pasar. Para mí no era más que un antiguo compi de la mili, a quien solo le sonaba mi careto y solo se acordaba de mí mote.

Mi aventura con Naroa iba viento en popa. Nos veíamos poco por culpa de la mili, pero yo bajaba al barrio casi todas las tardes, aunque fuese para estar solo 20 minutos con ella. Hasta que llegó el día de la jura de bandera. 24 de febrero. Sábado. Coincidía además con el fin de semana de carnavales. Al paripé de la jura, vinieron varios de mis amigos. Juan Carlos, Dani, Ana, Chuwi, Bego... y mis padres, claro. Aquella misma noche, en la que había jurado bandera por la mañana, salí de copas por Barakaldo con mis amigos y con Naroa. Recuerdo que volvimos al barrio andando a las tantas. Al llegar, decidimos tomarnos la última en uno de los bares de la galería. La galería era lo más parecido a una zona de marcha que había en el barrio. Yo estaba agotado y me hubiese ido para casa, pero ganó la presión popular y me quedé. Llevaba ya 24 horas despierto. Ademas, habíamos tenido una semana complicada en el cuartel, por aquello de la preparación de la jura de bandera y estaba totalmente desgastado y agotado. Al entrar en el Silver, uno de los pubs de la galería, yo me senté en una de las mesas y no tardé en quedarme dormido con la copa llena, me quiero imaginar que de patxarán, al lado. Justo antes de quedarme frito, Naroa me había dicho que si me dormía, se iría con Alfonso. “Pues vale. Pues vete”. Y así fue; me dormí, me desperté y Naroa ya no estaba en el bar. ¿Se habría ido con Alfonso?. ¿Aquel comentario no había sido una broma? Alfonso era un subnormal. Un completo subnormal. Trabajaba de camarero en el Luna, uno de los bares a los que solíamos ir de forma habitual y aunque no nos caía bien a casi ninguno de la cuadrilla, a veces se nos pegaba y se venía con nosotros. Creo que con el único que se llevaba medianamente bien, era con Dani, porque habían trabajado juntos. Los demás, no le soportábamos. Mi cuadrilla más cercana era la de siempre: Xaho, Mikel, Juan Carlos, Dani y yo. Elementalmente, a partir de aquel día, al subnormal de Alfonso, no le permitimos volver jamas con nosotros. De hecho, juro que no he vuelto a saber nada de él.

Al despertarme en aquel bar y comprobar que Naroa no estaba allí, fue Dani quien me dijo que creía que se había ido con Alfonso, pero sin darle importancia. Yo estaba muerto de sueño. Me levante, me acabé mi copa de un trago y a pesar del “no te vayas, tío, que nos tomamos la última”, me fui a mi casa. De camino, me encontré con ellos, con Naroa y con el subnormal de Alfonso. Estaban hablando, sin más, apoyados en un portal muy cerca de mi casa. Nada más verme, Naroa vino hacia mí y me dijo que se había ido porque me había dormido y allí no pintaba nada, que no tenía nada con Alfonso, que solo le gustaba, pero que no sabía si quería seguir conmigo, que estaba hecha un lío. Le dije que vale, que poco tenía que decir yo ante eso, y que lo yo que quería de verdad en aquel momento, era dormir, pero que supiese que aquella iba a ser la ultima vez que estábamos juntos. Otros dos putos peces de hielo en otro puto whisky on the rock. Tres semanitas habíamos durado esta vez. Aquella sería la última. Nunca jamás volvería con ella. Y me marché. Nunca jamás. Alfonso y ella estuvieron saliendo una temporada; tampoco mucho. No creo que llegasen ni a los tres meses. El de los peces de hielo no iba a ser solo yo... Alfonso no era lo que parecía ser. Alguien me contó cosas, pero con la promesa de no contarlo, así que, hasta aquí puedo escribir. Yo cumplí mi palabra. Aquella había sido la última vez.

Tras aquella ruptura, mi vida seguía, entre semana en el cuartel, vestido de militar, como en las películas de guerra, y los fines de semana con mis amigos. Y Naroa olvidada, casi casi desde el primer momento. Me había decepcionado tanto aquella noche de carnavales, cuando se fue con el subnormal de Alfonso, que ni pena me daba aquella ruptura. Cada uno su camino. Elementalmente, seguiríamos siendo amigos, porque la tenía muchísimo cariño, pero ya. Estábamos destinados a ser eso, amigos. Solo amigos. Ojo, que ya es mucho.

En aquellos tiempos, uno de nuestros lugares favoritos donde matar las horas, era el Waikiki. Allí conocimos a Nieves, a Sonia, a Soraya, a Maite, a Marta, a Nerea, a Susana... Fue el día 10 de marzo. Poco después de conocerlas, se fueron formando algunas parejas, aunque apenas tuvieron futuro alguno. Sonia empezó a salir con Juan Carlos... menudo tormento; Soraya con Manuel... menudo desequilibro emociónal... De Manuel ya hablé por encima en “1989”; era el chorra de la casa aquella en la que habíamos hecho una fiesta el pasado verano, así que no le daré más protagonismo. No se lo merece. No me cae bien, se nota, verdad? Todo por una pequeña jugarreta fea, muy fea, que me haría 10 años después. Nieves salió con Mikel, aunque primero salió con Pigüi... Dani tuvo un rollo raro con Marta... Algunas antes, otras después, todas aquellas relaciones no llegaron a nada. La relación que más duró, fue la Nieves con Mikel, que estuvieron varios años juntos, pero aquello al final terminó como el rosario de la Aurora. A mí me gustaba Maite, pero Maite no quería saber nada de mí. Y por lo que me insinuaron, tanto la propia Maite como Sonia, yo le debía de gustar a Nerea, pero a mí no me gustaba ella. Y eso que Nerea no era para nada fea; todo lo contrario; era incluso mucho más mona que Maite, pero no me gustaba. Claro, que Nerea nunca me dijo nada; bien podría haber sido una maniobra de distracción. Y así quedó la cosa. Aunque es curioso, porque con la mayoría de ellas, sigo teniendo contacto. Que no es un contacto permanente, en absoluto, pero sí de esos que si te encuentras por la calle, te paras a charlar y te alegras ademas. Luego está lo del Facebook, que ahí tienes a casi todo el mundo. Uy si llego a tener Facebook yo en 1990... Aunque tampoco tengo contacto con todas. A Nerea y a Susana hará más de 25 años que no he vuelto a verlas.

Todos los fines de semana, convertíamos el Waikiki en nuestra casa. El Waikiki era un pub de Barakaldo que gestionaba un tal Angel, quien compartía barra con Antonio. En la puerta, de portero, solía estar Txomin, a quien muchas veces ayudábamos a decidir quien entraba y quien no. Ya he dicho que aquel lugar era como nuestra casa. Allí conocimos a infinidad de gente, sobre todo chicas. No daré nombres, porque sería un no parar, pero si pienso un poco, os aseguro que me acuerdo de todas. Éramos los putos relaciones públicas del local. Había días que abríamos el pub, y después lo cerrábamos. Solo nos faltaba estar en nómina.

El 23 de marzo, terminé por fin la instrucción en aquel odioso cuartel. Aún me quedaría más de un año de mili, pero lejos de cualquier gestión militar. El resto, la cumpliría en Cruz Roja, conduciendo una ambulancia. La mayor parte del tiempo, en la base central de Bilbao, en la calle General Concha, aunque pasaría también por las bases de Barakaldo, Portugalete, Ortuella o Munguía.

El tercer fin de semana de abril, Nieves nos presentó a Sonia, pero no a nuestra Sonia, sino a otra Sonia. Esta Sonia vivía en un pueblo de Valladolid y había venido a Barakaldo para visitar a su abuela, que vivía en el mismo portal que Nieves, y la abuela se la había empaquetado, porque aquí no conocía a nadie y así salía un poco la muchacha. A mí aquella chica me gustó desde el principio y no tardé en acercarme a ella, sin intención alguna, eso sí. Hablamos mucho aquel fin de semana, me contó su vida, le conté la mía... pero no le dije nada de que me gustase. No estuvo aquí más que el fin de semana, y una vez que se fue, nos escribimos algunas cartas. Y ahí nos confesamos. “Que si tú me has gustado, que si tú a mí también, que sí porqué no me dijiste nada, que sí porqué no me lo dijiste tú a mí”. Nada más. Aquello era imposible. La distancia no es compatible con el amor, aunque algunos se empeñen en venderte que sí. Y cayó en el olvido. Tanto Sonia, como el fin de semana, como las cartas, que al principio se distanciaron en el tiempo y al final acabaron por desaparecer.

Yo seguía haciendo la milli, conduciendo mi ambulancia, saliendo de fiesta con mis amigo, con Mikel, con Juan Carlos, con Xaho... los putos cuatro fantásticos... con Dani también... Y ahora quedábamos casi a diario con Sonia, con Soraya y con Nieves. El resto del grupo de chicas que habíamos conocido aquella tarde de marzo en el Waikiki, se habían ido alejando. Bueno, en realidad, creo que nunca se acercaron. Un sábado que yo estaba de guardia por la tarde en la base de Bilbao, conocí a una compañera con la que no había coincidido nunca. Se llamaba Rosa. Al poco de empezar la guardia, me empecé a dar cuenta de que no se separaba de mí y se interesaba por mi vida. No dejaba de preguntarme cosas sobre mí. Yo estaba cabreado, porque aquel sábado no tenía que estar de guardia, pero alguien había fallado y me habían empaquetado. Poco antes de media tarde, me dijo que le dolía un montón una pierna, y me pidió que la mirase en el botiquín, por si tenía algo. Fuimos al botiquín, que estaba bastante apartado del resto de las instalaciones y allí se quitó los pantalones, se sentó en la camilla y... yo no sabía ni lo que hacer. No, no tenía nada. Nada de nada. De hecho, creo que hasta dudó sobre cuál era la pierna que le dolía. Ella se hacía la dolida, y yo... yo me hacia el loco. No pasó nada. Se vistió y siguió toda la tarde detrás de mí. Ya no le dolió más la pierna. Yo me sentía incómodo, aparte de que seguía cabreado. Me dijo para quedar un día, pero yo esquivé como pude la propuesta. Pocos días después, estaba de guardia en la base de Barakaldo y me llamó allí por teléfono. Me dijo que le apetecía verme. Quedamos... pero me hice el loco otra vez. Y reconozco que eran mona. Sí, lo era. Nunca pasó nada. Quedamos en vernos otro día, pero no volvimos a coincidir nunca más. Yo no tenia ánimos de buscarla y ella... pues no sé... porque nunca fue clara. Pero como nos conocimos un día que yo estaba muy cabreado, aquello no auguraba nada bueno. Mejor no vernos más. Y así fue.

El 6 de junio, miércoles, yo hacía guardia de nuevo en la base de Cruz Roja de Barakaldo. Una llamada del centro coordinador, nos llevó hasta un instituto, donde una chica se había caído y no podía andar. La llevamos al hospital de Cruces. Nada grave. Un simple esguince, aunque bastante fuerte. Se llamaba Sonia también. La tercera Sonia de esta historia. Una semana y pico después de haberla llevado en la ambulancia, me la encontré fuera del Waikiki. Fue ella quien me reconoció a mí. "¿Tú eres el de la ambulancia del otro día? Yo soy Sonia; la del pie”. Iba con una muleta. Que si que qué tal, que si el pie mejor, que si la semana que viene me quitan esta venda, que si la ambulancia cómo molaba, que si que vaya casualidad... total, que el lunes 2 de julio, a lo tonto y sin quererlo, empezamos a salir. Aquello no duró tampoco mucho. Hasta el 9 de octubre. Tres meses escasos. Lo mío, ya lo saben y me repito otra vez, eran los putos peces de hielo y el whisky... Estaba destinado. Sonia, no obstante, era una niña. Más bien, una doble niña. Era niña por edad, y era niña porque estaba aún sin cocer. No tenia más que 15 años... Yo tenía 18. Era también bastante insoportable. A Xaho y a Juan Carlos, nunca les cayó bien. Siempre me decían que qué cojones hacía con ella. Que era idiota. Idiota ella, claro. O idiotas los dos... ya no sé. Durante esos tres meses, creo que lo dejamos cuatro o cinco veces además. Unas veces era ella, otras veces era yo. Luego ella se arrepentía, me daba la brasa y volvíamos. Pero aquello no prometía final feliz. Y mis amigos erre que erre que la mandase a la mierda.

Un día que estaba viendo un concierto en Barakaldo con Sonia, me encontré con la otra Sonia, la de Valladolid. Había venido otra vez a casa de su abuela a pasar unos días, porque eran las fiestas de Barakaldo. Según me dijo, no se había imaginado que yo pudiese estar con alguien y que se había llevado una sorpresa al verme con aquella chica. Fue directa al grano y me dijo que la dejase, que dejase a Sonia la insoportable, que no me pegaba, y que me fuese con ella. Le dije que no, se enfadó y me dijo que no quería volver verme nunca más. Yo no entendía aquella situación. Sé que estuvo varios días en Barakaldo antes de volverse a Valladolid, pero no volví a verla más. Dias después, me escribiría una carta donde me pondría a caldo. Que si ya me valía; que si no la había esperado; que si estaba con otra... El caso es que la chica me gustaba, pero aquel comportamiento tan extraño no. Y ahí quedó la cosa. Bueno; ahí ahí no. Un par de años después, volvió y me la lio de nuevo, pero eso ya no ocurrió en 1990; eso ocurrió en 1992, y aunque la historia tiene su miga y sería digna de ser contada, este no es su sitio.

Aquel verano fue una mierda. Yo seguía haciendo la mili y allí no había vacaciones para nadie. Pude escaparme un par de días al pueblo en agosto, porque operaron a mi abuelo, pero nada más. Aquellos días estuve con Juanan, como de costumbre en el pueblo. Poco más nos vimos en el 90, porque debido a mi mili, no tenía tiempo de nada. Me pasé todo el verano de guardia en guardia. 24 horas en casa, y otras 24 en Cruz Roja. Así siempre. Eso sí, me recorrí con la ambulancia los pueblos de media Bizkaia, de fiesta en fiesta, cubriendo servicios preventivos. Incluso aquellos servicios, me sirvieron para seguir conociendo gente allá donde íbamos. Yo siempre he hablado hasta con las piedras. Hasta firmé autógrafos en un concierto de Los 40 Principales en la playa de Larrabasterra, que al final se suspendió por la lluvia. Jarreaba, y nos metimos dentro del camerino del grupo Los Limones, y allí venían las niñas a decirnos que también querían los autógrafos de los chicos de la Cruz Roja. Santi, el cantante de Los Limones, se partía el culo. Nos decía que él también quería ser de la Cruz Roja.

Cuando empezamos con las guardias militares en Cruz Roja, existían unas costumbres ancestrales que a mí no me gustaban nada. La gente veterana se reía de los novatos. Eran los novatos quienes debían de hacer la cama de los veteranos, quienes debían hacer la comida y quienes debían ejercer las labores de limpieza o fregar los cacharros después de cada comida. Mientras, los veteranos, se rascaban las pelotas en el sofá. Me
Imagino que eso mismo sería lo que les habían hecho a ellos, pero ese no era mi problema. Al principio, seguimos el juego y nos comimos todos esos marrones, pero pronto nos cansamos algunos. Yo uno de ellos. Y dijimos basta. Nos encaramos con los veteranos, nos negamos a limpiar la mierda de nadie, e incluso invitamos a alguno a medirnos fuera de aquellas cuatro paredes, aunque nunca llegamos a las manos. Y a partir de aquel momento, cada uno se fregó su plato, se limpió su mierda y se hizo su cama. A mí me tocaba las pelotas doblemente, porque uno de aquellos veteranos que nos puteaban, era amigo mío del barrio. Se llamaba Teo. Sobra decir que dejamos de ser amigos y no fue una decisión suya, precisamente. Se da por hecho que cuando nosotros fuimos después los veteranos, tampoco puteamos a ninguno de los novatos. Nunca. Yo siempre me hice mi comida, siempre me fregué mis cacharros y siempre me hice mi cama. Recuerdo que una de nuestras primeras mañanas como militares en Cruz Roja, uno de aquellos veteranos, nos tiró un cubo de agua cuando aún estábamos en la cama. A mí no me llegó a mojar, pero al que estaba a mi lado sí. Empapado. Entonces este reaccionó saltando de la cama, enganchando al Putillas, que fue quien había tirado el agua, poniéndole contra las taquillas y advirtiéndole de que fuese la última vez que jugaba con nosotros. Quiero recordar que a quien habían empapado, fue a Miguel, el del Ghrysler 150. Y así fue. No hubo más cubos de agua. No hubo más putadas. No hubo más descojonos a costa de los nuevos. Aún así, nunca consideré compañeros, ni al Putillas, ni a Teo. Fueron los más gallos del corral, pero también a los que antes se les bajaron los humos. Con el resto de la gente veterana, nunca tuvimos ningún problema, al menos, tan serio como para que me haya llegado el recuerdo hasta el día de hoy.

A finales de septiembre, eran las fiestas de mi barrio. Los dos años anteriores, habíamos hecho cuadrilla, pero este año no. Aunque seguíamos siendo amigos, nos habíamos distanciado un poco de aquella gente con la que habíamos compartido fiestas y trajes otros años. Ahora, Mikel salía con Nieves, Juan Carlos salía con Sonia y yo salía con la otra Sonia; con la insoportable. Una de aquellas noches de fiestas del barrio, me encontré con Naroa y charlamos largo y tendido mientras compartíamos un katxi. Le conté que Sonia y yo no lo llevábamos muy bien; que era demasiado insoportable, y que aquel día además, habíamos discutido, nos habíamos mandado a la mierda y yo ya no sabía si quería o no quería seguir con ella. Naroa aprovechó entonces para pedirme una nueva oportunidad. Que había cambiado, que lo del subnormal de Alfonso había sido un error del que se arrepentía... Me contó también que no se había portado nada bien con ella, aunque sin entrar en demasiados detalles. Yo tampoco se los pedí, aunque algo ya me habían contado. Y me insistió en lo de la nueva oportunidad. Yo le recordé lo de aquella otra noche, la del mismo día en que había jurado bandera, la de mismo en que me había quedado dormido en un bar, en la que prometí que había sido la última vez. Y así fue. La última vez. Lo más curioso de aquella noche de charla en el parque donde se hacía la verbena, fue que, después de toda la conversación que tuvimos y cuando había quedado claro que no volvería con ella, me confesó que salía con otro chico. No quise saber más. Naroa desapareció de mi vida y no volví a verla hasta pasados tres años, en 1993, felizmente casada y con hijos. Hablamos, me contó, la conté... y seguía siendo ella. Me alegré muchísimo por ella. No he vuelto a verla, aunque a pesar de los palos de la vida, sé que ahora mismo está bien. Y me alegro, porque treinta años después, aún le guardo cariño. Hola Naroa.

Solo unos días después, la insoportable Sonia y yo lo dejábamos, definitivamente también. Esta vez fue ella quien, el día después de su cumple, me decía que no quería seguir conmigo. Si me lo hubiese dicho solo un día antes, me hubiese ahorrado su puto regalo, que por aquel entonces, la pasta era un bien muy escaso. También le dije que aquella era la última vez. Creo que tampoco me creyó. Fue la ultima vez. Y eso que varias veces me propuso volver. Y varias veces la esquivé.

A finales del mes de noviembre, una llamada de teléfono nos comunicaba que mi tía Trini había fallecido. Mi tía Trini era mi tía favorita. Cuando mi madre había estado ingresada en el hospital unos años antes, mi tía Trini, que vivía en León, se había venido unos días a casa para cuidar de mí. Siempre había sido mi favorita, a pesar de que no era de sangre; a pesar de que el hermano de mi madre era su marido, mi tío, y no ella. Por eso, aquella muerte, el 28 de noviembre, cayó en mi casa como un jarro de agua helada. Solo tenia 52 años.

Sonia la insoportable, seguía insistiendo para que volviésemos a salir, aunque yo ya lo tenía claro. No volvería con ella. Luego me dejó de hablar. Durante esos tres meses en los que estuve con Sonia, conocí a todas sus amigas también. Mónica, otra Sonia más, Raquel, Tania, Leire, Ainara, Begoña, Maribel... Mientras yo salía con Sonia, Juan Carlos tuvo una pequeña aventura con Ainara, aunque aquello no duró más que un par de semanas. No pegaban absolutamente nada. Leire tenía una hermana, Rebeca, que alguna vez salía con ellas y que a mí me empezó a gustar, pero como solo iban juntas de vez en cuando, tampoco es que la viese mucho.

El sábado 8 de diciembre, conocí a una chica que se llamaba Rocío. Me acabé liando con ella, aunque nunca más la volví a ver. Y si la vi, posiblemente, ni me acordase de ella. Las razones eran obvias. Teníamos la fea costumbre de jugar kinitos a claro con ginebra. Un kinito era un juego, de dados normalmente, en el que quien perdía, tenía que beber. Por norma, la bebida solía ser, o bien cerveza, o bien kalimotxo, pero a nosotros aquellas dos bebidas se nos quedaban cortas y jugábamos con vino clarete del malo, mezclado con ginebra. Aquello era una bomba de relojería. A veces también jugábamos con “CuaCua”, que era el resultado de la mezcla entre el Licor43 y el Cointreau. Cuando nos levantábamos de aquella mesa, no sabíamos ni dónde estábamos. Y luego, solíamos acabar la noche a copazos de patxarán. Por eso, es posible que si alguna vez volví a ver a Rocio, no me acordase de su cara. Aunque sí que recuerdo su nombre. No es inventado, lo juro. Y por eso también, tengo los problemas de estómago que tengo.

El 14 de diciembre, viernes, había quedado con Rebeca. Bueno, en realidad, no había quedado con ella. En realidad, le había dicho a su hermana que le dijese que quería hablar con ella y que se viniese aquel día al Waikiki. Y se vino. Después de hablar un rato con ella, me imagino que de cosas banales, le pregunté que si quería salir conmigo. Ahora suena a cursilada totol, pero entonces es lo que se hacía. Se pedía para salir. Bueno, en realidad, tampoco fue así. Tampoco le pedí para salir. Le pregunté por lo que me contestaría si yo la pidiese para  salir conmigo, y ella me dijo que me contestaría que sí. Yo la dije que entonces ya estaba. Y ahí quedó la cosa. Yo di por hecho que ya estábamos saliendo, pero ella no; ella se enteró un día más tarde, cuando yo se lo conté a su hermana y esta se lo dijo a ella. Fuese como fuese, a partir de ese momento, volvía a tener pareja. Rebeca. Fue una relación un tanto compleja, las cosas como son, que duró bastante tiempo. De hecho, tengo que reconocer que fue mi primera novia formal. Las demás habían sido rollos que no habían durado nada; la que más, tres meses. Pero Rebeca era muy difícil. Demasiado. Mucho duré con ella para lo mal que se portó siempre conmigo. Curiosamente, seguimos siendo muy buenos amigos y la tengo muchísimo aprecio. Hola Rebeca.

Yo seguía haciendo la mili en la Cruz Roja. Ese fin de año no puede celebrarlo como se merecía, porque me tocó hacer guardia en la base de Munguia toda la noche. No estuvimos solos. Un par de patrullas de la Ertzaintza se nos unieron a la celebración. Y tampoco lo pasamos mal, pero esas cosas ya no se cuentan, más que nada para que la gente no deje de confiar. Y cuando empezó el nuevo año, 1991, yo estaba con Rebeca, Mikel seguía con Nieves y Juan Carlos estaba con Lorea, que era la hermana de uno de nuestros amigos. Aún me faltaban seis meses de mili, pero entre vacaciones que nos debían, permisos, favores y demás, nos iríamos bastante antes. Reconozco que en Cruz Roja aprendí mucho. Aprendí mucho, pero también vi mucho. Cosas que quizás no tuviese que haber visto nunca y que me hayan marcado más de la cuenta. Muertos. Muchos muertos. Heridos muy graves que morirían poco después. Accidentes de tráfico, suicidios, violencia, cuchilladas, disparos, ahogados, caídas... barbaridades... verdaderas barbaridades... Y os aseguro que algunas no he sido capaz de quitármelas nunca de la cabeza.

Treinta años han pasado de todo esto. Aquí ahora había escrito un poco del presente de cada uno de los que he mencionado en esta historia; de cada uno, salvo del subnormal, del que no tendría nada que decir, pero no tenía claro que hubiese sido justo con todos, así que, he optado por eliminarlo. Si alguno quiere saber, que pregunte, que ya veré yo luego si le cuento. Eso sí, gracias a todos y cada uno de los que aparecéis en este relato. Sin vosotros, no es que el relato no tuviese sentido, es que es mi vida la que no lo hubiese tenido. No sé si os quiero, pero apreciar, os aprecio.

 “1990”

(Salva Belver. Enero 2020)

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