sábado, 13 de febrero de 2021






 (Estas tres historias no estás escritas en orden cronológico. Primero escribí 1989, después 1990 y finalmente, 1988. Es por ello que, quizás algunos detalles no cuadren. Pero ahí van, tal cual)

Mil novecientos ochenta y ocho.
1988 empezaba como empiezan casi todos los años. Y he dicho casi todos. Y casi todos, no son todos. 1988 empezaba con las típicas campanadas de fin de año, sin la Pedroche haciendo el payaso, por supuesto (menos mal), y sin más opción que “la primera” de TVE, con las doce uvas, pepitas incluidas, pues no existían las “sin” todavía, con los típicos cohetes y petardos de bienvenida que ahora odian todos aquellos que tienen perro y antes, como no tenían, los tiraban (yo conozco a varios), con champán, del malo, supongo, porque entonces, aunque ya no lo recordemos, casi todos vivíamos más justos que ahora (pensarlo un poco si no me creéis), con risas... abrazos... besos... besos de los de verdad; porque ya ni besos quedan como aquellos... alegría... y con una juerga posterior por todo lo alto. Vamos, como casi todos los años. Solo como casi todos. Y aquel año no iba a ser menos. Mis amigos de siempre, Juan Carlos y Mikel, y quien narra, celebramos la bienvenida de 1988 en una fiesta privada en los locales de la iglesia del barrio donde vivíamos. ¿En los locales de la iglesia? os preguntaréis algunos. Sí, en los locales de la iglesia. Aunque yo ahora mismo pase de la iglesia tanto como del fútbol, creo que ya os he explicado alguna que otra vez que, en su día, yo formé parte activa de ella. Hubo un día en el que yo fui cristiano. Muy cristiano. Más que el tal Ronaldo, el zoquete ese cuyo mérito está solamente en meter goles. Y muy creyente. Hoy ya no creo ni en mí mismo, así que, como para creer en la iglesia. Y allí hicimos nuestra fiesta privada, con música de la buena, genuina de los 80, la auténtica, porque estábamos en los 80, claro, (aún no existía el regeton, algo bueno de aquella época), y con alcohol, con mucho alcohol. Alcohol por doquier. Más alcohol que el que pueda caber en seis docenas de quirófanos y en tres almacenes de hotel con barra incluida.
1988 digamos que fue un año bonito. Tenía buenos amigos, que algunos aún lo siguen siendo, buenos proyectos, de los que no se cumplieron, creo que ninguno, ganas de comerme el mundo, mundo que creo que no me comí nunca y que me acabó devorando él a mí con el paso de los años; 16 añitos y toda una vida por delante. Estudiaba mecánica del automóvil, o de coches, que queda menos fino y más yo, aunque luego nunca ejercí como tal, y era todo un experto en hacer piras de clase y en buscarme excusas que, siempre o casi siempre, colaban. Bordaba la firma de mi padre. Aunque luego las consecuencias sólo me iban a pesar a mí.
Los tres primeros meses de aquel mil novecientos ochenta y ocho, pasaron, como quien dice, sin pena ni gloria. Recuerdo que me gustaban dos chicas que, elementalmente, pasaron de mi, algo que arrastraba ya de 1987. Una se llamaba Iciar. Hice la chorrada adolescente de mi vida: escribirle una carta sin haber hablado nunca antes con ella. Toda nuestra relación se resumía en sonreírnos cada vez que nos cruzábamos por la calle. Y me dio fuerte con la chica aquella. Yo la sonreía porque me gustaba. Ella no sé porqué lo haría; nunca me lo dijo. Igual solo era por cortesía y por lo del efecto simpatía; si este chorra me sonríe, le sonrío yo también. Nunca lo supe. La esperé un día a la salida del cole donde ella estudiaba y le di una carta. Me acuerdo de todo lo que le escribí en ella, pero no viene a cuento. No es que me arrepienta, pero sí que siento una extraña vergüenza al recordarlo. Estupideces de preadolescente, sin más. Yo creo que allí empezó mi faceta psicópata. Aunque era una carta bonita, pero... no coló. La cogió con la misma sonrisa de siempre y sin decirme absolutamente nada, se la llevó y una semana después, procurando no encontrarme antes con ella por la calle por eso de las vergüenzas ya mencionadas, volví a esperarla en el mismo sitio, en el camino del cole a su casa, estilo psicópata otra vez. “Muy bonita la carta, es chula, me ha gustado, pero no, no quiero salir contigo”. Y allí se acabó la historia de amor con Iciar, una historia que nunca había empezado. Curiosamente, seguimos sonriéndonos cada vez que nos veíamos por la calle, pero nunca nos dijimos ni un triste “hola”. Con el tiempo, aquella chica desapareció del todo. No sé si a estas alturas sería capaz de recordar su cara. Bueno... creo que me he pasado. Sí que soy capaz, pero queda más humillante decir que no. Por si algún día me lee, que nunca se sabe.
La otra chica era Rosi. Compañera de clase de mi amigo Juan Carlos. Una tarde de sábado, la asalté en el parque del barrio y le pregunté si quería salir conmigo. Tampoco había hablado nunca antes con ella, aunque como era compañera de clase de mi amigo Juancar, aquí sí que nos saludamos por la calle. Al hacerle aquella pregunta, el típico “¿quieres salir conmigo?”, me dijo que no le sorprendía, porque Juancar ya le había dicho algo de que me gustaba. Y primero me dijo que sí, que saldría conmigo, aunque a los 10 minutos cambio al otro típico, “bueno, igual me lo pienso un poco y te digo en unos días”. Al cabo de esos días, su respuesta fue que no, que no quería salir conmigo, y me puso como excusa a su mejor amiga; que si salía conmigo, la dejaba sola. Así que, otro fracaso sentimental que sumar a mi lista de fracasos amorosos preadolescentes.
Lo curioso, es que me daba igual. Me decepcionaba, lo reconozco, pero ya está. A los dos o tres días, ya se me había olvidado. Qué coño días... a los dos o tres cuartos de hora, ya se me había olvidado. Lo que más me importaba, era poder estar con mis amigos. Eran lo más importante que tenía. Suena moñas y a bien queda, pero con aquellas edades, tampoco le pedíamos mucho más a la vida. Amigos, pipas y risas.
La tarde del sábado 30 de abril, mismo día en el que daban por la tele el festival de Eurovisión de aquel año, en el que ganó una aún desconocida por entonces, Celine Dion, y que España participaba con el ridículo Made In Spain de la Década Prodigiosa, nos encontramos por la calle con mi amiga Ana. Ana sigue siendo aún una de esas buenas amigas que están ahí y que sabes que siempre seguirá estando, y que fijo que sonreirá el leer esto. “Hola Ana, sabes que te quiero mucho, verdad?”. Aquella tarde Ana no iba sola; iba con su amiga y compañero de clase Naroa, de la que hablaré en todas y cada una de estas historias de esta trilogía de 1988-1990. Y me bastaron 10 minutos de conversación con ellas, para que Naroa soltase su flecha tipo cupido y quien narra se enamorase. Aunque ya sabéis que creo que yo nunca he creído en eso del amor. Y sí, me he pasado. Me he pasado un huevo. Lo reconozco. Naroa me gustó, pero coño, que no, que no me enamoré. Ni de coña. Al menos, no aquella tarde de festival de Eurovisión. ¿Quizá más tarde? Eso lo veremos según vaya transcurriendo esta historia de tres partes.
Al día siguiente, domingo, 1 de mayo, nos fuimos de excursión con el grupo de la iglesia hasta el monte Txarlazo, en Orduña. Entre ellos, estaban Juan Carlos, Mikel y Ana. A mí ya me gustaba de pleno Naroa y a mi amigo Juancar le gustaba Ana. Todo quedaba en casa. En aquella excursión, Ana se enteró de ambas cosas. Yo mismo se lo conté. Ella me ayudaría con Naroa, aunque cada vez que salía en tema de Juancar, ella se evadía de la conversación y se hacía la loca. Ana siempre fue especialista en hacerse la loca, y aquel día no iba a ser menos. Aquel día de monte, grabamos con un viejo Radio Cassette una cinta con canciones nuestras, cantadas por nosotros y chorradas varias que, curiosamente, casi 33 años después, aún conservo.
Un fin de semana después, en las fiestas del barrio de Cruces, conocimos a una pequeña cuadrilla de la cual nos hicimos amigos al instante. El caso es que teníamos labia y hablábamos hasta con las piedras. Daba igual que fuesen tíos, que tías. Y aquella noche nos hicimos amigos de Miguel, de Manuel y de otro Mikel, al que, por razones obvias, empezamos a llamar Pigüi, por la película adolescente Porki’s. No sé si alguno recordaréis aquella película, pero era digna de adolescentes salidos, como nosotros. Y al instante, estos tres elementos se unieron a nosotros. Hoy en día, ninguno de ellos está en nuestras vidas ya. Manuel se volvió un completo gilipollas, Miguel desapareció y Mikel, según me contaron años después, se dio un poco a la mala vida. Pero no seré yo quien le juzgue.
Ana le debió hablar aquellos días a Naroa de mí, pero Naroa se hizo la loca también. Si nos cruzábamos por la calle, me saludaba, pero creo que más por cumplir que por saludarme de verdad. Yo creo que le daba hasta vergüenza el mero hecho de cruzarse conmigo. Hasta que un día, el 8 de junio, miércoles, me decidí actuar, como los de Mecano en la fuerza del destino. Naroa iba a clases extraescolares de inglés, a una academia que, en realidad, no era academia. Cualquiera daba clases entonces en su propia casa. Y allí, en aquel portal, esperé, a las 7 de la tarde, lloviendo a mares, a Naroa. Cuando me vio, se hizo la sorprendida. No sé si se sorprendió de verdad o no, porque creo que Ana ya le había adelantado algo, pero colar, coló. Y sin paraguas, le acompañé hasta el portal de su casa. De camino, teníamos que cruzar un puente, conocido en el barrio por su forma, como el puente caracol, desprovisto de cualquier tipo de protección ambiental, por lo que nos pillamos una buena chupa de agua. Y fue en ese mismo puente donde le dije que me gustaba y donde le pregunté si querría salir conmigo.
Su comportamiento fue confuso. Se reía, se ponía seria, se volvía a reír... Primero me dijo que vale, que si, que saldría conmigo; luego que no, luego otra vez que si, y al final, que se lo tenía que pensar. Todo ello en un recorrido de unos 600 metros, no más, de puente caracol y bajo una intensa lluvia. Como dos tortolitos. Cuando llegamos a su portal, todo quedó en tablas. “Que se lo tenia que pensar”. Me había empapado para nada. Mal empezaba aquella historia que no acabaría aquí.
Ese mismo domingo, 12 de junio, nos subimos todos al monte. Ana, Nekane, Manuel, Miguel, Pigui, Mikel, Juan Carlos y yo. Tengo el recuerdo de pasar un día estupendo en la zona de Peñas Blancas, donde también nos grabamos charlando en un viejo Radio Cassete, conversación que también conservo, me imagino que debido al síndrome del exceso de nostalgia que padezco. Allí en el monte, le pregunté a Naroa si ya se había pesando algo sobre mi propuesta del puente caracol, aunque su respuesta fue que no, que necesitaba tiempo. Más tiempo. Más tiempo. Y ese tiempo, se fue dilatando tanto, pero tanto tanto... que acabé pasando de la respuesta.
El 16 de Julio, Mikel, Ana, Manuel, Idoia, Pepelu, que era un tipo mayor que nosotros que se estaba preparando en la parroquia del barrio para hacerse diácono y posteriormente sacerdote, y yo, subimos al monte otra vez. Esta vez tocaba el Pagasarri. Yo me hice casi toda la subida charlando con Ana y allí, con Naroa olvidada, noté que ahora era ella quien me gustaba. Cambiaba de gustos como de chaqueta. Juan Carlos se había ido al pueblo a pasar ya todo el verano, y como le gustaba Ana, me había dejado el encargo de hablar con ella y de convencerla para que saliese con él, algo que, como me había empezado a gustar a mí también, nunca hice. No le dije nada a Ana. El sábado siguiente, 22 de julio, nos juntamos con una cuadrilla del barrio, casi todos ellos relacionados también de alguna forma con la iglesia, y volvimos a subir al Pagasarri, esta vez dotados de kilos de arroz, marisco, huevos, patatas, cebollas, aceite, sartenes, una paellera gigante que nos íbamos turnando para llevar de dos en dos, y docenas de botellas varias de alcohol. Y de nuevo, yo no me despegué de Ana, quien además, me regaló una pulsera que ella llevaba puesta. La misma que un par de meses después, puede que me salvase la vida. Pero esto a su tiempo. Yo le dejaba caer puyas a Ana, pero ella, en su línea, hacía como que no se enteraba de nada y solo me hablaba de Naroa, de quien yo ya pasaba. Bueno... en realidad, había sido ella la que había pasado de mí. Naroa, al igual que Juan Carlos, llevaba ya un par de semanas de vacaciones en su pueblo. Con el paso de los años, supe a ciencia cierta qué Naroa era rara. Muy rara. Era el puto ying y el puto yang. Una de cal y una de arena. Hoy sí, mañana no. Un amor/odio de manual. Eso sí, a su favor, diré que aún mantengo contacto con ella y que de vez en cuando disfruto con sus conversaciones. Aunque solo sean por WhatsApp, porque ya no vive aquí y llevamos más de 27 años sin vernos.
Y allí se acabó todo. Llego la época estival, y en agosto yo me fui al pueblo. Allí, como siempre, me juntaba con mi gente de veraneo. Con José Ángel, con Manolito , con Raquel, Susana, Mariangeles, Josetxu, Javi... y con Juanan. Juanan... Juanan es otro de esos personajes que, a día de hoy, sigue estando en mi lista de “mis mejores amigos para siempre jamás”. Y eso que han pasado más de 30 años y que hemos tenido más de una bronca de las fuertes. Pero ahí seguimos. Basta un “eh, tío!”, para que uno u otro estemos ahí, para lo que haga falta. Un amigo de los que quieres y querrás paras siempre, aunque te enfades con él. También con mis amigas Sole y Lupe, que aunque no veraneaban en el mismo pueblo que yo, solíamos encontrarnos en todas las verbenas de los pueblos de al lado y a las que tenía y tengo un cariño enorme. De hecho, como ya contaré en algún otro capítulo, Lupe también me llegó a gustar, aunque creo que ella nunca se enteró de nada. Y si lo hizo, tampoco me lo dijo. Nunca le dije nada por miedo a perderla como amiga. Nos llevábamos muy bien. Y por eso mismo, ahí sigue. El verano pasó de fiesta en fiesta y de verbena en verbena, como pasan todos los veranos en cualquier pueblo de Castilla. Creo que sería capaz de contar con pelos, señales y detalles todo lo vivido aquellos días, pero esto sería entonces un libro de 800 páginas, y no un micro relato para subir a un muro de facebook o a un simple blog.
De vuelta de las vacaciones, todo volvía a la normalidad. Mis amigos de siempre. Ana. Naroa. Mi catequesis de confirmación... nuestras tardes en el parque del barrio... pipas, risas, beso verdad o consecuencia... (yo beso, siempre beso...)
El primer fin de semana de septiembre, decidimos subir de nuevo al monte Pagasarri. Era domingo, día 4, y amanecía un día espectacular en Bilbao, de esos de los que denominamos como de “sol de justocia”, pero que en vez de llevarnos a la playa, que quizás hubiese sido lo más acertado para evitar todo lo que pasó, nos llevó, como ya he dicho, al monte.
Quedamos por la mañana, diría que prontito, con la idea en mente de comer arriba, en el Paga, aquellos bocadillos de tortilla de patata de nuestras madres, que sabían a gloria, y con intención de bajar ya a última hora de la tarde. Pero algo salió mal ya en la subida.
Desde la zona en la que nosotros vivíamos, para llegar al Pagasarri, era y seguirá siendo, digo yo, de paso obligatorio, otro monte: el Arraiz. Allí fue, en el Arraiz, donde se truncó todo. No recuerdo el tema de conversación de los cuatro colegas durante la subida, pero estoy seguro de que tendría mucho que ver con los coches, con las motos y con las chicas. Sobre todo, con las chicas.
Una vez llegamos al monte Arraiz, la casualidad hizo que nos encontrásemos allí un coche abandonado. Aquella zona era muy típica para dejar tirados los coches que se robaban en los alrededores de Bilbao. Aquel concretamente, era un Seat 600 de color blanco, quizás ya algo desfasado, pero del que aún se veían por la calle con normalidad. Y no se nos ocurrió otra cosa a Manuel y a quien narra, que liarnos a jugar con él. Ventanilla rota y con el puente ya hecho, todo eran facilidades. Primero conducía uno y luego lo hacía el otro. Manuel y yo. Yo y Manuel . Mientras, Juancar y Mikel, que se debieron de oler a distancia los problemas, siguieron camino hacia el Pagasarri. Sin mirar atrás. “Os esperamos por ahí. Luego nos pilláis”. “Vale, ahora vamos”.
Y fue divertido, claro que fue divertido. Dos mocosos de 15 y 16 años, jugando con un coche abandonado por el monte. Hasta que ocurrió algo que pudo acabar mal, pero que no acabó mal. El coche terminó cayendo por un barranco con mi “¿amigo?” Manuel dentro. No le pasó nada, pero le pudo haber pasado. Demasiado además. Aquello, eso sí, podría haber sido el final de nuestra diversión; con el susto metido en el cuerpo y el 600 en el fondo de un barranco, así que, como éramos de Bilbao, le echamos huevos y nos dijimos: “¿y si lo sacamos de aquí?”. Dicho y hecho. Manos a la obra. Un empujón, dos, cuatro, ocho, doce y el coche casi fuera del barranco. Pero solo casi, eso sí. Yo puse la mano donde no debía, para un último empujón y uno de los focos delanteros del vehículo estalló en mil pedazos, dejándome un enorme y profundo corte en la muñeca derecha, por la que empezó a manar sangre a chorro. Si si, tal cual. A chorro. Con cada bombeo del corazón, la sangre me salía disparada de la muñeca a varios metros de distancia, hasta el punto de que, mi amigo Manuel, acabó lleno de sangre en pocos segundos; igual que yo. Yo me veía ya desangrado, allí mismo, en pleno monte, junto a un puto 600 abandonado, con Manuel dando gritos como una puta loca histérica y con Juancar y Mikel a tomar por culo de distancia, sin enterarse de nada, camino del Pagasarri. Manuel corrió a avisarles, aunque no sabíamos por donde podrían estar ya, y yo, que me quedé solo junto al coche, con el faro derecho delantero roto y sangrando a chorro de la muñeca, decidí, asustado por la cantidad de sangre que salía de la herida, echar a correr monte abajo. Recuerdo encontrarme con un matrimonio que subía caminando, que me dieron un pañuelo para taponar la herida y que hicieron el amago de ayudarme, pero tenía tanta prisa y tanto miedo yo, que no les dio tiempo ni a reaccionar. Cogí el pañuelo, tapé la hemorragia y seguí corriendo, sin darme cuenta de que cuanto más corría, más rápido bombeaba la sangre. Notaba incluso que me quedaba sin fuerzas.
Al llegar a la zona habitada más cercana al monte, un barrio de la zona alta de Bilbao, lo primero que me encontré, fue con dos hombres de cierta edad, junto a una especie de garaje, lavando un coche, un Citroën Dyane 6, los cuales, según me vieron llegar, ensangrentado de arriba a abajo y blanco como el yeso, con la Dyane aún llena de jabón y sin aclarar, me metieron dentro y me llevaron al hospital de Basurto en plan Carlos Sainz.
Perdí bastante sangre, aunque no fue necesaria, según me dijeron, por poco, transfusión alguna. También me dijeron que la pulsera que llevaba, había provocado que el corte no hubiese sido más grande, y que no me hubiese desangrado. Tal cual. La pulsera que llevaba, era de color verde. Era la que me había regalado Ana hacía algo menos de dos meses, precisamente subiendo también al Pagasarri. ¿Saben que aún la guardo? Incluso manchada de sangre. Con la última mudanza, la perdí de vista, pero sé que está en mi casa. Cuando salí del hospital, con la muñeca vendada y cosida y aún con el susto en el cuerpo, descubrí que habían avisado ya a mi madre, quien me esperaba en la sala apropiada para ello y además, me llevé la sorpresa de encontrarme también con aquellos dos señores que, tan amablemente, me habían llevado al hospital en un Dyane 6 lleno de jabón y a los que aún no me había dado tiempo a dar las gracias. Nos llevaron de vuelta a casa, se preocuparon de que realmente estuviese bien y se negaron en rotundo a coger las 1000, 2000 o 5000 pesetas, ya no recuerdo, que mi madre les quiso dar por ayudarme, por preocuparse y por esperarme.
Nunca volví a verles, aunque fueron varias las veces que me acerqué al mismo lugar donde les encontré lavando el coche, por si acaso, pero sin resultados. Así que, gracias, 33 años después.
La herida se me infectó varias veces; me la tuvieron que abrir otras tantas para drenar la infección, y estuve bastante débil una temporada debido a la pérdida de sangre, pero fue poco para lo que puedo haber sido.
El sábado síguete, 10 de septiembre, Juan Carlos y yo nos acercamos por la tarde a Burceña, donde celebraban las fiestas patronales. Como allí no había gran cosa, decidimos dar una vuelta por Cruces. Solía ser bastante habitual dejarnos ver por el barrio de Cruces, la verdad. Allí teníamos varios amigos, pero sobre todo, amigas. Recuerdo especialmente a Puri o a Estíbaliz, de las que no he vuelto a saber absolutamente nada desde entonces. Bueno... miento un poco. A Puri me la encontré a finales de los 90 en un pueblo de Burgos, en Oña, en plenas fiestas y estuvimos hablando un rato. Pero ahí nos perdimos de nuevo la pista ya para siempre. Aquel sábado de septiembre, Juan Carlos y yo nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo dos chicas. No teníamos ni idea de quiénes eran, pero allá a donde íbamos nosotros, iban ellas detrás. Cuando las mirábamos, nos sonreían, pero no nos decían absolutamente nada. Al final acabaron preguntándonos de donde éramos y como nos llamábamos. Solo eso. Se lo dijimos y desaparecieron. Una era guapa; la otra no. Al menos, siempre bajo mi criterio. Y se fueron sin que nosotros supiésemos ni sus nombres, claro. Ni si quiera de doran eran, aunque teníamos claro que de nuestro barrio no, puesto que no nos sonaban de nada.
Ese jueves, 15 de septiembre, la casualidad hizo que nos las encontrásemos en el parque del barrio. Bueno... la casualidad, o la causalidad. Porque resulta que estaban con una amiga nuestra, Maite. Y según nos vieron, lo primero que hizo Maite, fue presentárnoslas y desaparecer. Y allí nos quedamos, Juan Carlos y yo con ellas, charlando. Poca cosa, la verdad. Era tarde ya. Como os llamáis; de donde sois; qué hacéis y poco más. Eso sí, quedamos para el día siguiente en él mismo sitio. Y allí nos vimos el viernes. Unas cervezas y un par de billares el en el bar Arsenio y ya fuimos cogiendo confianza. Y a última hora de la tarde, casi noche, las acompañamos a su casa. Vivían en Cruces, en el mismo barrio que nuestros amigos Manuel, Miguel y Pigüy. María no se anduvo con rodeos, y me dijo que yo le gustaba, pero había un problema: también le gustaba a Idoia, su amiga. Nunca me había pasado eso; gustarle a dos amigas a la vez. A mí María me gustaba también, pero Idoia ni un poquito, así que, lo tenía claro. A por María. Ella en un principio, aceptó salir conmigo, pero al rato cambió su opción A por la B; la de “me lo tengo que pensar”. Me sonaba. Esa respuesta me sonaba ya. La misma que Naroa. “Me lo tengo que pensar”. Y añadió que, más que nada, era por su amigo. Esto también me sonaba. Ya me lo habían dicho más veces. Las amistades en aquella época debían de ser muy sólidas. Ya no quedan amistades así. Y así se quedó la cosa. Con un “me lo tengo que pensar”.
El viernes siguiente, empezaban las fiestas del barrio. Aquel año hicimos nuestra primera cuadrilla con la gente del grupo de confirmación para participar en todos los eventos relacionados con la animación de las fiestas. Nos hicimos unos trajes azules en plan pantalón con peto, ellas con fotos de Marilyn Monroe y nosotros con la foto de James Dean. No sé quien coño eligió aquellas diseños, pero a mí me parecían horrorosas. Alguien nos pasó unos patrones y luego todos en casa a coser. Bueno... en mi caso, fue a mi madre a la que te tocó coser. Yo no tenía ni idea. Las fiestas transcurrieron con normalidad, pero fueron divertidas. Era la primera vez que participábamos en ellas y la experiencia nos gustó.
El segundo fin de semana de fiestas fue crucial para aquella historia con María. Aunque ella y su amiga Idoia no habían formado parte de nuestra cuadrilla, se pasaron casi todas las fiestas con nosotros. Verbenas, txoznas, bares, barracas... Y el último sábado, estuvimos hablando sobra la opción aquella que había quedado abierta dos viernes antes, sobre salir o no; cuando me dijo que se lo tenía que pensar. Se lo pensó y su respuesta fue que no. Como excusa, de nuevo su amiga. Y también su hermano, mayor que ella, y que no la dejaba. Así, tal cual. Otro fracaso sentimental en mi vida. Otra historia que se acababa antes de comenzar. Y María desapareció para siempre de mi vida. Alguna que otra vez la he visto y... nada que ver con aquella Maria me encandiló a mí.
Naroa seguía en mi vida, como no, pero en plan amiga. Durante lo que quedó de año, no volvimos a hablar más de nosotros. Nunca me dijo ni sí, ni no. Eso sí, en octubre, celebramos un par de cumpleaños, el de un amigo y el mío a la vez, en los propios locales del la iglesia. La iglesia tenía un local para eventos de este tipo al cual llamábamos “el Danok”, como si de un bar se tratase. En ese aspecto de los eventos, los curas del barrio siempre se portaron bien, prestándonos su local para cualquier sarao que se nos ocurriese. Nunca nos pusieron pegas, bajo la condición de que no la liásemos más de la cuenta. Aunque más de una vez la acabamos liando.
Yo no tenía ninguna foto de Naroa y por más que llevaba tiempo pidiéndole una, no había forma. Naroa era anti fotos y nunca me quiso dar ninguna. Así que, en aquella fiesta, aproveché para sacarle una en plan sorpresa y tener así una al menos. Ella se dio cuenta de que le había sacado esa foto y se pilló el rebote del siglo. En aquel preciso momento, me mandó, literalmente, a tomar por el culo. Se enfadó y abandonó la fiesta. Como una niña pequeña y mal criada. Estuvo sin hablarme un mes. Por una triste foto. Por una triste y simple foto. Foto que, por cierto, aún conservo y no hace mucho, más de 30 años después, se la envié para que la tuviese. Aquel enfado de Naroa provocó en mí una ida de olla brutal que me llevó a pillarme uno de los pedos más apoteósicos de todos los 80. Me faltó un pelo para caer inconsciente. Vomité, creo, que hasta la primera papilla que me dieron al poco de nacer. Ron, ginebra, güiski, wodka, Martini, cerveza... de todo. Aquella tarde/noche me bebí de todo. Creo que hasta el agua de los floreros. Y el de los desagües. Todo lo que pillé, en plan “a la mierda; todo a la mierda”. Y tras más de un mes sin dirigirme una sola palabra, la historia de Naroa llegaba a su final en aquel 1988. Aquello se acabó, yo creía que para siempre, pero desconocía que a Naroa aún le quedaban muchas batallas en mi vida y mucho recorrido. El mundo tras el cristal, de la Guardia, fue mi canción de aquellos días. “Y ese disco que da vueltas sin descansar... sabes que algo va mal, y no quieres hablar... te conformas con ver el mundo tras el cristal... háblame de tu oscura habitación, de tus noches sin dormir, de tu calor. Llámame y a tu lado yo estaré... no me preguntes quien soy, pues no lo sé”. Y es que, hay canciones que al escucharlas, tienen nombre propio.
Y él año se iba terminando. Llegaba la navidad. Y con ella, el fin de 1988. Naroa ya formaba parte del pasado. O ese creía yo. Pero sigan, sigan leyendo, que un poco más arriba, o más abajo, ya no sé, está 1989. Y también 1990.
(No todos los nombres son reales. Algunos, muy poquitos, son ficticios, pero respetando siempre la inicial de cada uno. La historia, eso sí, es 100% verídica)
(Salva Belver. Febrero de 2021)

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