Aun no existían los GPS, y si existían, yo no tenía uno que me guiase. Nuestra única guía, un mapa Campsa algo antiguo y la recomendación de un amigo de un viejo hotel que nunca encontramos. A la aventura. Sin plan concreto y sin reserva previa. El cansancio del viaje y un enorme dolor de cabeza causado por la resaca de la fiesta de la noche anterior, nos hizo preguntar en un hotel cualquiera al azar si había camas. Había sitio para dos, así que sin más preámbulos, nos instalamos. El lugar era bonito. Junto a la playa de A Lanzada. Galicia. Septiembre de 2.002.
Los días posteriores y con base en aquel pequeño edificio en medio de la nada llamado hotel, recorrimos varios pueblos de las rías baixas. Fue precisamente en uno de ellos donde tuvo lugar la extraña historia que ahora voy a contar. Un bonito pueblo costero al que llegamos gracias a una guía que habíamos comprado el día anterior en La Toxa y que hablaba de las ruinas de una vieja iglesia, que fue lo que realmente nos llamó la atención.
Preguntando, se llega a Roma. Y a Cambados. Y a las mencionadas ruinas, aunque nos costó encontrarlas. Entre tantas indicaciones, alguien nos contó que aquel lugar había sido pasto de las llamas en varias ocasiones a lo largo de su historia y que al final, como si de un hechizo se tratase,, lo habían dejado por imposible, aunque nunca supimos qué podía haber de cierto en todo ello, ya que nunca he encontrado información sería al respecto.
La puerta estaba abierta. No había tejado. Tan solo unas vigas de lado a lado, dejaban ver que en otros tiempos, quizás sí que lo hubo. Al fondo, la silueta de un hombre no muy mayor. Quizás cincuenta y cinco años, a lo sumo sesenta. Entramos y caminamos despacio hasta el lugar donde se encontraba aquel paisano como si fuese algo que hiciésemos a diario, sin darle importancia alguna a nuestro alrededor ni al lugar en el que nos encontrábamos. Como dos turistas despistados. Una vez a la altura de la única persona que habíamos visto, descubrimos que aquello era un viejo altar y que el tipo aquel de unos cincuenta y pico o sesenta años, estaba allí rezando. Al llegar, ambos, mi mujer y yo, tuvimos la sensación de que nuestra presencia le resulto incómoda, porque el hombre abandonó sus rezos una vez nos detuvimos junto a él. Frente a aquel viejo y abandonado altar de aquella vieja y abandonada iglesia. Nosotros no le dimos importancia alguna al detalle. Si quería rezar, que rezase. A nosotros los rezos nos importaban bien poco. Aquello era Galicia y todo era precioso. Olía a marisco, sonaban gaitas gallegas y sus gentes parecían ser buenas y acogedoras. Era, por cierto, la primera vez pisábamos tierras gallegas.
Una vez nos detuvimos a su lado, el hombre abandonó la escena. Sin decir nada. Ni hola, ni adiós. Seguíamos contemplando aquel viejo altar, que tampoco es que nos dijese nada especial, cuando de la nada y como en aquella vieja y cutre canción de Alex y Cristina que decía "chas y aparezco a tu lado", apareció una mujer. Se colocó a mi derecha. Codo con codo, llegando a rozarme. Era una anciana que vestía de riguroso luto, aunque su extraño comportamiento no hizo que nos sintiésemos especialmente cómodos y desde aquel momento empezamos a ver las cosas de una forma diferente. Muy diferente. Al poco de situarse junto a nosotros, nos apartó hacia un lado con sus brazos de tal forma que hasta podría considerarse un empujón, a la vez que, acercándose el dedo índice de su mano derecha apuntando hacia arriba a su propia boca, nos hizo el gesto del silencio, aquel que suena tal que "chssssssshh". Y comenzó a rezar mirando hacia el altar. Nosotros, sorprendidos y por no molestar, hicimos amago de abandonar el lugar, dejando allí a aquella loca, pero ella nos hizo un gesto severo para que esperásemos, extendiendo hacia nosotros la palma abierta de su mano izquierda, nos señaló después el suelo con el dedo índice, y volvió a dedicarnos el mismo gesto de silencio, "chsssssss", mostrándonos a la vez una extraña mirada de preocupación. Acto seguido, conseguido su objetivo de que no abadonásemos el lugar, continuó rezando. No parecía peligrosa y decidimos esperar, aunque tampoco nos sentíamos nada cómodos.
Una vez terminó aquella mujer de rezar, se dirigió a nosotros hablándonos de una forma un tanto extraña, como en susurros y como si su intención fuese la de asustarnos. Lo primero que nos dijo, fue que aquello era un lugar sagrado. Un cementerio. Y que cuando ella había llegado, nosotros estábamos sobre una tumba, por eso nos había empujado. Y fue aquí donde a los dos, a mi mujer y a mí, nos tembló el cuerpo, porque ciertamente, aquello era un cementerio y nosotros habíamos estado sobre una tumba. Y mi mujer ni yo, nos habíamos dado cuenta hasta ese momento del detalle. Era evidente y sin embargo era algo que nos había pasado totalmente desapercibido. El lugar estaba lleno de viejas tumbas. Y no las habíamos visto hasta entonces.
Aquellas eran nuestras primeras vacaciones juntos y quizás la ceguera del amor nos impidiese ver más allá de donde estaba el otro, pero los dos nos juramos y perjuramos no haber visto antes aquellas tumbas. Habíamos cruzado un cementerio de principio a fin sin haber visto una sola, y el lugar estaba lleno de ellas.
La mujer entonces, mostrando interés por nosotros y sin cambiar su extraña manera de hablar, la cual nos asustaba tanto o más que ella misma, nos contó que la tumba sobre la que habíamos estado al llegar, era la de una niña que había fallecido en el año mil ochocientos y pico, tal y como pudimos comprobar después, porque así lo ponía en aquella losa, casi ilegible, pero que fijándose un poco, se podía leer. Y añadió que aquel hombre que estaba rezando cuando nosotros habíamos llegado, era el padre de la criatura, que acudía a rezarla todos los días desde entonces. Nos faltó un pelo para echar a correr sin saber bien por cual de las dos razones, si porque era totalmente imposible que aquel hombre fuese el padre de aquella niña que llevaba mucho más de cien años muerta, o porque no teníamos ni puta idea de donde podía haber salido aquella puta vieja y como cojones sabía lo del hombre rezando, si cuando nosotros llegamos, allí no había nadie más nosotros y... él.
Sin tiempo para reaccionar, la anciana cogió del brazo a mi mujer y le dijo - ven, ven conmigo... tú que eres mujer... ven conmigo... que te voy a enseñar algo - . Yo hice el amago de acompañarlas, pero ella me replicó - no, tú no... solo ella que es mujer. Tú no -. Elementalmente, hice caso omiso y las seguí, agarrando del otro brazo a mi mujer y pendiente de todo, por si en algún momento hiciese falta hacer lo necesario para protegernos de aquel extraño ser enlutado. Y resultó que a escasos metros de donde estábamos y dentro de aquellas mismas ruinas, nos mostró la imagen de lo que parecía una virgen. Pero no una virgen normal, si no una virgen embarazada. Estaba tallada en la piedra y se veía claramente. Era una virgen encinta. Y la anciana, ignorando mi presencia y dirigiéndose solamente a mi mujer, dijo - mira, es la virgen... tú que eres mujer. Es la virgen y está en estado. ¿A que nunca habías visto a la virgen en estado? -. Reconozco que yo tampoco había visto jamás en lugar alguno una figura similar. Con mi vieja cámara de fotos de aquellas de carrete que hace años dejé de utilizar, disparé un par de veces apuntando con el objetivo hacia la imagen, aunque curiosa e inexplicablemente, cuando llevé el carrete a revelar, no salió ninguna. Aquello no hizo más que cubrir todo con un poquito más de misterio, misterio que aun hoy no he llegado a comprender.
La anciana miró entonces al cielo y antes de echar a correr hacia la salida, nos dijo con la misma voz y la misma entonación que había utilizado hasta ese momento - me voy, jóvenes, me voy, que va a llover -. Y se fue, dejándonos un tanto asustados. Curiosamente, el cielo estaba totalmente despejado y brillaba el sol. Era una bonita tarde de verano. Y allí nos quedamos un rato más mi mujer y yo. Por un lado, observando con interés aquel lugar que no habíamos sigo capaces de identificar al entrar. Por otro, flipando por lo que acabábamos de vivir. Y al salir al cabo de un rato de aquella iglesia vieja y abandonada, sentada junto a la puerta de entrada, estaba aquella anciana que hacía un rato nos había asegurado que corría hacia su casa porque iba a llover, quien nos saludo como quien saluda en un pequeño pueblo a quien ve por primera vez en su vida, a la vez que nos miró de arriba a abajo como si no nos hubiese visto nunca antes.
Con una extraña sensación y con algo de miedo aun dentro del cuerpo, nos metimos en el coche y abandonamos aquel pueblo pensando un lugar para ir a cenar. Aquella noche nos apetecía pulpo. Pulpo a feira. Un manjar. Pusimos la radio del coche y comenzó a sonar "Haberlas Hailas", un tema de Amistades Peligrosas que hablaba de meigas. No nos lo podíamos creer... Qué casualidad. "Hay, pruébame que hay, haberlas hailas, aunque no crea en meigas".
A la mañana siguiente, desayunando en el pequeño y modesto hotel de A Lanzada donde estábamos alojados, le contamos al dueño, con el cual habíamos hecho amistad y nos aconsejaba cada mañana qué lugares visitar, lo que nos había pasado y él sin dudarlo un momento y sin inmutarse lo más mínimo, nos dijo - esa señora de la que me habláis, era una meiga! -, - pero, ¿existen las meigas? - preguntamos nosotros, de nuevo asuatados. - Claro que existen. Y vosotros ayer hablásteis con una -.
Es posible que tanto mi mujer como yo, de haber estado solos, hubiésemos pensado que todo fuese fruto de nuestra imaginación, pero ahí estamos ambos para decirnos el uno al otro que no, que todo fue real.
Por cierto, aquella misma tarde, antes de regresar al hotel, llovió como pocas veces hemos visto llover.
Y en el momento de escribir esta historia, años después, se me han vuelto a erizar los pelos.