viernes, 28 de diciembre de 2018

El extraño paraíso del calcetín perdido










Hay un mundo paralelo que desconocemos totalmente los humanos, al que solo se accede a través de las lavadoras, y única y exclusivamente tendrías acceso a ese mundo, si fueses, al loro, que esto es lo más importante, un calcetín. Sí sí, como lo lees. Un calcetín. Ese lugar secreto, se llama 'el paraíso del calcetín abandonado y libre de pie'. Allí se juntan, para siempre la mayoría de las veces, todos aquellos calcetines, ya sean largos, cortos, tobilleros, lisos, gordos, finos, de rombos, de rayas horizontales. de rayas verticales, azules, morados, verdes, de monte, de vestir, de caminar, etc, que están hasta las mismísimas pelotillas de aguantar a su pareja y deciden, sin contarle nada a nadie, ni siquiera a su amiga la tanga negra talla XS, o a su colega, el calzoncillo Calvin Klein talla M, compañeros de fatigas en las cien mil vueltas centrifugadoras de la lavadora, abandonarla a su suerte.  

Al principio te mosquea y piensas: quizás con los calcetines, haya metido también algún bañador y alguna bermuda. Y claro, si meto tres bermudas juntas, ya la he jodido: culpa mía. Acabo de generar dentro del tambor de mi lavadora, mi propio triángulo de las bermudas. Normal que desaparezcan calcetines. Y hasta el propio tambor a la que me descuide. Pero no, ya he comprobado que esto pasa aún sin meter bermudas. 

Para el calcetín que se va, no sabemos como será su vida a partir de ese momento. Sucede parecido a los humanos cuando mueren, que ninguno regresa para contarnos como está siendo todo allá a donde haya ido. Y si hay un más allá para humanos, cállate que no lo haya también para calcetines. Pero para el calcetín que se queda, la vida puede ser triste, muy triste, porque aparte de perder a su media naranja, la mayoría de las veces, su destino acaba siendo una bolsa de basura, porque ¿quien sale a la calle con un solo calcetín? ¿O quien lo hace con uno de cada color? (yo lo he hecho hoy, pero solo en homenaje a todos estos abandonados y solitarios calcetines. Os lo juro por mis hijos. Os adjunto foto). ¿O quien sale con uno largo y uno tobillero? ¿Y quien guarda un calcetín solo, sin pareja, en algún cajón? No tiene sentido, salvo que te dediques al mundo del guiñol, claro. Muchas veces, el calcetín abandonado, termina en el fondo del cajón, cierto, pero lo hace temporalmente, solo, desaliñado, hecho una bola, casi nunca estirado, a veces hasta dado la vuelta y del revés, cierto, en previsión de que “don te he abandonado sin despedirme, menudo hijo de puta que soy”, recapacite y regrese un día en plan “Romeo del calcetín” para recuperar a su amada, pero por norma, existen estudios que certifican que eso nunca va a pasar; ni si quiera en las películas; manda huevos. ¿Alguien ha visto una película de amor con calcetines como protagonistas? Porque las hay con hormigas, con coches, con aviones, con peces, con los propios sentimientos, con robots, con ratones, con juguetes, con monstruos... pero, ¿con calcetines? Ni siquiera un sábado al mediodía en Antena 3. Ni siquiera... Pues eso. De hecho, es algo de lo que se habla poco. Si, está demostrado que los calcetines desaparecen, pero poca es la gente que se atreve a hablar de ello en la barra del bar o en las tertulias de sobremesa. Da menos miedo hablar de Vox, que hablar de la desaparición de los calcetines, así que, algo raro y tenebroso que no ocultan, hay. 

Calcetín que huye a través de la tercera dimensión de una lavadora, es calcetín que huye para siempre. Por eso yo, os recomiendo tener un poco de paciencia y sobre todo, corazón, y llevar a cabo siempre la siguiente operación; en serio, no os cuesta nada: cada vez que os encontréis con un calcetín solo, meterlo siempre a la lavadora en todas vuestras posteriores coladas. En todas. Aunque el calcetín sea de color y la colada de blancos; da igual. O el calcetín blanco y la colada de color. No deja de ser una nueva oportunidad para ese pobre calcetín abandonado. Tarde o temprano, este solitario calcetín acabará desapareciendo. Es estadística pura y dura. Pocos calcetines se rompen y se tiran por viejos, pocos; la gran mayoría desaparecen. Y no lo dudéis, si seguís mis pasos, este calcetín abandonado, desaparecerá un día y ascenderá también, siempre gracias a vosotros, al paraíso de los calcetines libres de pie, donde se unirá a todo un ejército de calcetines perdidos en millones y millones de lavadoras (incluso secadoras) de todo el mundo. Parece una tontería, lo sé, pero no os cuesta nada y será una buena acción. 

Aún no entiendo como no existe ninguna ONG que apoye y ayude a este tipo de calcetines; es incomprensible, hoy, que existen asociaciones para todo, y ninguna para el calcetín. Molaría mucho. Calcetines Sin Fronteras. O El Calcetín Rojo. O Unicalcetíncef. O Siete Días, Siete Calcetines. (Sí, siete días, serían 14 calcetines, pero en esta ONG solo contarían los calcetines que se pierden, que son la mitad). O yo que sé... Cualquier cosa vale, siempre que ayudemos a paliar el sufrimiento del calcetín. Que parece una bobada, pero si te paras a pensar con calma, verás que tienen una función muy importante, sobre todo los días de frío o cuando estrenas zapatos y te rozan por todos los lados del pie. Ahí está el calcetín para echarte una mano desinteresadamente. 

Y ahora, si me permitís, os dejo, que me toca mi pastilla de las 8:00 AM, que hoy ando ya un rato tarde. 


(Salva Belver)

jueves, 22 de noviembre de 2018

¿Qué sabes de papá?









-Hola, me llamo Alzheimer y he venido para quedarme a vivir con ella... con tu madre-, me dijo de golpe aquel día, hace de esto unos pocos años ya, tampoco muchos. Le miré, extrañado, de arriba a abajo y no dije nada, aunque la primera impresión que me llevé de aquel primer encontronazo, fue que no nos íbamos a llevar nada bien. “Te puedes ir por donde has venido”, pensé, “o mejor, a tomar mucho por el culo”, pero lo dije en silencio. Tampoco iba a servir de nada decírselo en alto. Quizás para que, encima, se enorgulleciese de su maldad. Hay, además, enfermedades tan hijas de puta, que nunca escuchan. Y tampoco se merecen que las alimentes hablando con ellas. Esta es una de ellas. 

Tiempo después de aquel primer contacto, creo que un miércoles por la tarde, el Alzheimer de mi madre me volvió a hablar. Yo estaba con ella, con mi ama, ambos sentados en una especia de sofá de la residencia donde la cuidan. 

-Hola, ¿te acuerdas de mí? Como siempre me ignoras cuando estás con ella y haces como si yo no existiese... pero que sepas que sigo aquí y que me pienso quedar. Y que sepas también, que me he hecho más fuerte. Mucho más fuerte. Más fuerte que aquel día en le que me presenté y más fuerte que el día en el que me diagnosticaron. Y más fuerte incluso que ella, que tu madre-.  

Tampoco dije nada aquel día. No tenía nada que decir. Ni siquiera quise mirarle. “Anda y que te den por el culo”, pensé de nuevo. Así que, bajé la mirada al suelo en plan desprecio absoluto, me miré las playeras, azules, como casi siempre; miré las zapatillas de mi madre; de andar por casa, como casi siempre también, y pensé en algo que ya no recuerdo; en cualquier chorrada, con tal de olvidar aquella conversación. Quizás en que ambas zapatillas, de calle y de casa, eran bonitas. Hasta que mi madre me sacó de aquel atolladero con su extraña pregunta: 

-¿Qué sabes de papá? Hace mucho que no viene a verme. ¿Le ha pasado algo? ¿En qué anda metido? ¿No andará con otra, no? Anda que... con lo bueno que era y lo bien que se ha portado siempre conmigo, y mírale ahora...-

-¿Papá? ¿Qué papá? ¿Mi padre? ¿Eh? ¿Como dices? ¿Papá... papá?-  La piel, mi piel, de gallina. Mi padre murió hace más de diez años ya, pero no dije nada; preferí seguirle la corriente. Por un momento, no supe si hablaba con mi madre, o hablaba con aquel otro hijo de puta que llevaba metido en su cuerpo, al que yo trabata de ignorar. Bueno, en su cuerpo no; en su cabeza. Porque el Alzheimer es, creo, como un parásito de esos, que se aloja en tu cabeza y te va chupando cerebro por dentro. Algo así, vamos, que tampoco me hagas mucho caso. 

-Si, papá, papá, tu padre, concho; ¿que otro papá iba a ser? no te hagas el tonto tú también. ¿O es que sabes algo que no me quieres contar? 

El Alzheimer se reía. El muy hijo de puta, se reía. Ya no sé si de madre, de mí, o de los dos. Yo creo que de los dos. Se reía de los dos. Sí. De los dos. Le miraba de soslayo, porque nunca me he atrevido a mirarle de frente, no sé si por asco o por cobardía, y veía cómo se reía y como disfrutaba. Aunque mi madre no era capaz de verle. Sé que ella me miraba encima, como si yo la estuviese bacilando. 

-Mamá, creo que papá está... está... está en el pueblo. Creo que ha ido a coger castañas. Sabes que todos los años iba. Sí, eso, ha ido a coger castañas. Ya verás, vendrá cualquier día de estos con un par de sacos o tres. Como siempre. Castañas... 

-Anda, castañas... pues cuando venga, que me traiga unas cuantas, que seguro que aquí nos las asan. Pero que traiga para todos, que aquí somos muchos. Pero, ¿y ha ido él solo? ¿No habrá ido con alguna? No sé, pero no decirme nada... pero nada de nada... hijo... con lo que era tu padre. ¿Y como que no has ido tú con él y así le ayudabas? Ah, claro, el trabajo, porque sigues trabajando en la mina, no? Claro. Y oye, que contenta me tienes, que me dicen el otro día aquí que si te has separado, y yo que ni siquiera sabía que te habías casado... pues vaya cara de tonta que se me puso. 

-¿Separado? Anda, calla, ¿quien te ha dicho eso? ¿Y como que no sabías que me había casado? Si fuiste tú la madrina de la boda, ama. Me casé hace ya muchos años. Tú ibas de verde. ¿No te acuerdas? 

-Anda, anda, deja de reírte de tu madre, que bastante tengo ya con lo de tu padre. No creo yo que te hayas casado, pero si lo has hecho, eres un sinvergüenza por no decirme nada. Si por tener, ni novia tendrás... 

-Ama, casado y con hijos-. Y entonces, busco en el móvil y le enseño las fotos de los niños. Las mira y se le ilumina la cara: 

-Anda, si estos niños vienen a verme muchas veces aquí a la residencia. Que sí que sí, que yo les conozco. A los dos. Pero, ¿quienes dices que son? ¿tus hijos? Anda, calla. Tus hijos van a ser... Ya les voy a preguntar a ellos yo cuando les vuelva a ver. Si son más resalaos... 

Y ahí, perdí la noción del tiempo y del espacio. Dejé de saber donde estaba. Aunque mirase al suelo, no era capaz de verme las playeras. Ni las mías, azules, ni las de mi madre, de casa, creo. Deje de saber quien era y porqué estaba allí. Y sin mirarle de frente al Alzheimer, porque nunca he sido capaz de hacerlo, solo se me ocurrió decirle, en bajito, muy bajito, para que mi madre no me escuchase, lo hijo de la grandísima puta que era, y que ojalá algún día encontrasen esa arma de destrucción masiva con la que poder acabar con él. Porque no se merece otra cosa. Esa enfermedad que no se sabe bien quien la sufre más, si el enfermo o la familia. O quizás los dos en la misma medida, pero de distinta manera. Y lo difícil que resulta ocultarle una lágrima a una madre; aunque esta esté enferma. Pero creo que lo logré. Creo que lo he logrado siempre. 

Y así, un día tras otro. Un día tras otro... Cada día, una aventura (o desventura, mejor dicho). Porque hoy me ha reconocido, pero ayer no. Y mañana quien sabe. Un día soy su hijo. Otro, su hermano. Otro, un empleado de la residencia. Y así, una familia tras otra. La familia de Pilar. Y Pilar. La familia de Margarita. Y Margarita. La familia de Isabel. E Isabel. La de Valeriana. Y Valeriana. Y Antonio. Y Ricardo. Y Esperanza. Y Manuel. Y Rosa. Ellos olvidando. Nosotros recordando como eran antes de que olvidasen. Y el Alzheimer, el puto y malvado Alzheimer, riéndose a carcajadas. Riéndose de ti y de mi. Riéndose de ella y de él.

Y al día siguente, la historia se repite.

-¿Qué sabes de papá? Hace mucho que no viene a verme. ¿Le ha pasado algo? 




(Dedicado a todos y todas los que lo sufren. Tanto desde dentro, como desde fuera). 


(Salva Belver)

lunes, 17 de septiembre de 2018

La cicatriz






4 de septiembre. Año 1988. El domingo amanece espectacular. Un sol de esos que denominan “de justicia”, pero que en vez de llevarnos a la playa, que quizás hubiese sido lo más correcto, nos llevó al monte. Al Pagasarri, para ser exactos, monte que todo Bilbaíno que se precie, debería de conocer, aunque ese día no llegamos ni a la mitad del camino. 

Quedamos por la mañana, diría que prontito, con la idea en mente de comer arriba, en el Paga, aquellos bocadillos de tortilla de patata de nuestra madres, que sabían a gloria, y con intención de bajar ya a última hora de la tarde. Pero algo salió mal ya en la subida. 

Desde la zona en la que nosotros vivíamos, para llegar al Pagasarri, era y seguirá siendo, digo yo, de paso obligatorio, otro monte: el Arraiz. Allí fue, en el Arraiz, donde se truncó todo. No recuerdo el tema de conversación de los cuatro colegas durante la subida, pero estoy seguro de que tendría mucho que ver con coches, motos, o mujeres. Mikel, Victor, Juancar y yo. En la cuadrilla éramos unos cuantos más, chicas también, pero aquel día subíamos sólo los cuatro. Ahora lo pienso, y Victor me sobraba, las cosas como son. Juancar sigue siendo uno de los amigos más grande que la vida me ha dado. Mikel, con los años, acabó separándose (o apartándose) del grupo, por cosas de la vida, digo yo, aunque de vez en cuando retomamos el contacto vía WhatsApp y estoy seguro de que no tardaremos en tomarnos un cafecito o una cervecita. Y Victor, pues eso, que este sí que me sobraba y me sigue sobrando. Con el tiempo, me demostró que era uno de esos tipos interesados que van por la vida intentando sacar algo de todo y de todos, uno de esos que no dan puntada sin hilo y a mí, la gente interesada no me gusta. Es más, la detesto. Por suerte, desapareció de mi vida solo unos años más tarde. Como otros muchos de los que cualquier otro día, hablaré. Como Mónica, la mujer de Iñaki. O de José. O de Javi, ya no sé; ni del nombre que me acuerdo. Pero otro par de sinvergüenzas. 

Pero volvamos al domingo 4 de septiembre de 1988. Hace hoy justo 30 años. Yo tenía 16. Un niño. Un año raro en cuanto a amigos, que se nos juntarían varios, la mayoría para defraudarnos poco después, y algunos, los que menos, pero de calidad extrema, para quedarse para siempre, como Valen, por ejemplo. También un año movido en cuanto a chicas. Hoy nos gustaba una, mañana otra y pasado, otra diferente. Ana, Nekane y Maite, fueron las mías, creo. Y vuelta a empezar. Eso sí, el 88, fue ese año en el que ninguno de nosotros nos comimos un rosco. Menudo desastre. Aunque creo que hasta eso nos daba igual. 

Una vez llegamos al monte Arraiz, la casualidad hizo que nos encontrásemos allí un coche abandonado. Aquella zona era muy típica para dejar tirados los coches que se robaban en los alrededores de Bilbao. Aquel concretamente, era un Seat 600, quizás ya algo desfasado, pero del que aún se veían por la calle con normalidad. Y no se nos ocurrió otra cosa a Victor y a un servidor, que liarnos a jugar con él. Ventanilla rota y con el puente ya hecho, todo eran facilidades. Primero conducía uno y luego lo hacía el otro. Victor y yo. Yo y Victor. Mientras, Juancar y Mikel, que se debieron de oler a distancia los problemas, siguieron camino hacia el Pagasarri. Sin mirar atrás. “Os esperamos por ahí. Luego nos pilláis”. “Vale, ahora vamos”.

Y fue divertido, claro que fue divertido. Dos mocosos de 15 y 16 años, jugando con un coche abandonado por el monte. Hasta que ocurrió algo que pudo acabar mal, pero que no acabó mal. El coche terminó cayendo por un barranco con mi “¿amigo?” Victor dentro. No le pasó nada, pero le pudo haber pasado. Demasiado además. Aquello, eso sí, podría haber sido el final de nuestra diversión; con el susto metido en el cuerpo y el 600 en el fondo de un barranco, así que, como éramos de Bilbao, le echamos huevos y nos dijimos: “¿y si lo sacamos de aquí?”.  Dicho y hecho. Manos a la obra. Un empujón, dos, cuatro, ocho, doce y el coche casi fuera del barranco. Pero solo casi, eso sí. Yo puse la mano donde no debía, para un último empujón y uno de los focos delanteros del vehículo estalló en mil pedazos, dejándome un enorme y profundo corte en la muñeca derecha, por la que empezó a manar sangre a chorro. Si si, tal cual. A chorro. Con cada bombeo del corazón, la sangre me salía disparada de la muñeca a varios metros de distancia, hasta el punto de que, Victor, acabó lleno de sangre en pocos segundos; igual que yo. Yo me veía ya desangrado, allí mismo, en pleno monte, junto a un puto 600 abandonado, con Victor dando gritos como una puta loca histérica y con Juancar y Mikel a tomar por culo de distancia, sin enterarse de nada, camino del Pagasarri. Victor corrió a avisarles, aunque no sabíamos por donde podrían estar ya, y yo, que me quedé solo junto al coche, con el faro derecho delantero roto y sangrando a chorro de la muñeca, decidí, asustado por la cantidad de sangre que salía de la herida, echar a correr monte abajo. Recuerdo encontrarme con matrimonio que subía caminando, que me dio un pañuelo para taponar la herida y que hicieron el amago de ayudarme, pero tenía tanta prisa yo, que no les dio tiempo ni a reaccionar. Cogí el pañuelo, tapé hemorragia y seguí corriendo, sin darme cuenta de que cuanto más corría, más rápido bombeaba la sangre. 

Al llegar a la zona habitada más cercana al monte, un barrio de la zona alta de Bilbao, lo primero que me encontré, fue con dos hombres de cierta edad, lavando un coche, un Citroën Dyane 6, los cuales, según me vieron llegar, ensangrentado de arriba a abajo y blanco como el yeso, con la Dyane aún llena de jabón y sin aclarar, me metieron dentro y me llevaron al hospital en plan Carlos Sainz. 

Perdí bastante sangre, aunque no fue necesaria, según me dijeron, por poco, transfusión alguna. Cuando salí del hospital, con la muñeca vendada y cosida y aún con el susto en el cuerpo, descubrí que habían avisado ya a mi madre, quien me esperaba en la sala apropiada para ello y además, me llevé la sorpresa de encontrarme también con aquellos dos señores que, tan amablemente, me habían llevado al hospital en un Dyane 6 lleno de jabón y a los que aún no me había dado tiempo a dar las gracias. Nos llevaron a casa, se preocuparon de que realmente estuviese bien y se negaron en rotundo a coger las 1000, 2000 o 5000 pesetas, ya no recuerdo, que mi madre les quiso dar por ayudarme, por preocuparse y por esperarme. 

Nunca volví a verles, aunque fueron varias las veces que me acerqué al mismo lugar donde les encontré lavando el coche. Así que, gracias, 30 años después. 

La herida se me infectó varias veces; me la tuvieron que abrir otras tantas para drenar la infección, y estuve débil una temporada debido a la pérdida de sangre, pero fue poco para lo que puedo haber sido. 


Hoy, 4 de septiembre, al levantarme de la cama, me he mirado la cicatriz, que será visible, no me cabe duda, el resto de mi vida, y le he dicho: a pesar de que me jodiste aquel domingo de sol, feliz 30 cumpleaños, amiga. Cuantos años juntos. Y los que nos quedan...

Loco







Loco... me llamaron loco. Y se quedaron como si tal cosa. Como si estar loco fuese algún defecto. La locura no se sufre, amigos; no; la locura se disfruta. Se mastica. Se saborea. Y solo otro loco como tú, es capaz de saber a lo que sabe. 

Lo malo de estar loco, son esos ratos en los que, de repente y sin saber porqué, te sientes cuerdo y ves la vida tal y como es. Menos mal que para esos días, crearon la medicación.  

Loco... me llamaron loco. Y se creyeron mejores. Como si estar loco fuese un delito. Porque la locura, dicen, se cura, aunque sólo si te quieres curar. La estupidez, en cambio, te acompañará, aunque tú no lo sepas, hasta el final de tus días. Estúpido. No se dieron cuenta de que somos, precisamente los locos, quienes nos reímos de los idiotas como ellos, de los idiotas que se creen que se ríen de los locos como yo. Porque yo a un cuerdo, le respeto y le sonrió tanto como a un loco, pero a un idiota que me llama loco, no. Ni aunque me llame cuerdo. 

Loco... me llamaron loco y les dije que tenían razón. Loco, raro e informal. Loco, perturbado, demente, chalado, chiflado o lunático. 

Loco de atar. ¿Y qué? 

viernes, 1 de junio de 2018

Me gusta cerrar los ojos, por ejemplo, y ver...




Me gusta cerrar los ojos y ver, por ejemplo, cosas que nunca vería con ellos abiertos. 

Me gusta cerrar los ojos y verme, por ejemplo, jugando con un balón en medio de aquella calle donde vivía de pequeño. Cuando apenas pasaban coches. Y si pasaba alguno, muy de vez en cuando, simplemente parábamos el juego y volvíamos a empezarlo justo donde nos habíamos quedado al parar. 

Me gusta cerrar los ojos y verme, por ejemplo, subiendo la cuesta que me llevaba al cole, que aunque no me gustasen las clases, iba contento, porque era la única forma de ver a la chica que me gustaba. Qué coño a la chica, a las chicas, que a mí siempre me gustaron muchas. 

Me gusta cerrar los ojos y ver, por ejemplo, a mi madre cocinando, mientras cantaba una canción que decía: “yo vendo unos ojos negros, ¿quien me los quiere comprar? los vendo por embusteros, porque me han tratado mal”. Y luego seguía así: “más te quisiera, más te amo yo, y todas las noches las paso, suspirando por tu amor”. 

Me gusta cerrar los ojos y verme, por ejemplo, correr con mis amigos, después de haber tocado a una docena de timbres. O de haber robado un paquete de aceitunas en el pequeño súper del barrio. O de haber.. no, esto mejor no lo cuento. 

Me gusta cerrar los ojos, y verme, por ejemplo, sentado en aquel parque del barrio, donde solo comíamos pipas y más pipas y nos reíamos de todo y de todos. Y a eso le llamábamos felicidad. Cuanto amor dejamos allí..

Me gusta cerrar los ojos y seguir creyendo, por ejemplo, en los Reyes Magos; en el Ratoncito Pérez; en que mis padres vivirían para siempre, que eran superhéroes e inmortales. En que mi vida sería siempre así. En que los mayores siempre habían sido y serían mayores y los niños siempre seríamos niños. En que la vida era un camino de rosas y las malas cosas solo le pasaban a otros. A los malos, solo a los malos, por supuesto. 

Me gusta cerrar los ojos y jugar, por ejemplo, al hinque, a la rayuela, a la vuelta ciclista con las chapas de la Coca Cola, al barrenazo, a beso verdad o consecuencia, al pilla pilla, al escondite, al que no pita no pasa, bailar break dance, escuchar a Enrique y Ana y a Parchís, también a Modern Talking y a C.C. Catch, comprarme la Tele Indiscreta, más por las pegatinas de V, que por la revista en sí, leer el Nuevo Vale y la Súper Pop, esconder revistas donde salían tetas en cualquier lugar donde luego quedaban olvidadas, leer a Mortadelo y Filemón,  ver en la tele a David el Gnomo y a Jose Antonio Abellán en Tocata, llorar con la muerte de Chanquete, envidiar hoy a Javi y mañana a Pancho, fumar a escondidas, toser, toser, volver a toser y seguir fumando; ser un niño... un niño de verdad. Un niño inocente y sin maldad. 

Me gusta cerrar los ojos y ver, por ejemplo, a mi padre volviendo de trabajar. A mi madre poniéndole la cena, por machista que pueda sonar. Juntarme de nuevo con mi vecina Ainhoa todos los viernes en su casa, para ver en su tele nueva el Un, Dos, Tres. Jugar con ella al Monopoli y al Parchís. Celebrar los cumpleaños con Casera Cola y algo similar con sabor a naranja. Sin regalos. Solo con la presencia de tus amigos. 

Me gusta cerrar los ojos y verme, por ejemplo, de vacaciones en el pueblo. Trillando. Jugando. Corriendo. Viviendo. Bailando de verbena en verbena. Creyendo que ligabas y volviendo de vacaciones sin haber ligado. 

Y aunque ya, poco o nada queda de todo aquello, reconozco, por ejemplo, que me queda lo mejor. Aquellos momentos nunca volverán, pero muchas de las personas con las que compartí vivencias, siguen ahí. Mis amigos. Solo mis mejores amigos. Ellos saben quienes son. Daria nombres, pero sé que no es necesario. Basta con que cierres los ojos y si tú también me ves a mi, tú eres uno de ellos. O de ellas. Haz la prueba y luego me dices. 

Gracias. Por nada, por tanto y por todo.

(Salva Belver)

miércoles, 30 de mayo de 2018

Vivencias de un día cualquiera en el que la nostalgia no tiene cabida.



Una terracita de bar. 10 y pico de la mañana. Me siento solo en una de sus mesas. Me pido un pincho de bonito con anchoa y un cortado. “Con muy poca leche, por favor”. En mis auriculares, el ultimo disco de David Ojeda. Fresquito. Ha salido hoy mismo a la venta. Sé que no te sonará de nada. Dale una oportunidad. No solo a sus discos; también a sus libros. Poesía pura. De la que te hace pensar. Y observo. Observo a la gente de las mesas de al lado. Todos absortos en sus conversaciones. Unos sonríen. Otros discuten amenamente. Cada uno a lo suyo. Cada uno con su café. Pero parecen felices. Quizás eso sea la vida. Compartir una charla y un café. Una mirada distraída a veces y una mirada devuelta otras. 

Los de la mesa de al lado se dan cuenta de que les observo. Me miran y sonríen. Les devuelvo la sonrisa. Creo que se han percatado de que simplemente observo. Me gusta observar. Y el cielo promete lluvia. No me gusta la lluvia. Siempre me jode los planes. Yo soy más de sol. De sol y de calor. Por eso me gusta tanto el sur. A pesar de los encantos y paisajes del norte. Mis gafas de sol protegen mis ojos, no de un sol inexistente, sino de una mirada triste. Y eso que no estoy triste. Lo prometo. Pero a veces las miradas son así. Van por libre. Será el sueño. Esta noche me ha despertado un trueno y me ha costado volverme a dormir.  Nada nuevo en la vida de un tipo que olvidó dormir. 

Terminaré mi cortado. El pincho me lo he comido sin ganas. Me levantaré y me iré. Aunque primero me fumaré un cigarro. Otro. Si, he vuelto a fumar; y qué? Es mi vida. Mi puta vida. Me agobian tantos "¿porqué has vuelto a fumar?". Porque me sale del coño. Aunque mi madre sé que no me espera hoy, como tampoco me esperaba ayer, ni me esperará mañana, quiero estar un rato con ella. Hacerle reír. Contarle un chiste que no entenderá. Dejarla que yo sea quien quiera ella que sea. Me da igual que su hijo, que su hermano fallecido hace casi 20 años, que el chico de la residencia que le ayudó ayer a acostarse. Seré quien ella quiere que sea. Aunque yo tenga claro que soy solo su hijo. Ese mismo que ella no parió de forma natural, pero que salió de sus entrañas un 8 de noviembre de principios de los 70. 

Y así pasaré la mañana. Disfrutando de los pequeños detalles. Cuatro WhatsApp que te animan la jornada. Un par de “me gusta” en Facebook. Un email que te dice que hacienda te devuelve, no te quita. Una llamada que te hace una oferta de telefonía que rechazas. Mi música en mis auriculares, donde suena de todo, salvo el puto reggeaton. Mi pincho, mi cortado y la soledad de una mesa de bar con otra silla enfrente vacía, aunque yo la llene con mi imaginación. 

Y yo aquí, escribiendo chorradas que no dicen nada, pero que me gusta escribirlas. Porque la vida es esto. La vida no es nada, pero a la vez lo es todo. Vive. Si tú vives, yo vivo. 

“Dos con sesenta”. Pago y me voy. Me voy con mi rollo a otra parte. Siento no haberte contado nada decente esta vez, pero me apetecía escribir. Aunque sean solo chorradas. Y David Ojeda sigue en mis auriculares, mezclándose con Andrés Suarez, con Lorca o con Siloé. No sé si son canciones tristes o alegres. De amor o de desamor. Por mis amigos. Los de toda la vida y los nuevos. Por mis amores pasados y mis amores futuros. Por mi madre, que no sé si está. Por mi padre, que sé que no está. Por mis hijos, que siempre estarán. Por ti. Por mí. Y por esa gente que tomaba su café a mi lado, sin estar conmigo. Por esa silla vacía frente a mí que yo he llenado con mi imaginación. 

Y al final, acabo engañándote. La nostalgia sí que ha tenido cabía. Quizás sea por eso de que, la nostalgia, ay, la nostalgia, es el patrimonio de los adultos. Y yo peco demasiado de nostálgico. A mis 46 y medio...

(Salva Belver)

miércoles, 23 de mayo de 2018

Elegí ser yo mismo




Elegí ser yo mismo. 
Elegí ser sincero. 
Elegí ser claro. 
Elegí saber estar. 
Elegí ser prudente. 
Elegí, si no saber lo que quiero, al menos sí saber lo que no. 
Elegí decir lo que pienso. Siempre. Lo que siento. Siempre. Lo que noto. Siempre. Lo que percibo. Siempre. Lo que me sale del nabo. Casi siempre. Solo casi siempre, porque aquí, a veces sí que me corto. Más por ellos que por mí. Aún así...
Elegi ser yo mismo. 

Elegí llorar cuando me apetece llorar, reírme cuando algo me hace gracia y descojonarme cuando el momento lo requiere. Elegí borrarte de mi Facebook, no porque me caigas mal, simplemente porque eres tonto. Elegí borrarte de mi vida, no porque seas tonto, simplemente porque eres subnormal. Elegí no contar contigo para nada, no porque seas subnormal, simplemente porque ya no existes. Y quien para mí no existe, para mí no es nadie. Elegí bloquearte de mí WhatsApp, exactamente por lo mismo. Por tonto. Por subnormal. Porque ya no existes. Porque no eres nadie. 
Y elegí ser yo mismo. Le pese a quien le pese. Incluidos todos esos tontos a los que eliminé. 

Elegí querer a quien me quiera. Mirar a quien me mire. Sentir a quien me sienta. Y borrar a quien me borre, procurando, en la medida, no odiar a quien me odie. Pero solo en la medida. Aunque a veces no me salga y te tenga que mal odiar. 
Y elegí ser yo mismo. Siempre yo mismo. 

Elegí vivir. Quedarme aquí. Abrir los ojos casi a la vez que las persianas y cerrarlos media hora después, siempre media hora después, de volver a bajarlas. Cuando ya no queda luz en la habitación. Y sin luz, todas las habitaciones serían iguales, si no fuese por su olor. Todos tan diferentes... 

Y elegí ser yo mismo. Con mis cosas buenas y mis cosas malas. Con mis rarezas. Con mis virtudes, que no serán muchas, eso ya lo sé. Con ese extraño punto de madurez y con ese niño que se esconde bajo mi piel. Con mis tristezas y mis alegrías. Con mis gritos y mis susurros. Con mis amigos y enemigos. Con mi ying y con mi yang. Con mi cordura y mi locura. Conmigo mismo. 

Y decidí ser yo mismo, y a pesar de todo... hay veces que no sé ni quién soy.


(Salva Belver)


lunes, 21 de mayo de 2018

No lúcida, bella y loco





Lúcida. Hoy no está lúcida. Bella. Hoy está bella. Comprendo, del verbo comprender. Pero ella hoy no comprende. Nada. Nada de nada. Desvaría. Hoy desvaría. Hoy desvaría mucho. Demasiado quizás. Más que nunca, me arriesgaría a decir. Loco. Ese soy yo. Loco. Que no entiende. Loco. Que no quiere entender. Loco. Que no puede entender. Madre solo hay una, hasta cuando no te conoce. A un lado de la cama, ella, bella, vestida de hospital. Al otro lado de esa misma cama, yo, loco, vestido de calle. Me llaman “visita”. A ella le llaman “paciente”. Y no es de paciencia. Se quiere levantar, pero no sabe que no puede. Se quiere marchar, pero no sabe a donde. Me quiere llamar por mi nombre, pero no sabe como me llamo. Espera que venga su hijo, pero su hijo lleva aquí rato. Aunque ella no lo sepa. Quiere decirme algo, pero no sabe lo que me dice. Y tengo que darle la razón. Siempre la razón. Como a los tontos, como me dijo su neuróloga. Como a los tontos, pero ella no es tonta. También me lo dijo su neuro. Solamente está enferma y no tiene cura. El Alzheimer no tiene cura. Nunca la tuvo. La locura tampoco. O sí. Yo que sé. 

Y aquí seguimos, a un lado de la cama, ella. Bella. Con su mala o nula memoria, hablándome en presente de sus hermanos, esos que hace años se convirtieron en almas, pero ella no recuerda. Y al otro lado, yo, loco, que a veces sufro la locura, pero otras disfruto de ella. 

Sé que muchos no entenderéis de lo que hablo, pero a mí eso me da igual. A mi madre también. A mi madre aún más que a mí. 


(Salva Belver)

lunes, 14 de mayo de 2018

46 y medio

46 y medio. Esa es mi edad, que nos empeñamos en tener que medirla en años y sería más fiable y emocionante medirla en vivencias. En las hostias que nos damos. En las veces que reímos. Que sentimos que volamos. Que nos caemos. O que nos tiramos. Que gozamos. Años (o vivencias) de experiencia. De bandazos por la vida. De estar y de no estar. De bondades y de maldades. De aventuras y desventuras. De amores y desamores. De amigos y desamigos. De risas y de llantos. De miedos y... (no me sé el antónimo de miedo), así que... de miedos y de lo que coño sea contrario al miedo. De guerras y de paz. De tira y afloja. O de tira y no aflojes, que a veces pasa, que estirar la cuerda hasta que se rompe, también tiene su punto. De estoy y no estoy. De soy y no soy. Que quiero no quiero. De quiero y no puedo. De puedo y no quiero. De quiero y también puedo. 

46 y medio. Casi 17.000 días. No llega por poco, pero se andará. 408.000 horas, con sus más de 24 millones de minutos. De segundos ya no hablo, porque un segundo significa bien poco, aunque a veces sea el tiempo que separa a la vida de la muerte. O que separa e estar muerto con estar vivo (o revivo, del verbo revivir), que a veces uno se sorprende. Aunque a veces, baste un solo segundo de esos para recibir un balde de agua sucia. Pero como siempre cuesta asimilar las desgracias, ese maldito segundo es el que menos vale de todo lo que te queda por ver tras el baldazo (suena feo, pero la palabra viene en la RAE). 

46 y medio. Y aún no tengo claro si soy niño o soy viejo. Si soy simpático o desagradable. Guapo, feo o del montón (¿qué quiere decir del montón? ¿que eres feo, pero no sé atreven a decírtelo?). Querido u odiado. Porque el espejo nunca te dice la verdad. Ni el de casa (o el del ascensor), en el que te ves reflejado cuando te miras, ni el del alma, que es más importante, si cabe, aunque nunca te veas. Los espejos siempre mienten. Hoy te muestran una cara y mañana te muestran otra bien diferente. Y depende de la cara que te muestre, la arruga se acentúa o se disimula. 

46 años y medio, con sus meses de enero, que tan poco me gustan, y con sus meses de agosto, que nunca son lo que uno se espera, por mucha playa o piscina que te refresque. Porque nos empeñamos en creer y aceptar que la vida es eso que pasa mientras tú haces otros planes, cuando los planes deberían ser simplemente vivir y dejarte llevar, sin más metas que el horizonte. 

Y los años pesan. Pesan y pasan. Pesan, pasan y nos van dejando posos. Posos y posos, hasta que el filtro se ensucia.  Y una vez que el filtro se ensucia, o lo cambias, o la vida, igual que el café, nunca vuelve a sabernos igual. Por eso me compré la Nespresso, que no necesita filtro. Pero para tomarte bien la vida, aún no han inventado una máquina. O la tomas o la dejas. 

¿A donde quiero llegar con todo eso? A ninguna parte y a todas a la vez. Te lo juro por mis hijos y por alguien más que ya no está y que se llamaba como yo. Pero sobre todo, a que tengo 46 años. 46 y medio, para ser exactos. (Y perdona, porque sé que ya te lo había dicho al empezar. Me refiero a mi edad). A que ya coroné la cima y ahora solo hay que bajar. Soltar freno y bajar. Dejarte llevar. A donde sea, eso da igual. Pero dudo mucho que sean otros 46. Otros 46 y medio, para ser exactos. 

Tengo 46 años y medio y toda una media vida, o algo menos, por delante. Vivámosla como si hoy fuese el primer día del resto de ella misma. De hecho, lo es. 

46 y medio. 




(Salva Belver) 

jueves, 3 de mayo de 2018

Dos partes


Tengo mis dos formas de ser. El niño y el adulto. El niño que que yo quiero ser. El adulto que tengo que aparentar que soy. El niño al que adoro. El adulto al que aborrezco. El niño al que quiero. El adulto al que nunca querré. 

Tengo mis dos sentimientos a flor de piel. La tristeza y la alegría. Una me acompaña por la noche. La otra lo hace por el día. Pero no me preguntes, no sé ordenarlas y encima creo que se han hecho amigas. 

Tengo todo lo que uno puede tener y a la vez no tengo nada. Nada más que todo, que no sé si es poco o es mucho. Que no sé si es todo o no es nada. Que no sé si es bueno o es malo. Que no sé si es niño o es adulto. Que no sé si es tristeza o es alegría. Que no sé si es noche o es día. Que no sé si eres tú o soy yo. Que no sé si es sol o es frío. Que no sé si me quedo y me río o me voy sin decirte ni pio. Que no sé si estoy o no estoy. Que no sé si soy o no soy. Pero tengo mis dos partes. La buena y la mala. Tú coge la que quieras. Yo solo mostraré la que me dé la gana. 



(Salva Belver)

miércoles, 4 de abril de 2018

Soledad de un hombre

Era mediodía y apurábamos, creo, el tupper de comida en aquel viejo puesto de Cruz Roja, ya cerrado. Un aviso hizo que dejásemos la tortilla y la Coca Cola a medias y salíésemos pitando con aquella ambulancia, denominada internamente como "doscientos diez primera". Al llegar, la escena no imponía. Un tipo, de unos 40, descansaba tranquilamente en su cama. Fue claro, tranquilo y sobre todo, sincero:

- No me pasa nada, no he hecho nada malo, tampoco estoy enfermo. Solo quiero morirme.

El aviso, lo habían dado sus padres, quienes le habían encontrado en esa situación de casualidad. A su alrededor, docenas de cajas de pastillas vacías, nos confirmaban sus intenciones.

No teníamos opción. Aquel tipo tenía que ser trasladado de forma urgente al hospital. Y así se lo hicimos saber. Pero lo tenía todo estudiado:

- Ni se os ocurra ponerme una mano encima y si me sacáis de mi casa sin mi consentimiento, os denunciaré por secuestro. Os he dicho que me quiero morir.

Ante el cariz que tomaban los hechos, pusimos el caso en conocimiento del centro coordinador, desde donde procedieron a enviarnos una patrulla de la policía. Mientras esperábamos y con el tipo aquel un poco más tranquilo, conseguimos charlar, digamos que de forma amena, con él. Y de nuevo, volvió a ser claro:

- Tengo razones suficientes para hacer lo que acabo de hacer. Si queréis saberlas, ir al salón, allí hay una foto, la más grande.

Fuimos al salón y, elementalmente, había una foto. Una mujer, más o menos de su edad, y un niño pequeño. ¿Tres, cuatro años? No más. Y fueron precisamente aquellos que nos habían avisado, sus padres, quienes nos dijeron quienes eran. Su hijo y su mujer. -  Murieron en un accidente de coche. Conducía nuestro hijo.

Ante una situación de estas, te quedas bloqueado. Entiendes los deseos del hombre, pero tu función, es no permitírselo, de ninguna de las maneras. Cuando poco después, llegó la policía, les pusimos en antecedentes. Todos coincidimos en la dureza de la situación y en no saber muy bien como actuar. El tipo seguía tranquilo y lo mismo que nos había dicho a nosotros, se lo dijo a ellos. "Me quiero morir. Si me sacáis de mi casa sin mi autorización, os denunciaré por secuestro" . Mientras, informado el centro coordinador de las cajas y los nombres de los medicamentos que habíamos encontrado en la habitación, nos conminaban a llevarle a un centro hospitalario cuanto antes. Es fácil dar instrucciones cuando uno no está en el ajo.

Entonces, uno de los policías, pareció tener una idea, aunque sólo nos dijo que estuviésemos atentos, con la camilla en el pasillo y que actuásemos rápidos una vez nos dijese. Llevábamos ya mucho tiempo perdido. Se acercó al tipo de la cama y le dijo algo, que no pudimos entendeder, al oído. Entonces, el tipo de la cama se revolvió, intentó agarrar al policía, cosa que no consiguió, y le soltó un "hijodeputa", con toda la mala baba que alguien pueda guardar en su interior. El policía fue rápido. Sacó las esposas, le indicó que estaba detenido y que se lo llevaban a comisaría, pero que antes, deberíamos de pasar por el hospital para un reconocimiento. Fuimos rápidos. Muy rápidos. El tipo seguía llamando hijo de puta al policía. Sus padres lloraban y nos daban las gracias. Nosotros corríamos escaleras abajo con un tipo que solo quería morir.

No sé cómo acabaría aquel hombre, aunque al hospital llegó vivo y tranquilo, ni tampoco sé como justificaría la patrulla el incidente, que, aunque nos dijeron que quizás nos llamasen para declarar, nunca lo hicieron. Pero para mí, aquel policía fue todo un héroe. De esas "salidas", como le llamamos en el mundo de la ambulancia a cualquier urgencia, que uno nunca olvida.

viernes, 23 de marzo de 2018

“Dos historias reales, como la vida misma, parecidas entre ellas, que ni siquiera iguales, con un final demasiado diferente”


Hace solo unos días, concretamente, el 8 de este mismo mes de Marzo, día de la mujer, quien ahora escribe, salía a la huelga por la igualdad entre hombres y mujeres. Y repito, por si no ha quedado del todo claro: servidor salía a la huelga por la IGUALDAD entre hombre y mujer. He dicho bien. Hombre y mujer. Igualdad. Pero igualdad, no solo en derechos laborales, económicos, sociales y demás, no solo en lo bonito, sino en todo. Igualdad es igualdad. Mismos derechos, mismas obligaciones. También igualdad en justicia. Pero esto, por desgracia, no es así. Y es algo que no puedo evitarlo, pero me repugna. Hoy más que ayer. Quizás también, menos que mañana. ¿Y porqué digo esto? Sencillo. Ahora se lo explico. 

“Dos historias reales, como la vida
misma, parecidas entre ellas, que ni siquiera iguales, con un final demasiado diferente”

Primer acto: María y Alex llevan doce años casados. Desde hace meses, no se llevan del todo bien. Su matrimonio hace aguas y huele a separación. De repente un día, ninguno de los dos sabe como, llegan a las manos. Ella le da un tortazo a él, o él se lo da a ella, nadie sabe en realidad como ha sido, porque cada uno dice una cosa bien distinta. “Ha sido él; no, ha sido ella; no, él; no ella; él, ella”. Alex, al final, responde, eso sí queda claro, con dos puñetazos y con un corte, no muy profundo, que le hace a Maria en un brazo, no queda claro si con un cúter o con unas tijeras. El arma no aparece nunca. Alex es detenido de inmediato, puesto a disposición judicial, quien ordena su ingreso inmediato en el talego y cuando sale el juicio, es condenado a ocho años de prisión, condena a la que acompaña una orden de alejamiento sobre Maria, cuando salga en libertad, de otros cinco años más. Hasta aquí, podríamos decir que todo correcto. La violencia ha de tener su castigo. Basta de violencia. Insisto, basta de violencia. A secas. Sin coletillas. La chorrada esa de “de género”, me repugna. Maldito el mal nacido que se la inventó. 

Todas las televisiones se hicieron eco de la noticia. Ana Rosa Quintana hizo varios directos con la agredida y una noche, en horario “prime time”, hubo hasta un especial. La prensa, en general, le dedicó varias paginas al suceso. Pobre Maria. Maldito Alex. 

El ayuntamiento convocó una concentración en muestra de repulsa, a la que acudieron un 80% de mujeres y un 20% de hombre. Allí, un representante del consistorio, hizo lectura de un comunicado en el que se condenaban este tipo de actos y pedía que “ni una mujer más agredida”. No hablaba de personas. Solo de mujeres. Ni de listos, ni de tontos. Ni de guapos, ni de feos. Ni de niños, ni de hombres. Solo de mujeres. “Ni una agresión más a una mujer”. 

Segundo acto: Ana y Luis. Se casaron solo dos semanas después que María y Alex. Pasados los años, tampoco andaban muy bien. Ya han tenido varios conatos de violencia que nunca han llegado a más, pero no de él hacia ella, sino al revés. De ella hacia él. O al menos, eso es lo que indican las denuncias. Luis ha puesto más de una contra Ana. Ana ninguna contra Luis. Todas por violencia física y amenazas. 

Se sospecha que Ana se ve, desde hace tiempo, con otros hombres, pero seamos claros: eso hoy en día, es demasiado habitual. Lealtad y fidelidad, son un don que, o se tiene o no se tiene. Y no todo el mundo posee. Hasta que un día, nadie sabe ni cómo ni porqué, ella apuñala a Luis con un cuchillo de gran tamaño. Cuando llegan policía y ambulancias al domicilio, a quienes llama él mismo informando del suceso, Luis se encuentra tirado en el suelo, inconsciente, rodeado de sangre y con una grave puñalada que, en principio, preocupa extraordinariamente a los sanitarios, quienes temen por su vida. Luis es trasladado de urgencia al hospital, donde, tras ser intervenido de varios órganos vitales, aún se debate entre la vida y la muerte. Ana es detenida y puesta a disposición judicial, para concederla la libertad casi de inmediato. No han pasado ni 36 horas del encontronazo. Ella alega defensa propia. Él aún no ha alegado nada. Todavía, y por su estado, no han podido tomarle declaración. No saben las posibilidades que tiene de vivir.

No ha salido en ninguna televisión. En algunos periódicos, le han dedicado un pequeño recuadro sin importancia. Nada más. Ningún acto de condena, ni concertación. En el ayuntamiento, no ha sacado el tema ni él ordenanza en la máquina del café. 

Resultado final: Alex, el protagonista de la primera historia, quien le dio dos puñetazos a María y le hizo un leve corte en un brazo con unas tijeras o cúter que nunca han aparecido, ha sido condenado a 8 años de cárcel y a otros 5 de alejamiento. Las versiones eran del todo diferentes. Aún así, le condenaron. No ha pisado la calle desde el mismo día de los hechos, cuando fue detenido. Primero, prisión preventiva. Luego, la condena. Y cargará para siempre con el san Benito de “maltratador”. 

Ana, la protagonista de la segunda historia, que ha admitido agredir a su pareja con un cuchillo de grandes dimensiones, aunque alegando defensa propia y presentando ella misma también unas leves lesiones, de las cuales uno de los policías dice: “podría habérselas hecho ella misma”, y el otro contesta: “o incluso el marido, pero al tratar de defenderse del apuñalamiento”, porque son lesiones muy leves para una pelea de ese calibre y esa “defensa propia”, 36 horas después del apuñalamiento, es puesta a disposición judicial y queda en libertad. Sí sí, como lo leen. En libertad. A Luis todavía no han podido tomarle declaración. Se debate en la UCI entre la vida y la muerte, pero la simple versión de los hechos de Ana, sirve para dar por buena su defensa propia. Eso y la ley de violencia de género, que ampara siempre a la mujer solo por ser mujer y castiga siempre al hombre solo por ser hombre. Ah, aún no os lo he dicho, pero Ana tenía, desde hacía poco, por otra agresión, una orden de alejamiento de Luis. Sí sí. Ella de él, no al revés. No me he equivocado al escribir. 

Y a esto le llaman, como ya he dicho, “violencia de género”. Y perdonadme, mujeres del mundo. Perdonadme, amigas. Compañeras. Conocidas. Perdóname, madre. Perdóname, esposa. Perdóname, tía, prima, sobrina... Pero esto no es justicia. Esto no es igualdad. Esto no es feminismo. Esto es machismo. Esto es hembrismo. Eso es hijoputismo. Un atentado en toda regla contra el honor de las personas de un tipo concreto de sexo. Esto es marcar una diferencia muy grande entre las personas por razones de sexo y eso mismo, creo, va contra la propia Constitución española, esa a la que se agarran muchos cantamañanas solo para lo que ellos quieren. Esto, seamos claros, es una puta mierda, pero puta, puta, puta, puta mierda de justicia, que se ha inventado el hombre a su libre albedrío, el político, el mangante, el que tiene la sartén por el mango, el políticamente correcto y bien queda de mierda, al que el hembrismo más rancio y radical y hasta muchas que van de feministas, pero que en el fondo son más machistas que un cardenal, aplauden. Y no, esto no es igualdad. Esto es una puta mierda pinchada en un sucio palo. 

Y mientras yo les cuento esto, Alex cumple condena por violencia de género. Le quedan aún más de 7 años en el talego, viviendo una experiencia que nunca en su vida imaginó. Maria vive en la casa de Alex con otro hombre. Luis se debate entre la vida y la muerte, sedado y sin dar aún su versión de los hechos, porque no puede ni hablar. Y Ana, la que para mí ha intentado asesinar a Luis, está en libertad, contándole a sus amigos lo hijo de puta que ha sido Luis y que menos mal que le clavó el cuchillo, que fue en defensa propia y que se lo merecía. Y yo, que conozco a Luis, no dejo de pensar “qué cojones, pero si ese tío era un puto trozo de pan”.  Y encima, Ana sabe que si Luis fallece, ella cobrará una pensión de viudedad. 

Pero la ley sobre la violencia de género, es así. Una mierda. Una puta mierda. El año que viene no saldré a la huelga el 8 de Marzo. Que alguien me lo recuerde si en algún momento digo, llegado el día, lo contrario, por favor. No, mientras las propias leyes hagan diferencia entre hombres y mujeres en cuanto a este tipo de cosas y nadie diga: esto hay que cambiarlo. La lay ha de ser severa, pero para todos, no sólo para nosotros, por tener una polla y un par de huevos. Así NO. Así os vais todos a la mierda.